domingo, 16 de mayo de 2010

Paisaje urbano

Tacubaya
Por: Federico Zertuche


Rostros cansados, apagados por la larga y agotadora jornada cumplida, gestos adustos y serios, sin mostrar emoción, máscaras indiferentes e impenetrables entregadas al olvido, al compás del sueño que evocan y del que arrancan retazos.

El chofer yace al lado del tablero rumiando una dormida sobre un pequeño espacio improvisado como asiento, mientras que su ayudante, un temprano adolescente, va cobrando los pasajes y contando el vuelto. Los pasajeros suben con andar cansino y resignación asumida cual sino fatal e ineluctable. Obreros, empleados, asalariados de la indigencia entran, pagan y toman su lugar.

Casi nadie conversa, ni ríe, cada quien se las ve consigo en esa hora que nada tiene de festiva. Son las once y media de la noche de un jueves en la estación del metro Tacubaya, donde convergen varias líneas del tren subterráneo y es asimismo terminal de otros transportes colectivos que en México llaman peseros, micros y camiones.

Agotado el día, abordan cansinamente el último de varios medios de transporte en el diario ir y venir de sus trabajos.

El primer asiento, detrás del conductor, es ocupado por un joven de escasos veinte años que conversa con el ayudante del chofer con la confianza y seguridad de conocerse de tiempo atrás. -Y a ti, que tal te va, estás contento con tu chamba, le dice el adolescente. -Bien, muy bien, estoy contento, le contesta el ayudante del chofer, quien repone: -Y tú, ¿dónde andas? -Ahora estoy en la Pepsi, en la nueva campaña de promoción, bien... pero es una chinga, ando desde las seis y media (de la mañana) y mira que horas son.

Esperan con resignación a que el micro se llene hasta los topes y llegue la hora de arrancar con destino a Cuajimalpa, suburbio a un extremo de la ciudad que exige más de media hora cuando el tráfico ha menguado. Suben mujeres y hombres jóvenes, maduros y viejos que cuentan atentamente las monedas de cambio para luego buscar un asiento donde mitigar fatigas.

Alrededor de la estación, en pasillos, escaleras, accesos y salidas que fueron invadidos en el día por multitud de puestos y tenderos del comercio informal, quedan a esa hora montones de basura, desperdicios, mugre y descomposición indolentemente arrojada por consumidores y comerciantes durante la jornada que fenece. Niños mendigos, andrajosos y olvidados de Dios, deambulan como sonámbulos o hipnotizados a la caza de algún mísero hallazgo que ayude a sobrellevar su infortunio.

Finalmente el micro se ha llenado, el chofer que parecía inconsciente se despabila y toma su lugar que hasta entonces ocupaba el ayudante. Enciende el motor y arranca muy lentamente a la espera de pasajeros de último momento que efectivamente suben de prisa, pagan y se acomodan de pie tomados del oxidado pasamanos.

Cierta uniformidad moldea rostros y gestos de los pasajeros: cansancio, seriedad, resignación, apatía, introspección y afán por cerrar el día con un merecido descanso: el sueño que olvida y repara.

Sumidos en interiores luchas, en recuerdos o apurando olvidos, recuentos de la jornada o cálculos sobre los gastos que aún quedan para el resto de la semana o quincena del próximo y magro salario; imaginando la tardía cena que espera en casa, deseando verse en cama, elucubrando otras formas de sobrevivir o imaginando un mejor porvenir, con perezoso desdén se disponen a ser llevados al inmediato destino.

Quienes van sentados pestañean, cabecean o ensayan un sueño, otros mudos, ensimismados, quizá observando al Cristo sangrante colocado frente a los asientos en medio del parabrisas, aderezado con un tosco rosario a su alrededor y flores de plástico en los costados contenidas por sendos floreros alargados. O viendo al adolescente que funge de ayudante, ataviado con una vieja y raída camiseta estampada con figuras de Micky Mouse, como le vencen sueño y cansancio y empieza a dormitar.

A esa hora ya se esfumaron las legiones de mendigos, de ciegos, tullidos y mutilados, de chulos y locas, improvisados y lastimeros músicos e interminables vendedores ambulantes que pregonan su humilde mercancía durante incesantes recorridos por los vagones abarrotados: vea usted, mire usted, se va a llevar esta oferta, no pague usted tres pesos que le costaría en cualquier lugar, es esta ocasión se la ofrecemos de a peso, sí dos barras de macizo chocolate de a peso, mire usted, vea usted...

Reina un fuerte silencio acompasado por el monótono traqueteo del motor y los chirridos de la vieja y desvencijada carrocería del micro que nos conduce hacia playas de otros mares de sueños.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No me parecitan interesante como tus anteriores posts.
Pero es bueno, tienes buen pulso para la narrativa.
Abrazos
Thelma Sandler

Anónimo dijo...

mmm... lo vuelvo a pensar y quizá sea porque hay demasiada descripciones en el texto y poca acción.
Dime que opinas " de mi opinión"

quizá estoy equivocada, no lo se, pero me falta "algo" ese algo que me haga desear seguir leyendo, depués de todo es un texto laro.

Abrazos de nuevo
Thelma Sandler