sábado, 11 de septiembre de 2010

El Regimiento de Fusileros

El pífano
Por: Federico Zertuche

Mientras mi primo Martín arrancaba una briosa melodía al pífano, yo la sostenía con redobles de tambor avivando la marcha que rítmicamente seguía la infantería al cruzar de largo el valle suavemente ondulado por bajas colinas alfombradas de diminutos brotes verdes, a cuyos costados se alzaban frondosos bosques de coníferas y encinas, al despuntar aquella fresca y luminosa mañana de abril.

Así marchaba el Primer Batallón del Regimiento de Fusileros a bayoneta calada, ceñidos por casacas azul de Prusia y tocados por quepís de igual color los soldados lucían tensos y serios ante la batalla que se avecinaba y a la que dirigían resueltamente el paso. La arenga del coronel después del alba había producido el efecto deseado: ánimo y moral estaban altos.

Entre tanto, un cuarto de legua adelante la caballería se mantenía oculta en la espesura del bosque, en ambos flancos, a la espera del momento oportuno para emprender la sorpresiva carga. Así mismo, en lontananza, lográbamos divisar tres manchones rectangulares y compactos que en concierto se movían hacia nosotros.

Cuando la proximidad del encuentro era casi inminente y los soldados se aprestaban para los primeros disparos, Martín empezó a entonar el tema melódico de la marcha Radetzky, mientras yo me apresuraba a seguirlo con mi viejo tambor y la tropa exclamaba con aprobación tres vivas al Regimiento de Fusileros que la tenía como emblema.

Unos pies más adelante al escuchar la orden de alto, la primera fila se hincó a una rodilla apuntando los fusiles y la segunda, de pie, también dispuso sus rifles; luego del grito de ¡fuego! se dispararon al unísono cuarenta descargas de los Sharp de un solo tiro, ipso facto ambas filas marchaban rápidamente a retaguardia sustituyéndolas la tercera y cuarta en igual orden y posición para disparar a su vez, mientras las dos primeras ya cargaban y así, sucesivamente.

El enemigo hizo lo propio dejando abatidos en la primer descarga a cinco de los nuestros. No obstante los caídos y lo nutrido del fuego recibido, nuestras filas se sucedían unas a otras para disparar por partida doble enrareciendo el aire de humo gris impregnado de fuerte y penetrante olor a pólvora quemada.

Después de más de una veintena de descargas de fusilería se escucharon los primeros disparos de la artillería ligera apostada cerca nuestra caballería oculta en los bosques; ésta al poco tiempo emprendió la carga por ambos flancos para debilitar al enemigo por los costados.

Entre gritos de dolor, confusión y órdenes, las compañías del batallón adverso se empezaron a replegar y dispersar, mientras los nuestros continuaban disparando sus fusiles acorde al orden establecido. Al cabo de media hora y de fuerte presión por la vanguardia y ambos flancos logramos fracturar sus formaciones, debilitarlos francamente, y así iniciar la carnicería cuerpo a cuerpo con bayoneta, sables y tiros de pistola a bocajarro.

Al mediodía aquellos verdes parajes se habían teñido de púrpura y escarlata y tapizado de inertes cuerpos despojados de cuajo del hálito que hacía poco vibraba con energía y vigor en sus pechos adolescentes. El plácido paisaje había sido bruscamente trasmutado por la confusión y el caos, el esperpento, la sangre y el vómito, cuerpos mutilados, fuego y humo, la vida rota en mil fragmentos, inmóvil y trunca se exhibía a nuestra mirada.

Mi primo y yo, que permanecimos boca abajo durante casi toda la batalla, a cierto resguardo en retaguardia como se nos había ordenado, tardamos largo tiempo para incorporarnos cuando ya habían cesado los disparos. Tales eran las atrocidades que por todos lados nos fustigaban sin clemencia que temíamos pararnos.

Un oficial de caballería con sable ensangrentado en mano se acercó a nosotros a trote lento deteniendo el corcel a pocos pasos, se apeó y vino a vernos preguntando si nos encontrábamos bien. Fue así como nos despabilamos al sentirnos arropados por uno de los nuestros cuyo amparo tanta falta nos hacía en aquel paisaje de la multitud moribunda y yerta.

Luego el teniente de caballería nos ordenó seguirle y entonar un aire en honor de los caídos, entonces Martín empezó a soplar su pífano del que salieron unos hermosos trinos a los que embelesado en un dos por tres empecé a seguir con suaves toques de tambor y el alma al vuelo.


Imagen: El pífano, óleo sobre tela de Edouard Manet.

1 comentario:

Irma de la Fuente dijo...

Me encantó que tus dos cuentos los sacaras, uno, de ese maravilloso óleo de Manet, que siento tiene gran fuerza, y el otro, del soberbio grabado -como muchos más- de Durero. Me parece un ejercicio más difícil que sólo haber dejado a la deriva tu imaginación.
Irma de la Fuente