sábado, 20 de octubre de 2012

Paul Gauguin y el mito del buen salvaje


Autorretrato 1888
Gauguin en el paraíso recobrado

Siento que quizá el mayor atractivo de la obra de Paul Gauguin (1848-1903) estriba en la providencial conjunción biográfica, estética y plástica que ocurriera a partir de su personal renuncia y huida del mundo Occidental industrializado y burgués, que le impulsara a la búsqueda y posterior encuentro del paraíso perdido donde moraba el hombre primitivo anclado en la sociedad agrícola y tribal, encarnación del buen salvaje idealizado por su héroe y compatriota Jean-Jaques Roussesau, que luego plasmara en sus cuadros que cimbraran el arte moderno y conmovieran al espectador hasta el día de hoy.

Muchachas con flores de mango
Hay una visión romántica en la exaltación del primitivismo exótico aun no contaminado por el mundo occidental industrializado, materialista y capitalista, en la que el artista se concentra, prácticamente de manera exclusiva, para mostrar la vida y las costumbres de los habitantes de Tahití, como reflejo vivo del mito del buen salvaje difundido en algunos sectores de la intelectualidad europea de la época. Las tareas de la vida cotidiana, los momentos de ocio, los paisajes de la isla, elementos de la religiosidad popular y, sobre todo, la belleza y sensualidad de las nativas.

Ciertamente ese es sólo un aspecto, probablemente el más destacado, de Gauguin como artista y pintor, sin embargo la peculiaridad de su obra –plástica y temática- influyó notablemente en las nuevas vanguardias pictóricas. En efecto, como se indica más adelante "Paul Gauguin, el artista mítico que se hizo salvaje para encontrar una nueva visión para el arte se convirtió en el nuevo canon exótico para los expresionistas alemanes, los primitivistas rusos y los fauvistas franceses. Mientras que muchos de ellos, como Ernst L. Kirchner, Erich Heckel o André Derain, estudiaron el arte primitivo en los museos etnográficos, otros, como Emil Nolde o Max Pechstein, se embarcaron hacia tierras lejanas en busca del Otro." Gauguin enfatiza en aspectos etnográficos como elementos de inspiración artística.
He querido reanudar mis entregas al blog El Arte de la Fuga, con esta dedicada a Paul Gauguin a propósito de la gran exposición "Gauguin y el viaje a lo exótico" que actualmente se exhibe en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid (9/oct/12-13/ene/13), de la que se dará cuenta aquí mismo, junto a otros aspectos de la vida y obra de este peculiar, fascinante y encantador artista, cuya obra engrandece con el tiempo. Se incluye una estupenda reseña de Antonio Muñoz Molina. Quiero destacar, asimismo, un comentario crítico, estudio y análisis que la National Gallery of Art de Washington, D.C., ha elaborado sobre un Autorretrato de 1889 del pintor. F.Z.

Gauguin y el viaje a lo exótico
Museo Thyssen-Bormisza

Presentación.
La exposición aborda tres cuestiones que van encadenándose e interrelacionándose. La primera, y fundamental, es la figura de Paul Gauguin, cuya huida a Tahití, donde reconquistó el primitivismo por la vía del exotismo, funciona como hilo conductor de todo el recorrido. Sus pinturas icónicas, creadas a través del filtro de Polinesia, no sólo se han convertido en las imágenes más seductoras del arte moderno sino que además ejercieron una influencia esencial en los movimientos artísticos de las primeras décadas del siglo xx, como el fauvismo francés y el expresionismo alemán. La segunda trata del viaje, el viaje como escape de la civilización, que servirá de impulso renovador a la vanguardia, y el viaje como salto atrás a los orígenes, a ese estado edénico, utópico y elemental que anhelaba el primitivismo. La tercera, y última, se refiere a la concepción moderna de lo exótico y sus vinculaciones con la etnografía.

Invitación al viaje
Las escenas de la indolencia femenina que pintó Gauguin durante su periodo tahitiano reflejan cierta influencia del exotismo de Eugène Delacroix. El pintor romántico francés fue uno de los primeros en viajar al norte de África y también un precursor en el modo de concebir la obra de arte como producto de la imaginación creadora. El movimiento rítmico y el seductor colorido de sus románticas representaciones del “esplendor del Oriente”, serían un precedente fundamental para algunos artistas de la modernidad.

Idas y venidas, Martinica
En los años 1880 la breve pero intensa estancia de Gauguin en Martinica, junto a su amigo Charles Laval, supuso un giro trascendental en su carrera de pintor. En esta primera experiencia viajera, frente a la espesura tropical y el encanto de sus gentes, el lenguaje pictórico de Gauguin toma finalmente forma propia.

Paraíso tahitiano
Desaparecido del mundo en el fondo de Oceanía, Gauguin se volcó en la representación de la deslumbrante naturaleza y de la cultura maorí, en proceso de desaparición, con su particular estilo sintetista construido mediante grandes superficies de color y un profundo contenido simbólico y mítico.

Bajo las palmeras
Cuando Gauguin llegó a Tahití, al integrar lo primitivo y lo salvaje, logró acrecentar la liberación de su creatividad. Desde su anterior periodo bretón ya tenía claro que la pintura tenía que desafiar las convenciones de la imitación naturalista y servirse de las sensaciones asociadas a la contemplación de la naturaleza a través del sueño.

Como puede observarse en esta sección, no sólo para Gauguin sino también para artistas como Henri Rousseau o Henri Matisse, Emil Nolde o Max Pechstein, August Macke o Franz Marc la relación con la naturaleza salvaje, real o imaginaria, se convirtió en el modo idóneo de recuperar la inocencia y la felicidad, el verdadero sentido del arte. El mundo de la jungla les brindaba a todos ellos un medio para superar la crisis de valores, estéticos, morales y políticos, y saltarse los límites del lenguaje artístico vigente.

El artista como etnógrafo
En tiempos de Gauguin, la atracción por la alteridad que propició el desarrollo del primitivismo se pone de manifiesto en una nueva relación de los artistas con la etnografía. El primitivismo nos conecta con el otro a través de una especie de imagen reflejada en la que contemplamos algo extraño, algo diferente. Pero, como defendía Victor Segalen, “no nos preciemos de asimilar las costumbres, las razas, las naciones, de asimilar a los demás; sino por el contrario, alegrémonos de no poderlo hacer nunca; reservémonos así la perdurabilidad del placer de sentir lo Diverso”. Lo que importa no es descubrir el sistema de la diferencia, sino la extrañeza irreductible de las culturas, de las costumbres, de los rostros, de los lenguajes. A Gauguin y a los artistas expresionistas les unió el compromiso de la diferencia, de la distancia, de una mirada “estética” frente al otro.

Gauguin, el canon exótico
Paul Gauguin, el artista mítico que se hizo salvaje para encontrar una nueva visión para el arte se convirtió en el nuevo canon exótico para los expresionistas alemanes, los primitivistas rusos y los fauves franceses. Mientras que muchos de ellos, como Ernst L. Kirchner, Erich Heckel o André Derain, estudiaron el arte primitivo en los museos etnográficos, otros, como Emil Nolde o Max Pechstein, se embarcaron hacia tierras lejanas en busca del Otro.

La luna del sur
A comienzos del siglo XX los artistas modernos que viajaron a países lejanos abordaron lo exótico como una verdadera estrategia de vanguardia y su principal objetivo fue buscar respuesta a sus indagaciones artísticas. La experiencia estética de Wassily Kandinsky durante el viaje a Túnez en 1905 le descubrió una pintura de factura más experimental y un colorido más brillante, esencial para el futuro desarrollo de la abstracción. Diez años después, también visitaron Túnez August Macke y Paul Klee, donde lograron descubrir la liberación de la forma y del color. Matisse, por su parte, encontró inspiración en Oriente a través del arabesco, un modo de organización visual decorativa propia del arte islámico, y Robert y Sonia Delaunay reinterpretaron el folclorismo de la península Ibérica a través de su estilo de contrastes simultáneos. (Arriba, a la derecha, cuadro de Henri Rosseau, El sueño, 1910).

Henri Matisse, El esquimal
Tabú. Matisse y Murnau.
La exposición se cierra con la estancia de Henri Matisse en la Polinesia francesa en 1930, donde coincide con el director del cine expresionista alemán F. W. Murnau que está inmerso en el rodaje de Tabú. Si Gauguin había planeado su viaje como escape de la civilización, Matisse lo proyectó como unas vacaciones de placer para intentar salir de un periodo de inquietud y desasosiego, pero terminó convirtiéndose en el punto de arranque de una nueva etapa artística.

Los recuerdos y ensoñaciones de Tahití se tradujeron en las experimentaciones de sus años finales con papiers découpés (papeles recortados), reverenciados como la culminación de su carrera y de su principio rector baudelairiano: “orden y belleza, lujo, calma y voluptuosidad” y, asimismo, como el último soplo de utopía de las vanguardias.






Gauguin y Tahití, sueños sucesivos
-El Thyssen dedica a Gauguin una de las muestras de la temporada. Su exposición del vigésimo aniversario sitúa en los viajes del pintor el origen de la ruptura del arte moderno y la semilla de las corrientes visuales más fértiles del siglo XX-

ANTONIO MUÑOZ MOLINA, EL PAÍS, 5 de oct. 2012.

Una buena exposición cuenta una historia y formula una hipótesis. En Gauguin y el exotismo, su comisaria, Paloma Alarcó, ha contado la huida de Paul Gauguin a los mares del Sur como el gran viaje de ruptura del arte moderno, que tiene su origen en los viajes románticos de la época de Chateaubriand y Delacroix y se proyecta hacia delante en la fascinación por lo salvaje de los expresionistas alemanes, y en una mitología de la aventura exótica prolongada por el cine. En el arte, las obras individuales se comprenden mejor cuando pueden verse en el juego de sus conexiones y sus resonancias. Paul Gauguin es uno de los pocos artistas inmediatamente reconocibles, dueño de un estilo y de un catálogo de imágenes que casi cualquiera identifica sin vacilación como suyos. Pero para comprender su originalidad es muy útil relacionarlo con los modelos en los que se fijó, y su relevancia no sería tan grande si no hubiera inspirado algunas de las corrientes visuales más fértiles del siglo XX.

Ahora que el arte y el capitalismo viven en una armonía tan perfecta, y que los artistas vivos más celebrados por la crítica y canonizados por los museos se mueven con una solvencia de especuladores financieros, probablemente resultará pintoresco recordar en qué medida los grandes forjadores del arte moderno fueron fugitivos, marginales, renegados de una sociedad burguesa que cuanto más se afianzaba menos sitio dejaba para ellos. La huida, la expulsión, no son solo, con mucha frecuencia, circunstancias biográficas, sino rasgos fundamentales de una actitud. En el mundo moderno no había sitio para el artista moderno. Rembrandt o Velázquez habían padecido inseguridades sobre el lugar que les correspondía en el orden social, pero no dudaban de que ese lugar existía para ellos: al servicio de clientes ricos, o de los personajes de la corte. Pero en el siglo XIX, cuando la industrialización desbarata los modelos de producción artesanal a los que se había asimilado el trabajo de los pintores, y cuando éstos, igual que los músicos o que los literatos, ya no tienen príncipes ni arzobispos que los patrocinen, la única salida es la intemperie del mercado: el pintor, el escritor, el músico, trabajadores solitarios, compiten en desventaja con la industria poderosa del entretenimiento, y si no se rebajan a secundar el gusto dominante se saben condenados a la penuria y a la irrelevancia.
El artista moderno, literalmente, es un descastado. Su rebeldía estética es también política y existencial. Delacroix había estado con los revolucionarios de 1830 y Baudelaire, a su manera atrabiliaria, con los de 1848; Rimbaud con los de la Comuna, en 1871, y Gauguin con los anarquistas y con los republicanos españoles que conspiraban en París contra la Restauración borbónica de Alfonso XII. La negación de las convenciones académicas se corresponde con esa rebeldía política. El fracaso de las revoluciones y la fortaleza abrumadora de la sociedad burguesa no deja más salidas que el nihilismo bohemio o la huida.
Lo que va descubriendo Gauguin es que ni las rupturas estéticas son absolutas ni las huidas verdaderas. En sus cuadros un solo plano de formas hechas de colores puros quiebra la profundidad ilusionista de la perspectiva, y sus paisajes de Tahití y las figuras que los pueblan proponen un mundo visual ajeno a la tradición europea; pero por debajo del evidente exotismo hay una fidelidad escrupulosa a aquello mismo que el fugitivo rechazaba: la idea occidental y cristiana del Paraíso Terrenal, con su serpiente tentadora y sus arcángeles punitivos, la añoranza melancólica de una Arcadia entre pagana y neoclásica que habría sido inteligible para un artista tan comedido como Poussin.
En cuanto a la huida física, su imposibilidad proviene de una paradoja que a una persona tan aguda políticamente como Gauguin no podía escapársele: el artista que huye de las metrópolis sofocantes del capitalismo viaja no a territorios inexplorados sino a los confines de la expansión colonial. Ese mundo romántico de los descubrimientos que excita —a través de los libros de viajes, los grabados, las fotografías, las postales— la vocación de escapar y la conciencia de que la verdadera vida está en otra parte, es también el de la destrucción de sociedades y ecosistemas tan frágiles que no resisten el choque con los invasores europeos. El Tahití al que llega Gauguin no es un paraíso intacto sino un paisaje de ruinas, poco más de un siglo después de aquellos viajes de Bougainville y del capitán Cook que hicieron tanto por difundir en Europa la leyenda del Buen Salvaje, del estado de naturaleza. Recién llegado a la capital de Tahití, Papeete, después de una larguísima travesía, Gauguin comprueba que allí no está el paraíso y lo busca un poco más allá, en Mataiea. Y al cabo de unos años lo sigue buscando en las islas Marquesas. Su huida termina porque se le acaba la vida y porque ya no queda otro lugar más allá hacia el que seguir escapando. Y hasta su mismo final vive en rebeldía contra los funcionarios coloniales.
El sentimiento de capitulación que debió de abatirlo mientras la enfermedad y el aislamiento lo gastaban contrasta con la magnífica irradiación de su obra: fugitivo sedentario, el aduanero Rousseau paseaba por el Jardin des Plantes de París viendo en él criaturas y paisajes fabulosos que no habría imaginado sin el ejemplo de Gauguin. En Alemania, la hermosa furia de su colorido y el descaro de su erotismo desatan la audacia de los expresionistas y refuerzan en ellos una variante autóctona de rebeldía contra las ortodoxias sofocantes del régimen imperial. En 1914 Emil Nolde y Max Pechtein viajan a los mares del Sur en una expedición etnográfica y en sus retratos de los nativos son capaces, gracias sin duda al ejemplo de Gauguin, de mirar con respeto y asombro en vez de incurrir en los estereotipos de lo exótico. Viajar al sur es viajar al color: basta una acuarela del viaje a Túnez de Paul Klee para imaginar el deslumbramiento literal de tantos pintores educados en las gradaciones suaves y en las luces grises del norte de Europa.
El círculo casi se cierra cuando, en 1930, Matisse viaja a Tahití, y allí coincide con Murnau, que está rodando su propia versión del sueño de la huida a los mares del Sur, Tabú. 15 años después, ya muy viejo, en otra posguerra, Matisse recorta y pega figuras de papel y sus composiciones son como un vocabulario visual cifrado de un sueño mucho más duradero que la realidad: caracolas, peces, hojas de árboles tropicales, plantas o criaturas submarinas, pájaros. Gauguin había viajado a Tahití para pintar un Tahití imaginario. En su retiro de Niza, recortando y pegando, el viejo Matisse invocaba el Tahití de sus recuerdos.

Guaguin en los trópicos
por G. Fernández - theartwolf.com

En la primavera de 1891, un buque elegante y confortable de nombre Océanien surcaba el Índico rumbo a las colonias francesas de Nueva Caledonia. Su pintoresco pasaje, dividido en tres clases dentro de la cubierta, abarcaba desde grandes funcionarios y terratenientes en el Pacífico hasta jóvenes de las clases más humildes que viajaban a las colonias en busca de un futuro que la vieja Francia ya no les podía proporcionar. En otras palabras, los buques transoceánicos eran en esa época un auténtico zoológico humano, un circo con tantos actores en el que sin duda nadie se fijaba en un hombre de mediada edad, de poderoso bigote y mirada vacía, que pasaba las largas jornadas con la vista perdida en el horizonte. No obstante, aquel anónimo personaje que ocupaba uno de los humildes camarotes de la tercera clase, no era un viajero más. Era ya un admirado pintor llamado Paul Gauguin que viajaba rumbo a Tahití en busca de una redención artística, una búsqueda de lo primitivo y exótico que le ayudase a encontrar el camino por el cual podría purificar su arte, según sus propias palabras, "Occidente está podrido (.) y todo el que es Hércules puede, como Anteo, cobrar nuevas fuerzas tocando el suelo de allá lejos. Y volver uno o dos años después, sólido"

No obstante, el viaje de Gauguin tampoco era precisamente una odisea de vagabundo. De hecho, hizo que el embajador en persona lo recibiera en el puerto de Papeete, la capital tahitiana, como enviado oficial del Estado francés. Además, Papeete ya no era el paraíso en los trópicos, el pueblo exótico y misterioso que pudieron encontrar los grandes viajeros de épocas anteriores como el legendario capital Cook. Los colonos, fuesen civiles o militares, y por supuesto religiosos, habían contaminado el pueblo con toda la miseria propia de una capital colonial. Sin embargo, aún subsistía, sobre todo en poblaciones lejanas a la capital, parte de la cultura autóctona y primitiva que Gauguin buscaba.

¿FUE GAUGUIN UN COLONIZADOR?
En las últimas décadas, los críticos e historiadores -mucho más documentados, perspicaces, y también malintencionados que en épocas anteriores- han encontrado en este recibimiento y en la actitud de cierta superioridad paternalista del primer Gauguin (que califica a los polinesios como "mansos hasta la necedad") de Tahití unas intenciones equiparables a la de los primeros colonizadores, intentando imponer a los nativos las costumbres y creencias del viejo occidente. Sin embargo, el asunto no es ni mucho menos así de simple.

En "Ia Orana Maria (Salve, María)" (Nueva York, Metropolitan Museum), obra fechada en 1891, primer año de Gauguin en Tahití, Gauguin ha trasladado al exótico Pacífico Sur la temática cristiana: la Vírgen y el niño, al igual que las dos mujeres adoradoras, e incluso el ángel de alas doradas que se intuye entre el follaje, son claramente nativos polinesios. Gauguin acerca así la fe católica a la cultura local introduciendo a los nativos en lo más profundo de la religión cristiana. No obstante, esta obra, que se aleja claramente de la iconografía clásica, hasta el punto de que somos incapaces de dilucidar si se trata de una Anunciación o de una Adoración , pronto da paso a composiciones en las que las creencias ancestrales de los nativos toman protagonismo, como es el caso de "Manao tupapau (El espíritu de los muertos te vigila" (Buffalo, Albright-Knox Art Gallery), considerado por el propio pintor como una de sus obras maestras del primer periodo tahitiano, que Gauguin explicaba así: "Este pueblo tiene por tradición un miedo muy grande al espíritu de los muertos (.) Hago el aparecido simplemente una mujercita porque la muchacha (.) no puede ver sino ligado al espíritu del muerto el muerto mismo, esto es, una persona como ella misma"


Con esta pintura, Gauguin abandonaría progresivamente la temática cristiana para introducirse de lleno en las tradiciones nativas. Y, aunque es cierto que recuperaría la primera en algunas pinturas como "Te Tamari No Atua (El nacimiento de Cristo)" (Munich, Neue Pinakothek) o "Maternité" (dos versiones, una en el Ermitage y otra recientemente vendida en 2004 en Sotheby's por 39.2 millones de dólares), es también cierto que estas influencias ancestrales tomarían una posición predominante no sólo en su obra artística, sino también en su propia forma de ser. Así, el presunto "colonizador" cristiano llegaría con el tiempo a ser un furibundo detractor de la Iglesia , mientras que en su interior, Gauguin va abriendo paso a las primitivas creencias nativas de unión entre el hombre y la naturaleza ( "El caballo blanco" , Museo del Orsay, o el magistral Matamua -"en tiempos de antaño"- de la colección Thyssen, un cuadro que describe un valle ensoñado en el centro de la isla, donde sus habitantes "quieren vivir como antaño) y los espíritus y dioses locales, de los que realizaría numerosas tallas en años posteriores.

ÍDOLOS Y DIOSES
Ya casi al final de su vida, en las Islas Marquesas, Gauguin reflexionaba sobre la tradición escultórica de Polinesia: "Este arte ha desaparecido por culpa de los misioneros, que han considerado que esculpir, decorar, era fetichismo, ofender al Dios de los cristianos". En efecto, ya a finales del siglo XIX la casi totalidad de las antiguas tallas de madera polinesias habían sido destruidas por las devastadoras misiones cristianas. Gauguin emprende así una misión épica: devolver a los nativos polinesios su destruida mitología.

Por desgracia, la mayoría de las tallas que Gauguin creó fueron talladas en una madera de baja calidad, lo que provocó su prematura destrucción. No obstante, en el Museo del Orsay se conservan dos estatuillas definidoras de este Gauguin recuperador : el Ídolo de la concha y el Ídolo de la perla . La datación de ambas, si bien no la conocemos con exactitud, puede situarse en torno a 1892. En ambas figuras, Gauguin representa al dios polinesio Taaroa, cuya concha contiene -según la tradición polinesia- el universo en el que vivimos. Pero no sería hasta 1894, ya de vuelta en Paris (capítulo que veremos a continuación), cuando Gauguin crearía su obra maestra escultórica: la figura de Oviri (Paris, Orsay), siniestra representación del dios polinesio de la muerte y el duelo. La figura, a la que Gauguin llamaba La Tueuse (La matadora) es una inquietante figura femenina de rasgos toscos y primitivos, larga cabellera y enormes ojos, que se alza sobre la horrenda figura de un lobo muerto.

Pero esta recuperación iconográfica que lleva a cabo Gauguin no se ciñe sólo a las obras tridimensionales: en años posteriores, el artista traslada su iconografía inventada a las pinturas, donde encuentra mayores posibilidades compositivas: en la pinturas los ídolos o dioses pueden variar su escala, hasta convertirse en protagonistas de la escena ("El día de los dioses") o en espíritus como inquietantes apariciones ("Jinetes en la playa")

EL INTERMEDIO FRANCÉS
Pero la estancia de Gauguin en Tahití distaba mucho de ser paradisíaca: a la desoladora soledad y la perenne falta de dinero se le añadió, ya a finales del año 1892, una enfermedad en los ojos, añadida a constantes diarreas y vómitos -en ocasiones incluso de sangre- que le obligaron a ser hospitalizado durante mucho tiempo. Desesperado, escribió al Ministerio francés rogando su repatriación, que se haría efectiva a comienzos del año próximo.

De vuelta a casa, tras ser hospitalizado en Paris en mejores condiciones que en las islas polinesias, y cobrar la herencia del tío Isidoro, mejora su situación física y económica. Alquila un apartamento en la capital francesa donde vive junto con Annah la javanesa. Además, Gauguin consigue que nada menos que medio centenar de obras suyas sean expuestas en una gran sala de la exposición de arte moderno de Copenhague. En resumen, nada podía hacer pensar que Gauguin, el viajero que había aguantado ni dos años en los exóticos mares del sur, volvería a pisar tierras polinesias.

Pero Gauguin volvió. Volvió dos años después, tras descubrir que había contraído la sífilis. Volvió tras fracturarse el tobillo en una reyerta con unos marineros de Bretaña. Volvió tras pintar en Paris una loa, una ensoñación a la cultura tahitiana, la obra maestra "Mahana no Atua (El día de los dioses)" (Chicago, Art Institute), en la que la diosa Hina es adorada por un grupo de mujeres que danzan rodeadas de aguas multicolores. Volvió, en definitiva, tras darse cuenta de que su lugar ya no estaba entre sus colegas de la vieja Europa. "¡Qué vida tan tonta, la forma de vida de los europeos!". El 3 de abril, Gauguin abandona Europa, a la que jamás volvería en vida.

"SOY UN DELINCUENTE." - DE NUEVO EN TAHITÍ
"Quiero acabar mi vida aquí, en la soledad de mi cabaña. Ah, sí. aquí soy un delincuente, ¿y qué? Miguel Ángel también lo era."

De vuelta a Tahití, Gauguin se siente liberado, libre de cualquier corsé artístico y social. En su progresiva separación de cualquier vestigio de la sociedad europea, abandona Papeete y se traslada a una cabaña en el interior del país, tal vez buscando ese valle ensoñado en el "Matamua".

Liberado de estos corsés sociales, Gauguin no duda a la hora de convertir a la mujer tahitiana en la nueva imagen de la Eva artística. El artista nunca ha ocultado su admiración por las jóvenes tahitianas, incluso por las demasiado jóvenes (su amante Pau'ura tiene apenas 14 años) y en intermedio francés presumía ante sus colegas de que todas las noches jóvenes nativas se metían en su cama " como poseídas por el demonio" sin que, por supuesto, él hiciera algo por ahuyentarlas (actitud que le proporcionó una hermosa sífilis) La figura femenina es la protagonista en obras célebres como "Te arii Vahine (La reina de la belleza)" (1896, Moscú, Museo Pushkin), " Muchachas con flores de mango (o dos tahitianas)" (1899, Nueva York, Metropolitan Museum)

Una obra paradigmática de este periodo es la famosa "Nevermore" ("Nunca más", 1897, Courtauld Institute, London) obra en la que el desnudo femenino vuelve a saltar al primer plano. Sin embargo, algo de la vieja Europa sigue estando presente en el cuadro: el título hace referencia al famoso poema de Edgar Allan Poe, que Gauguin había oído recitar en el Café Voltaire. No obstante, el cuervo, protagonista de la historia del poeta americano, y que debe imaginarse como siniestro y amenazante, queda en un segundo plano frente a la fuerza del desnudo femenino.

De dónde venimos, quiénes somos, a dónde vamos

¿DE DÓNDE VENIMOS? ¿QUIENES SOMOS? ¿A DONDE VAMOS?
El mismo Gauguin afirmó que tras pintar "¿De donde venimos? ¿ Quienes somos? ¿A dónde vamos?" (1897, Boston, Museum of Fine Arts) había intentado suicidarse. Sea esto cierto o no, lo cierto es que meses antes de pintar su obra maestra, las cosas se torcieron de tal manera que todo hacía presagiar un trágico final que sin embargo tardaría un lustro en llegar: su situación económica se vuelve prácticamente insostenible -lo cual no le impediría, sin embargo, rechazar una asignación del Ministerio francés por considerarlo una "limosna"- y la sífilis y el alcoholismo convierten su estado físico en una tortura. No obstante, el más duro golpe le llegó literalmente por correo: en la primavera de 1897, una carta le informaba de la muerte, con apenas 21 años, de su hija Aline. Esta muerte supuso no sólo la ruptura del artista con su esposa, a la que acusó irracionalmente de la pérdida de su hija, sino con la Fe que aún podía conservar. En una devastadora carta fechada ese mismo año, Gauguin afirma: "Mi hija ha muerto. Ya no quiero a Dios."

En este estado mental Gauguin emprende la titánica tarea de pintar su testamento artístico, la obra que reúne en si misma todas las demás obras del artista: "¿ Quienes somos? ¿De donde venimos? ¿A dónde vamos?" no es simplemente la obra más colosal que Gauguin pintó vida (139- 375 cm .) sino que desarrolla por completo la doctrina filosófica y pictórica del artista.

Con un formato llamativamente horizontal, el lienzo sigue una evolución cronológica inversa, comenzando en su extremo izquierdo con la desoladora figura de una momia que, en posición fetal, tapa sus oídos como intentando mantenerse ajena a toda la escena; mientras que en el extremo izquierdo, un bebé, símbolo de la inocencia y la vida, es cuidado por tres jóvenes tahitianas. En el centro, la figura del hombre que coge un fruto simboliza la tentación y caída del hombre. Estructurando el cuadro en un sentido cronológico inverso, Gauguin parece señalar lo primitivo, lo inocente, como único camino a seguir por el artista.

EL ÚLTIMO ACORDE - HUÍDA A LAS MARQUESAS
En septiembre de 1901, Gauguin abandonó Tahití con destino a las Islas Marquesas. El porqué de su huida aún no está del todo claro: mientras que los admiradores sugieren que el artista buscaba un nuevo escenario para sus inquietudes artísticas, no pocos historiadores señalan al hecho de que su evidente deterioro físico le había hecho perder encanto entre las tahitianas, forzándole a largos periodos de abstinencia. Sea cual sea el motivo, Gauguin se estableció en Hiva Da, principal isla del archipiélago de las Islas Marquesas, y establece su casa sobre terrenos de la Iglesia Católica. Antes de partir, pinta una bonita despedida a Tahití en su "Idilio en Tahití" (1901, Zurich, colección E. G. Buhrle)


La figura femenina sigue siendo una parte fundamental en su temática. En "Contes barbares (leyendas exóticas)" (1902, Essen, Museo Folkwang) Gauguin vuelve a loar la belleza polinesia representando a dos bellas muchachas sentadas, tras las que aparece la misteriosa figura del poeta Meyer de Hann, amigo parisino de Gauguin. No deja de resultar curioso, abierto a múltiples interpretaciones, que la figura del occidental se nos presente como un demonio de ojos felinos y afiladas garras.

No obstante, Gauguin comienza pronto a intuir su cercana muerte: su deterioro físico es ya imparable, y el artista siente, por primera vez en años, impulsos de regresar a Europa. Aun así saca fuerzas para pintar. Sus composiciones de estos últimos años están llenas de metáforas relacionadas con la muerte, como es evidente en su última obra maestra, las dos versiones de "Jinetes en la playa" (Essen, Museo Folkwang, y colección Niarchos) En esta especie de tributo a las pinturas de carreras de Degas, Gauguin ha representado a los jinetes en una playa aparentemente infinita. Toda la pintura está impregnada del melancólico sentimiento de una despedida, como prediciendo la muerte del propio artista pocos meses después: los jinetes se aproximan tranquilamente hacia la costa, donde una ola rompiente marca el límite entre la tierra y el mar -o entre la vida y la muerte- de donde dos misteriosos y coloridos espíritus han aparecido, quizás para acompañar a los vivos en su último viaje. La hermosa y colorida obra es el testamento pictórico de Gauguin y una elocuente oda a la vida polinesia.

El 8 de mayo de 1903, en medio de problemas físicos, económicos y judiciales, Gauguin murió. Cuenta la leyenda, la no siempre fiable y verídica leyenda, que los nativos, al enterarse de su muerte, gritaban: "¡Gauguin ha muerto! ¡Estamos perdidos!".


National Gallery of Art, Washington, D.C.
Paul Gauguin (artist)
French, 1848 - 1903
Self-Portrait, 1889
oil on wood
overall: 79.2 x 51.3 cm (31 3/16 x 20 3/16 in.)
Chester Dale Collection
1963.10.150 
Los autorretratos constituyeron un elemento importante de la producción de Gauguin, sobre todo entre 1888 y 1889. Éste interés fue motivado en parte por la serie de Van Gogh de retratos de 1888 como La Mousmé, que aquél sabía por las cartas de Van Gogh. Además, Van Gogh esperaba establecer una colonia de artistas en el sur, que podría ser análogo al círculo de Gauguin en Bretaña, y propuso un intercambio de autorretratos. Sólo por declaraciones de Gauguin sabemos sobre su autorretrato que pintó en respuesta a Van Gogh. Describió la manipulación de su imagen de acuerdo con un programa predeterminado simbólico, un programa un tanto similar al Autorretrato de 1889 y en referencia a la descripción de 1888 como "el rostro de un criminal ... con una nobleza interior y la dulzura", un rostro que es "símbolo del pintor impresionista contemporáneo" y "un retrato de todas las víctimas miserables de la sociedad."
El Autorretrato de 1889 fue pintado en una parte de la puerta de un armario del comedor de una posada en la aldea bretona Le Pouldu; es una de las pinturas más importantes y radicales de Gauguin. Su cabeza aureolada y la mano derecha sin cuerpo, una serpiente inserta entre los dedos, flotan en las zonas amorfas de color amarillo y rojo. A los elementos caricaturescos añade una inflexión irónica y ambivalente, agresiva y de afirmación de la superioridad artística pintada de Gauguin que hace de él el héroe sardónico de su sistema de nueva estética.
Paul Gauguin, francés, 1848 - 1903. Esta famosa imagen de Paul Gauguin como un occidental "salvaje", fue producto de su propia concepción sobre la realidad. Esa persona idealizada era, para él, la manifestación moderna del "hombre natural" construido por su ídolo, el filósofo y escritor Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). El rechazo de Gauguin del Occidente industrializado lo llevó a abrazar las artes y artesanías hechas a mano como los esfuerzos creativos equivalentes a otras formas de arte más convencionalmente aceptados. En su propio rol concebido como ideal artista-artesano, produjo un cuerpo original y una rica historia de trabajo en diversos medios, disolviendo las fronteras tradicionales entre arte elevado y la decoración.
El artista y su hermana mayor, Marie nació en París, en una clase social altamente culta e ilustrada de clase media-alta de Francia y Perú. Los primeros años de vida de Gauguin fueron marcados por el activismo político liberal de su familia y sus lazos de sangre que abarca el Viejo y el Nuevo Continente. Su padre, Clovis Gauguin, fue un periodista, su abuela materna, Flora Tristán (Flora Tristán y Moscoso), fue una criolla peruana y célebre militante socialista en Francia.
En 1849 los padres de Gauguin huyeron de Francia al Perú con sus dos hijos pequeños, por temor a las repercusiones de Luis Napoleón (más tarde emperador Napoleón III), que no había recibido el apoyo de Clovis como candidato presidencial de la república. Clovis Gauguin murió durante la travesía, el joven Paul pasaría su infancia en la Lima colonial, y su adolescencia en la ciudad natal de su padre de Orleans, Francia. Aunque su madre viuda tenía pocos medios más allá de un modesto salario como costurera en Orleans, el muchacho se vio envuelto en ambas ciudades por la prosperidad y la cultura, gracias a la familia y amigos.
A finales de 1860 Gauguin viajó por el mundo con la marina mercante como marinero militar de tercera clase. Comenzó a pintar y crear una colección de arte cuando se estableció en París como agente de bolsa en 1872. Habiendo heredado los fondos fiduciarios de sus abuelos y ganar buen dinero en su nueva carrera, vivió así hasta casarse con una mujer danesa de clase media, Mette, en 1873, con quien tuvo cinco hijos. Después de aprender a pintar utilizando modelos en su propio estudio con vecinas profesionales.
Intelectualmente inquieto e independiente, buscó y absorbió información de múltiples fuentes, sintetizándolas en su propia estética. En 1879, Gauguin se unió a los "Independientes" (impresionistas), gracias en parte a Camille Pissarro, otro trasplante Nuevo Mundo (del danés Saint-Thomas) que se convirtió en un mentor especial. Gauguin expone con regularidad con ellos, ganándose una modesta atención crítica, hasta que el grupo se disolvió en 1886.
Gauguin perdió su trabajo en el mundo de corretaje tras la crisis financiera de 1882. Se mudó con su familia a la ciudad de Rouen más asequible y se convirtió en representante de ventas de un fabricante de lienzos. Sin embargo, su enfoque en el activismo artístico y político se intensificó. Se realizaron misiones de la frontera española para promover la causa republicana española. Alarmada por el cambio dramático que su vida estaba tomando, Mette llevó a los niños a su Copenhague natal. Gauguin siguió, pero pronto declaró que la ciudad era inadecuada para su carrera y temperamento. Él se fue para perseguir una vida independiente, aunque se mantuvo en contacto permanente con su esposa e hijos, principalmente por correspondencia, para el resto de su vida.
Sobrevivió a trabajos esporádicos y a menudo sin dinero en efectivo, Gauguin empezó su existencia nómada para el resto de su vida en 1886, viajando entre París y varias regiones "exóticas". En el proceso se hizo conocido como un colorido y controvertido artista de vanguardia, sobre todo a través de trabajos enviados desde los sitios remotos para la venta y exposición en Europa. Gauguin hizo varios viajes incluidos algunos aciagos, se traslada a Panamá y Martinica.
En 1888, Gauguin empezó a pasar tiempo adicional en las provincias francesas. Primero fue a Pont-Aven, Bretaña, donde se familiarizó con el arte de Émile Bernard (1868-1941), que trabajó en un estilo de formas atrevidas y planas. Luego fue a Arles para unirse a Vincent van Gogh, que resultó ser un importante, aunque emocionalmente tumultuoso encuentro artístico para los dos hombres. A continuación, regresó a Bretaña, a la aldea de Le Pouldu.
El movimiento final de Gauguin a las Islas del Pacífico, con retornos esporádicos a París, se produjo en 1891 con su traslado a Tahití como jefe de una misión artística financiada por el gobierno francés. Encontró su sueño de un paraíso virgen terrenal severamente comprometido. Al igual que en Europa, vio la discordia y la cultura nativa superar los valores occidentales-incluyendo la necesidad de capital para vivir. Sin embargo produjo prolíficamente, en medio de disputas con las autoridades, escándalos y enlaces románticos.
Varias enfermedades dejan a Gauguin cada vez más inmovilizado durante sus últimos años. Murió en 1903 y fue enterrado en Atuona (Islas Marquesas). Nota: traducción libre del inglés de Federico Zertuche.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

De Ana Pellicer

Gracias Federico por tu interesante e importante información. Saludos,
Ana

Anónimo dijo...

De Irma de la Fuente
Querido Federico:
Primero que todo, te felicito que vuelvas a tu blog, lo extrañaba. Muy buena tu idea de poner tus comentarios, los de Muñoz Molina sobre la fabulosa exposición en el Thyssen y la atinada crítica del autorretrato. En efecto, su obra dejó un profundo impacto en el mundo del arte y lo podemos ver perfectamente en diversos pintores y corrientes. Sabía pero no había profundizado en el hecho de que los pintores de este tiempo carecían de los grandes mecenas como en los siglos anteriores, esta profesión se volvió mucho más difícil. Doblemente loable que siguieran crean con tantas penurias. Un abrazo,
Irma