martes, 18 de diciembre de 2012

Dos leyendas medievales


La Danza macabra y la Parábola de los tres muertos y de los tres vivos.
Por: Federico Zertuche


Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
Cuán presto se va el placer,
cómo después de acordado
da dolor;
cómo a nuestro parescer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
Y pues vamos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vió,
porque todo ha de pasar
por tal manera.
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos;
allegados son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

Primera página de las Coplas de Manrique
Jorge Manrique (¿1440?-1479)
Coplas a la muerte de su padre (Primera estrofa).


Cuando hablamos de la Edad Media nos referimos a un larguísimo período histórico europeo, a la etapa más dilatada que por convenciones clasificatorias, a fin de ordenar el tiempo, los historiadores han acordado establecer desde el siglo V al XV, aproximadamente, ¡mil años!, por eso se ha dividido en Alta y Baja e incluso Plena Edad Media. Marcan su inicio el año 476, con la caída del Imperio Romano, e indistintamente 1492 (descubrimiento de América) o 1453 (la caída del Imperio Bizantino), como su fin.

En alguna película de Woody Allen, no recuerdo cuál, sale éste a cuadro, vestido a la usanza, anunciando al público: “Señores, a partir de hoy comienza la Edad Media”. En todo caso, así ha quedó registrada, desde finales del siglo XVII cuando el historiador Cristóbal Cellarius la designó como Historia Medii Aevi, un tiempo intermedio, sin valor alguno, entre el fin de la Antigüedad clásica greco-latina, y la Edad Moderna que inicia con el Renacimiento.

El esquema de Cellarius se popularizó hasta bien entrado el siglo XX, propalándose un preconcepto erróneo, que consideraba la Edad Media como un período oscuro, sumido en el retroceso intelectual y cultural, dominado por la superstición, la ignorancia, el aislamiento, el miedo milenarista, el dominio de una teocracia retrógrada y por unos barones feudales despóticos, abusivos, groseros y violentos, todo lo cual trajo consigo un estado de inseguridad endémica, violencia y la brutalidad de guerras e invasiones constantes y epidemias devastadoras.

Catedral de Colonia
Afortunadamente, dichos prejuicios estereotipados y repetidos durante largos años como verdades consabidas, ya han sido suficientemente contestados y superados por una pléyade de historiadores de todo tipo: historia política, económica, social, del arte y la arquitectura, especialistas como los medievalistas, y tantos otros estudiosos que han reivindicado ese largo período en todos los sentidos. No es momento para entrar a considerar las grandes aportaciones de esta etapa sin las cuales no hubiera sido posible la modernidad ni el Renacimiento, en este largo periodo ocurrieron todo tipo de hechos y procesos muy diferentes entre sí, diferenciados temporal y geográficamente, respondiendo tanto a influencias mutuas con otras civilizaciones y espacios como a dinámicas internas. Muchos de ellos tuvieron una gran proyección hacia el futuro, entre otros los que sentaron las bases del desarrollo de la posterior expansión europea, y el desarrollo de los agentes sociales de una sociedad estamental de base predominantemente rural pero que presenció el nacimiento de una incipiente vida urbana y una burguesía concentradas en ciudades mercantiles, artesanales con sus gremios, así como bancarias financieras, los burgos que con el tiempo evolucionarían hacia el capitalismo burgués.

Iglesia románica de San Martín de Fromista
En arte y cultura, destacan la expansión de los estilos arquitectónicos románico y gótico que se proyectaron a la pintura y escultura; en música, se inventó la polifonía y el canto gregoriano; se crearon las primeras universidades, el nacimiento de la filosofía escolástica, la formación de instituciones políticas como la monarquía feudal que prefigura al estado moderno; el surgimiento de ciudades-estado como Venecia, Génova, Barcelona, Marsella, Hamburgo, donde florecieron la banca y el comercio, la incipiente burguesía, los gremios y las factorías artesanales. Ocurrieron acontecimientos tan notables como Las Cruzadas, y tantos otros sucesos.

Aunque a los occidentales del siglo XXI, el hombre medieval nos pueda parecer muy alejado de nuestra experiencia, sensibilidad y características, digamos alguien del siglo XI, por ejemplo, Godofredo de Bouillon, el héroe de Las Cruzadas, no obstante podemos entenderlo mejor que a un tibetano de la actualidad, o que a un indígena amazónico, un aborigen de una aldea de las selvas de Borneo, o a un somalí contemporáneos; sin duda tenemos más afinidades con el cruzado que con éstos, no obstante la brecha de diez siglos, justo porque de ahí provenimos: del mismo tronco espiritual y cultural.

Pieter Bruegel, El carro de la muerte.
Dice la medievalista Zoé Oldenbourg, en su estupendo libro Las Cruzadas, que “Debemos recordar ante todo, como punto esencial, un hecho simple y evidente: que en aquella época el hombre era aún la ‘medida de todas las cosas’, ya que la máquina no existía sino en estadio más rudimentario. La gran fuerza motriz era el caballo o más generalmente el animal de carga. Todo, desde la fortaleza gigantesca hasta los tejidos más finos, eran creación viva de la mano del hombre; y hasta los libros se copiaban a mano y eran cada uno obra de un obrero hábil y paciente. El hombre estaba mucho más cerca de la materia de lo que podamos estarlo hoy. La materia prima y la herramienta tenían una presencia y un valor que nos resulta difícil entender a nosotros. Este contacto directo con la materia, cuyas leyes sólo conocía de manera muy empírica, volvía al hombre más supersticioso de lo que hoy es; pero al mismo tiempo más hábil y más emprendedor.”

La vida era muy dura comparada con la nuestra, salvo algunas ciudades o burgos, la mayoría de los habitantes se dedicaban a la agricultura y ganadería, y en menor medida a la cacería y recolección de frutos silvestres. “Los campos, labrados con arado y sin abonos, dejados en barbecho cada dos o tres años alternativamente, producían menos de la mitad de lo que hoy y no rendían lo suficiente para alimentar a la población; el campesino, casi siempre siervo, tenía que dejar la mitad de la cosecha para su amo. Las industrias locales, aunque numerosas, no pasaban del nivel de la gran artesanía: los productos de primera necesidad se hacían en cada sitio, los campesinos tejían la lana y el lino, y en las ciudades había talleres de tejido al igual que herrerías, caldererías, alfarerías, etc.”

“La cama era un lujo –continúa Oldenbourg- , y hasta gentes de dinero, incluso nobles, dormían a menudo sobre la paja o en el suelo; rara vez tenían vajilla, y en un mismo cuenco de madera solían comer varias personas que utilizaban como plato rebanadas de pan seco. Unas tablas dispuestas sobre caballetes hacían de mesa en el momento de servir las comidas.”

“No había alcantarillado ni sistema alguno de conducción de aguas; las calles de las ciudades y de las aldeas parecían cenagales sobre todo en época de lluvias. Dado el gran número de animales de carga, el estiércol sobreabundaba, incluso en la ciudad; hasta en las casas de los señores reinaba un olor de pocilga, y en las grandes comidas, los perros y los mendigos se disputaban bajo la mesa los trozos de carne y los huesos que los comensales cedían. (…) El agua que había que buscar al pozo o a la fuente, el fuego que había que encender y alimentar, el alumbrado que proporcionaban unas velas caras y escasas o unas antorchas resinosas que despedían tanto humo cuanta luz eran cosas muy estimadas.”

Vitrales con el tema "Memento mori".
Y Oldenbourg nos relata que: “Como la escritura era un lujo, la memoria la sustituía, y el hombre no poseía otro caudal de conocimientos que el que en ella lograba almacenar, lo que no quiere decir que este caudal hubiera de ser forzosamente reducido. El hombre del vulgo sabía orientarse con las estrellas y los movimientos del Sol, poseía una vista ágil y una mano diestra, conocía bien las plantas y en su mente llevaba grabado un calendario preciso, en el que fiesta por fiesta y santo por santo, las estaciones se sucedían y donde estaba prevista la meteorología de cada uno de los días. Se basaba, para sus conocimientos teóricos, en el testimonio de la gente anciana, en los relatos de los viajeros y de los narradores profesionales y en los sermones del clérigo de la parroquia. Y para sus conocimientos prácticos, en la experiencia adquirida de largos años.”

La cultura popular se centraba sobre todo en lo religioso. Ritual cristiano, ritos paganos cristianizados, tradiciones, concepciones del universo, todo se refería a la religión cristiana. El hombre era ante todo, miembro de una sociedad de fieles, y se veía a sí mismo como ser religioso. El hombre dependía por entero de Dios; el Dios que según su albedrío mandaba lluvia o sequía, paz o guerra, epidemias, incendios y toda clase de males individuales y colectivos, era el dueño del destino de los hombres después de su muerte, soberano al que no se ofendía impunemente.


En tales concepciones espirituales, se manifiesta la leyenda religiosa. “Ya sea de origen oriental como la mayoría de los relatos de la Leyenda áurea, o las ideadas en el terruño sin salir de la provincia o tan siquiera de la aldea, obedece en sus situaciones a las mismas leyes que se encuentran en todas las leyendas de todos los folklores de la Tierra: el dragón o el monstruo, el héroe redentor, la mártir inocente y vengada, la búsqueda místico-simbólica del objeto sagrado, el milagro fácil y, como tema más cristiano, la eterna lucha contra el diablo, consistente sobre todo en el triunfo sobre las tentaciones carnales. (…) Las leyendas, que se narraban en el curso de veladas o de largos viajes, saciaban la imaginación de auditores que a su vez se convertían en narradores.” La vida seguía ostentando en más de un respecto el color de la leyenda, en casi toda historia resaltaba un tono legendario.


Holbein, Danza Macabra, grabado sobre madera.
La danza macabra.

En su fascinante y  portentosa obra El otoño de la Edad Media, Johan Huizinga, dedica el capítulo 11 a La imagen de la muerte, que inicia así: “No hay época que haya impreso a todo el mundo la imagen de la muerte con tan continuada insistencia como el siglo XV. Sin cesar resuena por la vida la voz del Memento mori (Recuerda que vas a morir). En su Guía para uso de los nobles, exhorta así Dionisio Cartujano: ‘Y cuando se eche en la cama considere que, así como se echa en la cama, muy pronto echarán los otros su cuerpo en la tumba’. También la fe había inculcado pronto y gravemente la idea continua de la muerte; pero los tratados de piedad de la primera Edad Media sólo llegaban a manos de aquellos que ya por su parte se habían apartado del mundo. Sólo desde que se desarrolló la predicación para el pueblo, con el auge de las Órdenes mendicantes, redoblaron las exhortaciones hasta convertirse en un coro amenazador que resonaba por el mundo con la vivacidad de una fuga. Hacia el final de la Edad Media vino a sumarse a la palabra del predicador un nuevo género de representación plástica, que encontraba acceso a todos los círculos de la sociedad, especialmente bajo la forma del grabado en madera.”

Y sigue relatando Huizinga: “Estos dos medios de expresión, poderosos, pero macizos y poco flexibles, la predicación y le grabado, podían expresar la idea de la muerte de una forma muy viva, pero también muy simple y directa, tosca y estridente. Cuanto había meditado sobre la muerte el monje de las épocas anteriores se condensó entonces en una imagen extremadamente primitiva, popular y lapidaria de la muerte, y en esta forma fue expuesta la idea verbal y plásticamente a la multitud. Esta imagen de la muerte sólo ha podido recoger verdaderamente un elemento del gran complejo de ideas que se mueve en torno a la muerte: el elemento de la caducidad de la vida. Es como si el espíritu medieval en su última época no hubiese sabido contemplar la muerte desde otro punto de vista que el de la caducidad exclusivamente.”

“Tres temas, concluye Huizinga, suministraban la melodía de las lamentaciones que no se dejaba de entonar sobre el término de todas las glorias terrenales. Primero, este motivo: ¿dónde han venido a parar todos aquellos que antes llenaban el mundo con su gloria? Luego, el motivo de la pavorosa consideración de la corrupción de cuanto había sido un día belleza humana. Finalmente, el motivo de la danza de la muerte, la muerte arrebatando a los hombres de toda edad y condición.”

La figura misma de la muerte era conocida hacía siglos en más de una forma dentro de su representación plástica y literaria: como caballero apocalíptico galopando sobre un montón de hombres yacentes en el suelo, como un esqueleto con una guadaña o con una flecha y un arco, marchando en un carro tirado por bueyes, y finalmente, cabalgando sobre un buey o una vaca.

Huizinga nos dice que “En el siglo XIV aparece el notable término de macrabre, o como se decía primitivamente: Macabré. Je fis de Macabré la dance,  dice en 1376 el poeta Jean Le Fèvre. Es un nombre propio, cualquiera que sea la muy discutida etimología de la palabra. Sólo mucho más tarde se ha abstraído de La Danse macabre el objetivo, que ha llegado a tener para nosotros un matiz significativo tan preciso y peculiar, que podemos designar con el término macabro la visión entera de la muerte que tenía la última Edad Media.

“Hacia el final de la Edad Media –sigue Huizinga- ha sido esta interpretación un gran pensamiento cultural. Con ella entra en la representación de la muerte un nuevo elemento de fantasía patética, un estremecimiento de horror, que surgía de esa angustiosa esfera de la conciencia en que vive el miedo a los espectros y se producen los escalofríos de terror. La idea religiosa, que lo dominaba todo, lo tradujo en seguida en moral, lo convirtió en un memento mori, haciendo, sin embargo, uso gustoso de toda la sugestión terrorífica que traía consigo el carácter espectral de aquella representación.”

La parábola de los tres muertos y de los tres vivos.

Esta leyenda es muy anterior a la Danza de la muerte. Ya en el siglo XIII aparece en la literatura francesa. La trama es relativamente sencilla: Tres jóvenes nobles encuentran inesperadamente a tres muertos, que provocan repulsión, los cuales les hablan de su propia grandeza terrena anterior y del cercano fin que les espera a ellos, los vivos. Hay desde luego muchas variantes, que luego vamos a ver, pero en todo caso la representación de los tres muertos y de los tres vivos constituye el miembro de enlace entre la repulsiva imagen de la corrupción y la idea plástica de la danza de la muerte: que ante ésta, todos son iguales. Memento mori: recuerda que vas a morir.

Por su notable valor académico, histórico e iconográfico, reproduzco en seguida un texto que M. Moleiro Editor preparó para explicar esta leyenda que incluye en su magnífica edición facsimilar “casi original” del Libro de Horas de Juana I de Castilla:

La leyenda del encuentro de los tres vivos y de los tres muertos

M. Molerio Editor


A la entrada de un cementerio a las afueras de una ciudad, tres muertos, con aspecto de esqueletos semienvueltos en sudarios y armados con lanzas, atacan a un grupo de cetreros que huyen aterrados. Se trata de una mujer con un ave de caza en su mano derecha –el gesto de la mujer, sin embargo, es absolutamente impasible– y dos hombres, uno de ellos sujetándose el sombrero a causa de la celeridad en la huida; junto a los pies de los caballos, también huyen los perros de caza. En el fondo, sirvientes de los señores, uno de ellos con la pértiga para llevar el ave de presa; y, a la derecha, una ciudad de la que se destaca su torre. La composición de la miniatura es idéntica a la que aparece en el Libro de horas de Berlín de María de Borgoña (f. 220v.), sólo que en las cinchas del caballo de esta última pintura aparece repetida la letra m, aludiendo a la comitente –de ahí, sin duda, la impasibilidad del rostro–. Esto puede indicar que, ambos manuscritos, esto es, el de Berlín y el de la British Library, fueron ejecutados para una mujer, ya que es inusual mostrar a uno de los tres vivos con apariencia femenina, como demuestra, por ejemplo, la posterior orla historiada de las Horas de los Espínola (f. 184v.). En el caso del Libro de horas de Juana I de Castilla, podría haber sido encargado por alguien único que guardaba la memoria de la antigua duquesa de Borgoña, como su hija Margarita de Austria (como J. Backhouse y M. Smeyers sugirieron), heredera del manuscrito de Berlín. Más verosímilmente, otra posible propietaria pudo ser Juana I de Castilla, que casó con el hijo de María, Felipe de Borgoña. Es posible, también, que, dadas las características materiales y formales del manuscrito, se tratara, de forma similar al Libro de horas de Jaime IV de Escocia, de un regalo con motivo del matrimonio de la infanta de Castilla con el duque de Borgoña.

Como se verá, la pintura del Libro de horas de Juana I de Castilla emplea elementos tomados de la iconografía italiana: en primer lugar, se recrea el entorno en que se desarrolla la escena, un lugar campestre que, como el bosque o todo aquello alejado del ámbito urbano, es el lugar donde el elemento maravilloso puede manifestarse. Asimismo, al igual que en Italia, los tres vivos son cazadores; además, los cadáveres muestran una actitud agresiva hacia los vivos. La escena se enriquece, siguiendo siempre este esquema italiano, con la aparición de perros de caza y servidores –aunque vistos en la lejanía y aún ajenos a los acontecimientos– que acompañan al grupo en la cacería. Otro efecto dramático lo constituye el halcón con las alas abiertas, presto a alzar el vuelo. Sin embargo, hay ciertos aspectos que se apartan de la iconografía italiana de este tema: la ausencia del eremita en esta pintura o el distinto estado de corrupción de cada uno de los cadáveres.

Este tema, que surge en el siglo xiii casi simultáneamente en Francia, Inglaterra e Italia, tendrá un amplio desarrollo durante la Baja Edad Media por todo el occidente europeo. Se ha fijado dos grupos básicos, aunque deben situarse también las imágenes mixtas que incluyen elementos de uno y de otro: en primer lugar, el considerado genéricamente francés, definido como Encuentro-Diálogo; en segundo, el italiano o Encuentro-Meditación. Las formulaciones literarias coinciden con las variaciones que se encuentran en la vertiente figurativa del encuentro. No obstante, mientras los poemas que darán lugar a la iconografía de tipo francés son anteriores a ella, en la versión italiana ocurre todo lo contrario: la imagen es muy anterior al primer texto conservado, representada por las pinturas de Atri, posiblemente, de finales del siglo XIII.




Los elementos que distinguen ambas modalidades son tanto compositivos como ideológicos. Para los ejemplos franceses más antiguos, la representación de este asunto literario se limita a alinear tres cadáveres de pie frente a tres señores. La alta condición de éstos queda reflejada por la presencia de un halcón en la mano de uno de ellos, un tópico medieval que, como se ha visto, indica nobleza. También pueden ceñir coronas. Sin embargo, en Italia el tema se enriquece pronto con la presencia de un eremita, elemento al que seguirá después una descripción del ambiente en que tiene lugar la escena, generalmente, el bosque, como lugar donde surge el elemento maravilloso. Será también en Italia donde los tres vivos se transformen en cazadores cabalgando. Igualmente, se producirá un cambio por lo que respecta a la actitud de los cadáveres, dejando de ser los muertos-vivos de pie y en actitud dialogante, para pasar a los que, ya sea levantándose de sus tumbas o yaciendo en ellas, asumirán una actitud abiertamente hostil hacia los vivos. Es habitual que cada uno de ellos manifieste un grado distinto de putrefacción en su cuerpo. Otros elementos enriquecen la escena: la ermita en donde vive el anacoreta, los perros y servidores que acompañan al grupo en la cacería y el halcón que, si al principio aparece en el puño de uno de los nobles, al dramatizarse el encuentro se muestra volando. En el grupo francés se representa a vivos y muertos en lo que se define como Encuentro-Diálogo: ambos grupos conversan, coincidiendo con la versión literaria que está en su origen; quizá por ello, en los primeros ejemplos conservados, los vivos no muestran temor ante la irrupción de los cadáveres. Por el contrario, en la modalidad italiana no se contempla el diálogo directo entre los dos grupos. Existe un intermediario, el eremita, que se dirige a los vivos mostrándoles el horrible espectáculo para moverles a reflexión. Posiblemente, el éxito y aceptación que tuvo en una amplia área geográfica hizo que otros temas independientes en origen se unieran al encuentro. Aunque los ejemplos franceses más antiguos se encuentran sujetos a un modelo estricto, los italianos surgen mucho más abiertos y propensos a asimilar novedades. Las distintas redacciones de los textos se presentan, frecuentemente, en forma de poemas dialogados. En ellos, los muertos interpelan a los vivos, asumen un papel marcadamente activo en el desarrollo dramático y todo gira en torno al pecado de orgullo de tres jóvenes de elevada condición a quienes Dios desea demostrar lo vano de su vida, enfrentándolos a la visión de tres cadáveres. Los vivos tienen, en los muertos, un espejo en que mirarse. Estos últimos, poderosos antaño, pagan ahora con las penas del infierno su orgullo en la tierra. Su aparición súbita constituye así una clara advertencia.




Las primeras imágenes que surgen en Francia aparecen en la pintura de códices, subordinadas a la forma literaria. Sin embargo, con el tiempo acabarán independizándose, y dentro del variado repertorio de los ilustradores, constituirán un recurso frecuente para la decoración del oficio de difuntos de los libros de horas. En Italia, por el contrario, algunos de los ejemplos más antiguos aparecen ya en decoraciones murales e integrados desde el primer momento en ámbitos de carácter marcadamente funerario: cementerios, capillas e incluso arcosolios fueron el marco donde se desarrolló y enriqueció el tema, siendo patente su éxito en toda la Península, desde la zona septentrional al Piamonte y Lombardía durante los siglos XIV y XV. En Francia, esto no se producirá hasta mediados del siglo XIV, generalizándose de forma absoluta durante el XV la presencia del encuentro en amplios ciclos narrativos que decoran numerosas capillas funerarias. Algo similar sucede en Inglaterra. En ambas zonas, el tema se halla frecuentemente integrado en ambiciosos programas donde figuran escenas alusivas a la Redención, como la infancia de Jesús, junto a otras, como sería el caso del Libro de horas de Juana I de Castilla, como el juicio final o la danza de la muerte, que enfatizan el carácter escatológico y simbólico del conjunto, al igual que el encuentro. La Redención pasa tanto por el ejercicio de la justicia divina como por la negación de la vanidad de las pompas terrenales, materializada en el encuentro y en la danza de la muerte, que igualan al ser humano ante su fin último. En Inglaterra, no es infrecuente hallarlo también en conjuntos pictóricos donde figura san Cristóbal. (Texto tomado de M. Moleiro Editor). 



Referencias bibliográficas
Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, Alianza Universidad, Madrid 1984.
Zoé Oldenbourg, Las Cruzadas, Ediciones Destino, Barcelona 1974.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

De: Susana Ávila Castelazo

Fede, te felicito por volver a escribir tu maravilloso blog. Me encanta seguir cultivándome contigo. Un beso,

Susana

Anónimo dijo...

De: Mishy Lesser, desde Boston.

Querido Federico:
Veo por tu hermoso blog que te mantienes muy ocupado escribiendo. Me parece muy lindo.

Mishy