domingo, 26 de septiembre de 2010

A propósito de Bicentenario y Centenario

Siglo de caudillos de Enrique Krauze -Una lectura historiográfica-
Por: Federico Zertuche


La historia, además de relato, implica conocimiento –erudición– que a partir del presente dirige su búsqueda hacia el pasado en buena medida para explicar el propio presente. Del pasado mismo, gracias a la historia e historiografía, el historiador profesional construirá una nueva ideación, otra interpretación, que nutrirá a la historia en general. Debido a la pluralidad de voces, la de cada historiador, la historia se recrea continuamente.

"La necesidad por parte del historiador de mezclar relato y explicación hicieron de la historia un género literario, un arte al mismo tiempo que una ciencia", nos dice Jacques Le Goff.(1) Por su parte, Marc Bloch ha propuesto que la historia es "ciencia de los hombres en el tiempo".

Ahora bien, el relato histórico, a diferencia del literario, se centra en hechos reales ocurridos, producidos por los hombres en sociedad, no en fábulas, leyendas o mitos; al contrario de la novela o la poesía su objeto no pertenece al mundo de lo imaginario, aunque la imaginación sea útil en la reconstrucción histórica, sino que su quehacer debe estar determinado por metodología y técnicas de carácter científico, aspirar a la verdad y fijar un horizonte de objetividad.

La historia ni es novela, como ha quedado dicho, ni es ciencia en sentido estricto, pues no formula ni establece leyes científicas. Tiene su propia especificidad, cuya materia fundamental es el tiempo y su objeto "el estudio del hombre (en el tiempo) en tanto integrado a un grupo social". (2) Participan en la historia una multiplicidad de disciplinas, otras ciencias y el arte mismo, pero no es género ni parte de ellas, posee plena autonomía ampliamente reconocida.

Por otra parte, a diferencia de la historia escrita por profesionales, la memoria colectiva –de carácter oral y popular– está fuertemente influenciada por el pensamiento mítico, por creencias más que por el saber racional, por ello es susceptible de deformar el pasado y tener una marcada tendencia hacia lo anacrónico. La historia, pues, debe esclarecer la memoria y ayudarla a rectificar errores.


No obstante, los historiadores mismos no son inmunes a influencias o prejuicios que contaminen su quehacer y por tanto distorsionen la verdad de los hechos relatados e interpretados: "El historiador no tiene derecho a perseguir una demostración a despecho de los testimonios, a defender una causa, sea cual fuere." (3)

Cualquier determinismo o historicismo, ya sea de carácter providencial o el marxismo vulgar que habla de "leyes" históricas que rigen el devenir, ya la idea lineal del progreso, o los fines ineluctables que propone la pseudo ciencia del materialismo histórico, estarán irremediablemente condenados a la falsedad y al alejamiento de la verdad histórica. No hay, pues, ningún sentido oculto en la historia, y como señala Karl Popper: "... aquellos historiadores y filósofos que creen haber descubierto algo semejante se están engañando a sí mismos (y a los demás)". (4)

Por otro lado, hay interpretaciones históricas influenciadas por elementos de carácter ideológico o partidista; historiadores en los que pesa más la defensa o justificación de una causa y que por ello pervierten los objetivos y fundamentos de la ciencia histórica, convirtiendo su relato en panfleto político.

Si a eso se añade la tendencia generalizada de gobiernos y élites de poder para acomodar la historia según sus inclinaciones ideológicas y conforme a sus intereses políticos, produciendo de esta forma la "historia oficial" o la sectaria –como la que se imparte en escuelas, se propaga en discursos y documentos oficiales y se vulgariza a través de los medios de comunicación–, el panorama para la historia se complica aún más.

Por ello es reconfortante, estimulante y esperanzadora la formación de historiadores profesionales que asuman su papel como tales y reescriban la historia sobre bases y fundamentos científicos con un horizonte de objetividad e imparcialidad; con la búsqueda de la verdad por encima de cualquier otra consideración y la aportación del juicio crítico a fin de aventurar nuevas lecturas del pasado.


Tal es el caso de Enrique Krauze, quien en nuestro país –presa de una historia oficial maniquea, terriblemente deformada y manipulada, y con una memoria colectiva irracional, mágica y mítica— ha emprendido una labor colosal para recuperar la historia en la tradición que se ha señalado. Al hacerlo, desmitifica, desenmascara, devela el rostro real y lo expone a inéditas interpretaciones; abre nuevas vías al conocimiento del pasado y, por ende, a la configuración de una identidad nacional más verídica. Posibilita el ensanchamiento y enriquecimiento de nuestra conciencia histórica.

Si el conocimiento del pasado ayuda a aclarar el presente, muy confuso se puede tornar éste si poseemos una memoria colectiva y una historia distorsionadas. En la medida en que un pueblo o una nación se reconcilie con su historia real, incluidas luces y sombras, vencedores y vencidos, derrotas y triunfos, con sus tirios y troyanos, con todo lo que ha sido, lo que no fue o no pudo ser, podrá no sólo entender con mayor claridad su presente sino proyectar el porvenir con responsabilidad y conciencia históricas. He aquí otro de los trasfondos de la obra de Krauze.

Mención aparte merece el ya dilatado y fino oficio que Krauze ejerce como historiador: a su profesionalismo en la búsqueda, recopilación, selección y manejo de fuentes, se añade su peculiar e inteligente interpretación de ellas que le lleva a proponer nuevas formulaciones e ideaciones de la historia, recreando de esta manera nuestra conciencia histórica. "Ningún documento es inocente, debe ser juzgado." (5) Todo documento es monumento, pues hay en ellos una intencionalidad, más allá del texto mismo, para proyectarse a futuro.

A ello se suma el estilo que podemos llamar krauzeano. En efecto, son peculiares relato y explicación, la estructura de sus textos, una prosa limpia y clara, despojada de todo artilugio o carga innecesaria de barroquismos, tan socorridos por nuestros historiadores, lo que propicia en el lector una lectura moderna, ágil, placentera y a la vez concentrada; despierta interés en lo que toca o propone, estimulado por incesantes y atractivas ideas o por hechos insospechados o sorprendentes narrados ya con humor, ya inteligentemente, con erudición e imaginación creativa.

Por ejemplo, el autor abre el primer capítulo de Siglo de caudillos utilizando un recurso literario atractivo e imaginativo: apelando a la imaginación del lector, nos sitúa en plena celebración del centenario de la Independencia y nos conduce al Paseo de la Reforma y a otras avenidas de la capital para que, a través de la contemplación de estatuas y monumentos erigidos por don Porfirio, nos percatemos de lo que la historia oficial de entonces quería que vieran los mexicanos: una visión edificante e inducida de la historia. La historia como monumento, en el que el régimen se contemplaba a sí mismo, con la excepción del propio dictador que carecía de estatuas ya que, como señala Krauze con agudeza, don Porfirio no las necesitaba: él era una estatua viviente.


Pero hay algo más en esa contemplación: las exclusiones. Para unos, la gloria eterna y su sitio en el santoral de la Patria que confiere el pedestal. Para los otros, el olvido y la condena eterna y terrena en el lugar más inhóspito del panteón nacional: el reservado a traidores, reaccionarios, conservadores que no merecen ni siquiera el nombre de una calle. Y en el limbo, trescientos años de colonia española, el virreinato de la Nueva España.

Adicionalmente, Krauze juega con el tiempo, ya que trastoca la cronología habitual —de carácter lineal— e inicia su relato en el porfiriato, última etapa de narración histórica en el recorrido que se ha indicado a partir de un flashback de los héroes petrificados o de bronce en los pedestales que hemos visto, para trazar luego
sus biografías.

Aunque Krauze ha insistido en llamar biografías a su trilogía —y sin duda lo son, pues dicho género de la historia trasciende su ámbito natural (la vida de los personajes) para adentrarse en la vida social y política de la época, sus circunstancias y contexto ideológico, religioso y cultural, que el autor reconstruye admirablemente— aporta también un lectura crítica que endereza en cada uno de los libros; en este sentido son historia propiamente dicha.

Un capítulo digno de destacar de Siglo de caudillos, por la belleza y penetración en su trato, es el dedicado a los dos grandes intelectuales, historiadores, ideólogos y hombres de acción del siglo XIX que fueron don Lucas Alamán y don José María Luis Mora.

A la manera de Plutarco con sus Vidas paralelas, Krauze establece un paralelismo entre esos dos grandes hombres trazando una biografía intelectual y espiritual entrelazada en la que identifica puntos de con-tacto y de rechazo, diferencias y afinidades, encuentros y desencuentros, narrada con conmovedora elegancia y ponderado análisis crítico.

El drama de Mora y Alamán, quienes en sus ideas, acciones y escritos buscaron afanosamente el engrandecimiento de México, pero que su época no sólo les negó, sino que los hizo ser testigos de grandes desastres, calamidades, mutilaciones y humillaciones nacionales "...contemplando a una nación que ha llegado de la infancia a la decrepitud", escribiría Alamán. "Acabado de nacer, México estrenaba decadencia", calibra Krauze a la época.

Adicionalmente, jamás imaginaron, y por fortuna no vivieron para ello, verse convertidos en los ideólogos e intelectuales de las dos facciones que a la postre se convirtieran en los "partidos históricos" (liberales y conservadores) que librarían la feroz y fratricida guerra civil que devastara al país.

La muerte de Alamán, a la sazón ministro de Santa Anna, precipita la caída final del caudillo criollo que dominara México durante largos años; poco después, Mora muere en el exilio y termina el predominio de los criollos para dar paso a los nuevos caudillos: los mestizos, que llegaron para quedarse en el poder.

En otro cuadro biográfico, Krauze dibuja a un "padre de la Patria" un tanto alejado de la venerada imagen iconográfica que, invariablemente, representa a don Miguel Hidalgo y Costilla como a un anciano de blanca cabellera, rostro y gesto apacible y bonachón que refleja serenidad y sabiduría. Para sorpresa de quienes han abrevado nuestra historia en los libros de texto gratuito o en historias fuertemente ideologizadas o sencillamente simplonas, encontrarán a un padre arengando a la muchedumbre enardecida al saqueo y al incendio, al odio racial y al asesinato a mansalva de españoles, amén de otras tropelías y despropósitos cometidos por el cura Hidalgo.

La parodia de Santa Anna es la representación y encarnación de la sociedad de su época particularmente de los criollos. Juárez es bajado del pedestal y su figura pétrea o broncínea se transforma en lo que fue: carne y hueso, grandezas y debilidades. A Porfirio Díaz lo saca del infierno para situarlo en la tierra, en su tierra, en su México. Melchor Ocampo, el hijo de nadie, recobra su paternidad en la nación mestiza que despunta y prefigura al México de hoy. El segundo imperio, sueño de un romanticismo malogrado desde su concepción, Iturbide presa de pánico ante el poder, y así el lector recorre la galería del XIX integrada por diversos y multicolores lienzos en los que ha quedado plasmada una nueva y audaz pintura que lleva una firma vigorosa: la de Enrique Krauze.

Libro reseñado:
Enrique Krauze, Siglo de caudillos —Biografia política de México (1810-1910)—, Tusquets Editores, México, 1994.

Notas
(1) Jacques Le Goff, Pensar la historia -Modernidad, presente y progreso—, Ediciones Paidós, Barcelona, 1991.
(2) Ibídem.
(3) Ibídem.
(4) Karl Popper, En busca de un mundo mejor, Paidós Estado y Sociedad, Barcelona, 1995.
(5) Jacques Le Goff, Opus cit.


Imagen: Fotografía de don Porfirio Díaz en traje habitual.

viernes, 17 de septiembre de 2010

E. M. Cioran

Pensamiento reaccionario y revolucionario
-Revisión crítica y una alternativa-
Por: Federico Zertuche


Para Enrique Krauze


En su breve y lúcida obra Ensayo sobre el pensamiento reaccionario —A

propósito de Joseph de Maistre—(1), el rumano E. M. Cioran, célebre por sus aforismos y paradojas así como por su punzante y revelador cinismo filosófico, emprende una disección minuciosa de la obra y vida del pensador reaccionario del siglo XVIII —famoso por su ardiente censura y condena de la Revolución francesa y de sus apologistas— con el fin de desentrañar y mostrar la estructura, origen y resortes íntimos que articulan y mueven al pensamiento reaccionario en general.
 
Valga como sugerente aperitivo el párrafo con que Cioran abre su obra: “Entre los pensadores que, como Nietzsche o San Pablo, poseyeron la pasión y el genio de la provocación, Joseph de Maistre ocupa un lugar importante. Elevando el menor problema a la altura de la paradoja y a la dignidad del escándalo, manejando el anatema con una crueldad teñida de fervor, creó una obra llena de enormidades, un sistema que continúa seduciéndonos y exasperándonos. La magnitud y la elocuencia de sus cóleras, la vehemencia con que se entregó al servicio de causas insostenibles, su obstinación en legitimar más de una injusticia, su predilección por la expresión mortífera, definen a este pensador inmoderado que, no rebajándose a persuadir al enemigo, lo aniquila de entrada mediante el adjetivo. Sus convicciones poseen una apariencia de gran firmeza: a la tentación del escepticismo supo responder con la arrogancia de sus prejuicios, con la violencia dogmática de sus desprecios”

El agudo análisis que Cioran desarrolla sobre la vida y obra de Joseph de Maistre -filósofo, ideólogo y diplomático-, y a través de él, del pensamiento reaccionario, a los que desnuda y pone en evidencia no sólo con la más corrosiva ironía sino con argumentos graves y sólidos, le sirve también para desarmar al pensamiento revolucionario que, en el fondo y paradójicamente, peca de semejantes flaquezas que aquél, como veremos.


En efecto, la falacia que sostiene al pensamiento reaccionario y, desde luego,

al conservador, pues el reaccionario —nos dice Cioran— no es más que un conservador que se ha quitado la máscara, consiste en suponer como verdad originaria y fundadora la existencia primigenia —anterior a la historia— de un orden y un equilibrio sociales similares al paraíso bíblico, reglado y tutelado por Dios, por la Divina Providencia, que está siempre atenta a todo y a todos, que premia a quien "libremente" se somete a sus designios y castiga a quien transgrede el orden establecido.

La Caída es la gran respuesta o reacción por haber transgredido aquel orden, al que suceden el desorden y decadencia de la sociedad humana (manchada por el pecado original), acaecidos luego de esa utopía al revés llamada paraíso original que nunca debimos haber perdido.

El pensamiento reaccionario busca recuperar el paraíso perdido; tiene la vista puesta en un pasado idílico ordenado y equilibrado por la Providencia Divina, al que hay que regresar retrotrayendo las cosas (instituciones y derecho) y las personas al estado original. Para que ello sea posible, primero hay que atacar cualquier cambio que acelere y profundice la Caída pues nos aleja más del estado ideal buscado. En consecuencia, el reaccionario es enemigo acérrimo de todo devenir histórico que implique cambios o revoluciones.

Después habrá que constituir un orden lo más parecido posible al ideal. Para ello se han elaborado distintos modelos o bien se ha intentado su realización desde la Civitas Dei, el Sacro Imperio Romano-germánico o la pura dominación política de la Iglesia católica que en distintas épocas y lugares ha buscado establecerse.

La concepción providencialista de carácter cristiano no es más que la

traslación (mutatis mutandi) de la vieja teoría platónica según la cual "todo desarrollo tiene su punto de partida en un original, la Forma o Idea perfecta, de modo tal que el objeto en desarrollo debe perder su perfección en la medida en que cambia y en que decrece su similitud con el original [...] Uno de los puntos principales de la teoría platónica es el de que debe considerarse que las Formas, Esencias u Originales (o Padres) existen con anterioridad a los objetos sensibles y con independencia de los mismos, puesto que éstos cada vez se alejan más de aquéllos". (2)

Por su parte el pensamiento revolucionario propone como remedio de los males que padece la humanidad la realización de un estado ideal proyectado al futuro: la utopía en la que el hombre se verá liberado de ataduras, prejuicios e injusticias a los que el orden actual lo tiene sometido.

Contrariamente al reaccionario, el revolucionario es amante del cambio radical. El devenir histórico, como proceso constante de liberación, debe ser precipitado. La revolución es la ocasión más propicia para acelerar los cambios radicalmente y lograr el anhelado fin: la realización de la utopía. Las orientaciones temporales difieren: la reaccionaria mira al pasado, mientras que la revolucionaria vislumbra un futuro.

Sin embargo, las diferencias entre ambos pensamientos sólo radican en la

forma, son aparentes, pues en el fondo las dos concepciones participan de características idílicas: ambas son atraídas por una suerte de paraíso, ya sea en el pasado o en el futuro, pero lo que prevalece es esa ansiedad por la realización de un estado ideal, vieja añoranza platónica, mito fundador o redentor capaz de mover montañas, idilio salvador de nuestras miserias y padecimientos, escape imaginativo, salvación efímera que sólo tiene lugar en nuestras mentes. De tal manera que la idea revolucionaria participa de igual inspiración platónica que la reaccionaria al percibir un Estado ideal que deberá ser una copia fiel de la divina Forma o Idea del Estado.

La añeja idea platónica es transmitida al pensamiento occidental a través de Aristóteles vía el tomismo de la Edad Media (cristianizada), primeramente, y después por Hegel con su concepción del Estado ideal, legada posteriormente a Marx quien la amplió con su teoría del materialismo y dialéctica históricos. Todas ellas conllevan el prejuicio historicista según el cual la historia tiene un "sentido oculto" que hay que descifrar y descubrir, llámese Providencia, dialéctica o determinismo.

Y tales concepciones ideales son falsas, puesto que por un lado el paraíso
perdido es imposible recuperarlo, primero porque nunca ha existido sino como mito, leyenda o idealmente, y en el supuesto hipotético de haber sido real tampoco podría recuperarse pues tanto el contexto como los sujetos (continente y contenido) originales no podrían repetirse. Por tanto, la propuesta, medios y fines del pensamiento reaccionario son vanos, falaces e ilusorios, de imposible realización.

En cuanto al pensamiento revolucionario, por definición cae en contradicción y crisis de fundamentos en el momento mismo de triunfar la revolución. Una vez convertido en poder, cesa todo movimiento revolucionario para transformarse en poder constituido, establecido, excluyente de cualquier otro poder por la naturaleza misma de su origen. Al hacerlo, se torna en poder reaccionario cuyo principal objetivo será el de conservarse como tal, es decir, preservar el poder conquistado.

Luego de la toma del poder por parte de los revolucionarios y una vez que han eliminado por las armas y la represión todo signo de oposición, cuando ya han consolidado el nuevo régimen cesa la revolución, ya no tiene sentido. Las tareas por emprender estarán encaminadas, en todo caso, a la construcción y puesta en marcha de una nueva institucionalidad legal, política, económica, judicial, administrativa y de las fuerzas armadas que constituirán al nuevo régimen, la estructura de un nuevo Estado, que por más que le llamen revolucionario ya no lo es, sino otro orden establecido, tenga el perfil ideológico que sea.

Nada más que por lo general, y así lo ha consignado la experiencia histórica, los regímenes surgidos de revoluciones armadas tienden a establecer dictaduras o sistemas autoritarios con el pretexto de garantizar el cumplimiento de las promesas revolucionarias y fincan su legitimidad en el triunfo logrado con el apoyo de "las masas".
Al convertirse en dictaduras o autoritarismos, pervierten los propios fines e ideales propuestos por el movimiento revolucionario, traicionan a buena parte de sus seguidores que veían en la lucha contra el opresor depuesto una oportunidad de liberación y no la entrada a otra forma de opresión quizá con mayor rigor y dificultad de librarse, ya que han suprimido partidos de oposición y otras formas de disidencia consideradas como contrarrevolucionarias.

Por su parte, al triunfar políticamente el pensamiento reaccionario también entrará en crisis de fundamentos al no poder cumplir sus objetivos ideales, tornándose precisamente en un poder reaccionario ante cualquier signo de oposición, de cambio o de disidencia que tachará de enemigos y sin duda reprimirá con todo rigor. Su objetivo primordial será también el de conservar el poder a toda costa.

Pero, entonces, ¿es que como sociedad política no tendremos acaso salvación?, ¿estaremos condenados entre dos flancos aparentemente contradictorios, pero ambos amenazantes? ¿Será que sólo tenemos dos sopas para comer?, pues tenemos entendido que sólo hay derechas e izquierdas y ahí se agota el esquema ideológico, puesto que eso del "centro" es más bien una invención que solamente tiene sentido si se refiere a izquierda y derecha sin cuya existencia no habría centro, son su referente. El centro, en todo caso, es una ilusión, un punto imaginario al que se acercan o del que se alejan izquierdas y derechas.

Aún más, ¿es posible todavía seguir definiendo al universo político e ideológico desde la dicotomía categórica "izquierda-derecha"? ¿Acaso no se ha colapsado el comunismo real, no han sido contestados todos y cada uno de los dogmas marxistas, no se cayó el Muro de Berlín, dónde ha quedado la bipolaridad de la guerra fría, es que no fueron derrotados fascismo y nazismo?

Todavía más; la díada izquierda-derecha es unidimensional, pues describe una línea imaginaria en la que podemos transitar solamente a dos puntos de la misma, hacia la izquierda o a la derecha; ni siquiera es bidimensional con un hacia abajo o arriba, y menos aún tridimensional con un hacia el fondo o adelante. Dicha unidimensionalidad es estrecha, pobre y extremadamente limitada para el complejo y plural universo político actual.

Al morir por extenuación filosófica primero y por colapso ideológico, económico, político y moral después, el comunismo dejó sola a su contraparte: al desaparecer la tensión dialéctica por falta de una de sus partes, ya sea la tesis o la antítesis, lo mismo da, desaparece la dialéctica misma y de pasada su síntesis, si es que queremos ponernos muy dialécticos con materialismo y todo.

Bromas aparte, tiene razón Fukuyama al poner de relieve el fin de la historia tal y como la veníamos viviendo o padeciendo durante casi la mitad del siglo pasado; esto es, la pugna ideológica, política y militar tal como se planteó y libró durante la guerra fría entre izquierdas y derechas representadas, respectivamente, por la Unión Soviética y los Estados Unidos de América.

Ésa ha sido la historia que llegó a su fin para consuelo de la gran mayoría de los mortales que, repito, sólo la padecíamos, pues la actuaban sólo unos cuantos.

Ahora, surgen "problemas nuevos sin que existan ideas o voluntades proyectadas a encauzarlos hacia posibles soluciones: el deterioro ecológico, el reto de la convivencia pluriétnica, los grandes flujos migratorios a escala mundial, la explosión demográfica, la extensión de las áreas de pobreza mundial, los micro-nacionalismos agresivos, etcétera". (3) Que evidentemente no pueden ser explicados a través de la dicotomía izquierda-derecha. Podemos añadir al narcotráfico y al crimen organizado.

Y es cuando entrados en este punto aparece la alternativa que supera esa dicotomía maniquea reacción-revolución, izquierda-derecha, que ha atrapado a la humanidad y sus sociedades durante largo tiempo y a tan altos costos.

Conciencia histórica e irrupción democrática.
En una pequeña pero deslumbrante joya titulada Persona y democracia —La historia sacrificial—, (4) María Zambrano nos regala las claves para desfacer tamaño entuerto en que se ha metido la humanidad y del que por fortuna ya hemos iniciado el aprendizaje para salir bien librados sin necesidad de recurrir a aquellas viejas trampas maniqueas.

"El tener lo que se ha nombrado 'conciencia histórica' es la característica del hombre de nuestros días. El hombre ha sido siempre un ser histórico. Mas hasta ahora, la historia la hacían solamente unos cuantos, y los demás sólo la padecían. Ahora, por diversas causas, la historia la hacemos entre todos; la sufrimos todos también y todos hemos venido a ser sus protagonistas", nos dice Zambrano, de quien en adelante tomaré todas las citas que se entrecomillan.

El hombre, afirma María Zambrano, puede estar en la historia de dos maneras: activa o pasivamente. La primera forma sólo se realiza plenamente "cuando se acepta la responsabilidad o cuando se la vive moralmente". De manera pasiva casi todos los hombres a lo largo de la historia "han sido traídos y llevados y aun arrastrados por fuerzas extrañas a las cuales se ha llamado, a veces, 'Destino', a veces 'dioses' —lo cual no roza siquiera la cuestión de la existencia de Dios—, ser movido sin saber por qué, sin saber por quién, el ser movido fuera de sí mismo".

A las grandes multitudes les ha "sido inasequible el único consuelo: decidir, actuar responsablemente o, al menos, asistir con cierto grado de conciencia al proceso que los devoraba. De esta pesadilla que dura desde la noche de los tiempos, se ha querido sacudir rebelándose. Mas rebelarse, tanto en la vida personal como en la histórica, puede ser aniquilarse, hundirse en forma irremediable, para que la historia vuelva a recomenzar en un punto más bajo aún de aquel en que se produjo la rebelión".

Esto me recuerda a la Rusia transformada en Unión Soviética por una revolución, para retornar otra vez a la Rusia de ahora que, una vez desmembrado su imperio, se debate ferozmente entre atraso y modernidad; dictadura y autoritarismo o democracia; barbarie o civilización; entre las añoranzas de un pasado totalitario y un presente incierto, confuso y caótico que no acierta a construir un orden democrático estable, legal, justo y próspero.

"El único modo de que tal hundimiento no se produzca es hacer extensiva la conciencia histórica, a la par que se abre cauce a una sociedad digna de esta conciencia y de la persona humana de donde brota. Es decir, traspasar un dintel jamás traspasado en la vida colectiva, en disponerse de verdad a crear una sociedad humana y que la historia no se comporte como una antigua Deidad que exige inagotable sacrificio."

"Por medio de la conciencia histórica se podrá ir logrando más lentamente lo que la esperanza pide y lo que la necesidad reclama."

En estos dos últimos párrafos encontraremos los mexicanos, además de una grave advertencia sobre el peligro de nuestro propio hundimiento como nación y sociedad, los perfiles fundamentales para superar, sin más traumas, rebeliones o revoluciones suicidas, los serios y profundos problemas que nos aquejan.

Nos muestra María Zambrano una dirección, una guía alentadora, realista, serena y esperanzadora. Qué de cierto que la nuestra es una sociedad de larga y penosa tradición sacrificial; qué de cierto que nuestra historia más que vivirla activamente la hemos padecido continuamente; qué de cierto que la gran mayoría de los mexicanos hemos vivido en la inconsciencia histórica, pues la historia ha sido botín de unos cuantos que la manejan y presentan a su antojo, confundiendo y ocultando su verdadero sentido.

El atraso político que aún vivimos no es más que reflejo de ese desapego (condicionado o no) de lo que hemos llamado conciencia histórica.

Como ha quedado dicho, tener conciencia histórica implica asumir responsabilidades y la moral que conlleva. Ello, a su vez, supone el ejercicio de derechos y obligaciones, así como el juicio valorativo que trae consigo todo acto social. De esta manera asumimos el acontecer histórico como un acaecer consciente, activo, participativo y civilizado, no como una fuerza ciega ni como destino inexorable.

Tratar de hacer extensiva a toda la sociedad lo que hemos llamado "conciencia histórica", no es más que ayudar y estimular un proceso civilizatorio que ya está en marcha en casi todas las sociedades, pueblos y naciones en mayor o en menor medida.


Se trata, más bien, de reconocer ese fenómeno de nuestro tiempo, ubicar sus coordenadas, desentrañar su trasfondo eminentemente humano y propiciar su realización plena mediante el ejemplo, la enseñanza, la solidaridad, en acciones de gobierno y políticas de Estado que implementen gobernantes que estén a la altura del estadista, con la ayuda de medios de comunicación responsables y con miras altas, con iglesias, maestros y escuelas, intelectuales y artistas, empresarios, sindicatos y trabajadores, en fin, con el estímulo concertado de toda la sociedad en favor de la sociedad misma.

Pero ¿no es mucho pedir?, inquirirá el escéptico razonable. Seguramente, pues se trata de una suerte de cruzada civilizatoria que convoca a toda la sociedad. Winston Churchill, a la sazón primer ministro, convocó a los ingleses, en la hora más crucial y aciaga que han enfrentado en el siglo que corre, a asumir un gran reto para defender a su patria de la inminente derrota, ofreciendo a cambio sangre, sudor y lágrimas. Ahora ya sabemos cómo respondió ese gran pueblo.

Las personas y pueblos tienen esa capacidad para reaccionar en forma creativa y enérgica, precisamente en los momentos y condiciones más difíciles, movidos por una especie de instinto de sobrevivencia que empuja a salir adelante aun en las circunstancias más adversas. "Es el instante de la perplejidad que antecede a la conciencia y la obliga a nacer. Y el de la confusión. Ya que nada azora tanto como encontrarse consigo mismo." Advierte María Zambrano.

En lugar, pues, de buscar el inalcanzable estado ideal en un pasado idílico o en la utopía de un futuro también idílico, con el fin de romper con esa repetición cada vez más intolerable que constituye la ya larga y cansada etapa de la "historia sacrificial" en que nos encontramos entrampados, los mexicanos debemos asumir nuestra responsabilidad y madurez históricas, atrevernos a dar ese salto civilizatorio.

Y aquí viene a cuento nuestro impostergable compromiso con la democracia que, aunque tarde, ya despunta en nuestro horizonte como nación civilizada a que aspiramos. No la democracia percibida y proyectada como panacea, como solución mágica, aunque a decir verdad las panaceas se logran cuando hay voluntad, coraje, determinación, trabajo y responsabilidad de mujeres y hombres unidos para lograr objetivos realistas, viables y nobles.

La democracia como instrumento, como valiosa herramienta política y social. Ya que democracia sin participación extensiva a toda la sociedad, sin Estado de derecho, sin voluntad política de gobernantes, líderes, dirigentes y ciudadanos en toda la escala social y política, quedaría en meras intenciones, en fórmulas vacuas desprovistas de la energía humana que, ésta sí, mueve montañas.

La democracia permite al hombre en sociedad apropiarse de la historia, ser sujeto activo, darle dirección y sentido, asumirla responsable y creativamente.


Notas bibliográficas

(1) E. M. Cioran, Ensayo sobre el pensamiento reaccionario —A propósito de Joseph de Maistre—, Editorial Tercer Mundo, Bogotá, 1991.
(2) Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Ediciones Paidós Ibérica, Barcelona, 1994.
(3) Ugo Pipitone, "Izquierda y derecha", Claves de la razón práctica, núm. 71, abril de 1997, Madrid.
(4) María Zambrano, Persona y democracia —La historia sacrificial—, Editorial Anthropos, Barcelona, 1988.


Fotografía: Retrato de E. M. Cioran

sábado, 11 de septiembre de 2010

El Regimiento de Fusileros

El pífano
Por: Federico Zertuche

Mientras mi primo Martín arrancaba una briosa melodía al pífano, yo la sostenía con redobles de tambor avivando la marcha que rítmicamente seguía la infantería al cruzar de largo el valle suavemente ondulado por bajas colinas alfombradas de diminutos brotes verdes, a cuyos costados se alzaban frondosos bosques de coníferas y encinas, al despuntar aquella fresca y luminosa mañana de abril.

Así marchaba el Primer Batallón del Regimiento de Fusileros a bayoneta calada, ceñidos por casacas azul de Prusia y tocados por quepís de igual color los soldados lucían tensos y serios ante la batalla que se avecinaba y a la que dirigían resueltamente el paso. La arenga del coronel después del alba había producido el efecto deseado: ánimo y moral estaban altos.

Entre tanto, un cuarto de legua adelante la caballería se mantenía oculta en la espesura del bosque, en ambos flancos, a la espera del momento oportuno para emprender la sorpresiva carga. Así mismo, en lontananza, lográbamos divisar tres manchones rectangulares y compactos que en concierto se movían hacia nosotros.

Cuando la proximidad del encuentro era casi inminente y los soldados se aprestaban para los primeros disparos, Martín empezó a entonar el tema melódico de la marcha Radetzky, mientras yo me apresuraba a seguirlo con mi viejo tambor y la tropa exclamaba con aprobación tres vivas al Regimiento de Fusileros que la tenía como emblema.

Unos pies más adelante al escuchar la orden de alto, la primera fila se hincó a una rodilla apuntando los fusiles y la segunda, de pie, también dispuso sus rifles; luego del grito de ¡fuego! se dispararon al unísono cuarenta descargas de los Sharp de un solo tiro, ipso facto ambas filas marchaban rápidamente a retaguardia sustituyéndolas la tercera y cuarta en igual orden y posición para disparar a su vez, mientras las dos primeras ya cargaban y así, sucesivamente.

El enemigo hizo lo propio dejando abatidos en la primer descarga a cinco de los nuestros. No obstante los caídos y lo nutrido del fuego recibido, nuestras filas se sucedían unas a otras para disparar por partida doble enrareciendo el aire de humo gris impregnado de fuerte y penetrante olor a pólvora quemada.

Después de más de una veintena de descargas de fusilería se escucharon los primeros disparos de la artillería ligera apostada cerca nuestra caballería oculta en los bosques; ésta al poco tiempo emprendió la carga por ambos flancos para debilitar al enemigo por los costados.

Entre gritos de dolor, confusión y órdenes, las compañías del batallón adverso se empezaron a replegar y dispersar, mientras los nuestros continuaban disparando sus fusiles acorde al orden establecido. Al cabo de media hora y de fuerte presión por la vanguardia y ambos flancos logramos fracturar sus formaciones, debilitarlos francamente, y así iniciar la carnicería cuerpo a cuerpo con bayoneta, sables y tiros de pistola a bocajarro.

Al mediodía aquellos verdes parajes se habían teñido de púrpura y escarlata y tapizado de inertes cuerpos despojados de cuajo del hálito que hacía poco vibraba con energía y vigor en sus pechos adolescentes. El plácido paisaje había sido bruscamente trasmutado por la confusión y el caos, el esperpento, la sangre y el vómito, cuerpos mutilados, fuego y humo, la vida rota en mil fragmentos, inmóvil y trunca se exhibía a nuestra mirada.

Mi primo y yo, que permanecimos boca abajo durante casi toda la batalla, a cierto resguardo en retaguardia como se nos había ordenado, tardamos largo tiempo para incorporarnos cuando ya habían cesado los disparos. Tales eran las atrocidades que por todos lados nos fustigaban sin clemencia que temíamos pararnos.

Un oficial de caballería con sable ensangrentado en mano se acercó a nosotros a trote lento deteniendo el corcel a pocos pasos, se apeó y vino a vernos preguntando si nos encontrábamos bien. Fue así como nos despabilamos al sentirnos arropados por uno de los nuestros cuyo amparo tanta falta nos hacía en aquel paisaje de la multitud moribunda y yerta.

Luego el teniente de caballería nos ordenó seguirle y entonar un aire en honor de los caídos, entonces Martín empezó a soplar su pífano del que salieron unos hermosos trinos a los que embelesado en un dos por tres empecé a seguir con suaves toques de tambor y el alma al vuelo.


Imagen: El pífano, óleo sobre tela de Edouard Manet.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Galeones españoles

El sudor del condestable
Por: Federico Zertuche


El sudor que copiosamente exhalaba el artillero, empapaba el cuerpo entero y al mezclarse con pólvora, sangre, mugre y grasa se tornaba amargo, negro y espeso dificultando ver con claridad y apuntar el cañón para disparar las pocas balas que aún disponía. Su ayudante yacía muerto a un costado atravesado por miriadas de astillas convertidas en mortales saetas al desprenderse de los maderos por el impacto de un proyectil en el escobén de proa cerca del cañón.


Aunque yo era sólo un grumete con trece años recién cumplidos, me vi impelido a ayudar en las maniobras al jefe de artilleros, el condestable don Sancho Nájera, que aún quedaba vivo en medio de la carnicería en que se había convertido nuestro entrañable galeón el Santa Prisca: multitud de cadáveres y heridos graves yacían esparcidos sobre la cubierta y encima de la manga donde se enfilaban los cañones.

Había que cargar con munición y pólvora suficiente, poner la mecha, encenderla y hacerse a un lado para evitar el violento retroceso que daban luego del disparo, dados su potencia y por los afustes de carro con cuatro ruedas en que estaban montadas tales piezas de artillería.

En ese momento nuestro buque ya casi no respondía al nutrido fuego que recibía, pero el viejo artillero, aunque muy agotado, continuaba aferrado en su faena a la que yo le asistía como bien podía. Los palos de proa y popa habían sido abatidos, el timón inutilizado impedía maniobrar e incendios se propalaban por doquier; gritos de rabia y dolor hacían aún más ensordecedor el incesante y ominoso ruido.

Finalmente, sólo quedaba una pieza de munición, la cargamos y cuando el condestable se aprestaba a encender la mecha, una tenaz descarga de mosquetes lo doblegó súbita e irremediablemente: el enemigo había abordado la nave. Pude salvarme gracias a que estaba acurrucado en espera del inminente disparo.

Un oficial inglés tocado con bicornio blanco de ribete azul y ceñido por roja casaca, me incorporó con suavidad asiéndome de los brazos y pronunciando algo incomprensible, pero que lejos de ser imperativo sentí como indulgente exhorto a rendirme con honor y dignidad tras el deber cumplido.

Luego de unos meses y larga travesía por fin pude regresar a casa, a mi querida Veracruz. Sin embargo poco duraron el hogareño gusto y los mimos de mi madre, pues en sólo tres semanas partía alegremente rumbo a Acapulco con mi tío el timonel don Álvaro Padilla, recién contratados para embarcarnos en el galeón de Manila que próximamente zarparía para cruzar el Pacífico hasta las Filipinas y regresar luego a Nueva España cargado de finas mercancías, especias raras y uno que otro pasajero.

Figura: Galeón español de Alberto Durero.