El sudor del condestable
Por: Federico Zertuche
El sudor que copiosamente exhalaba el artillero, empapaba el cuerpo entero y al mezclarse con pólvora, sangre, mugre y grasa se tornaba amargo, negro y espeso dificultando ver con claridad y apuntar el cañón para disparar las pocas balas que aún disponía. Su ayudante yacía muerto a un costado atravesado por miriadas de astillas convertidas en mortales saetas al desprenderse de los maderos por el impacto de un proyectil en el escobén de proa cerca del cañón.
Aunque yo era sólo un grumete con trece años recién cumplidos, me vi impelido a ayudar en las maniobras al jefe de artilleros, el condestable don Sancho Nájera, que aún quedaba vivo en medio de la carnicería en que se había convertido nuestro entrañable galeón el Santa Prisca: multitud de cadáveres y heridos graves yacían esparcidos sobre la cubierta y encima de la manga donde se enfilaban los cañones.
Había que cargar con munición y pólvora suficiente, poner la mecha, encenderla y hacerse a un lado para evitar el violento retroceso que daban luego del disparo, dados su potencia y por los afustes de carro con cuatro ruedas en que estaban montadas tales piezas de artillería.
En ese momento nuestro buque ya casi no respondía al nutrido fuego que recibía, pero el viejo artillero, aunque muy agotado, continuaba aferrado en su faena a la que yo le asistía como bien podía. Los palos de proa y popa habían sido abatidos, el timón inutilizado impedía maniobrar e incendios se propalaban por doquier; gritos de rabia y dolor hacían aún más ensordecedor el incesante y ominoso ruido.
Finalmente, sólo quedaba una pieza de munición, la cargamos y cuando el condestable se aprestaba a encender la mecha, una tenaz descarga de mosquetes lo doblegó súbita e irremediablemente: el enemigo había abordado la nave. Pude salvarme gracias a que estaba acurrucado en espera del inminente disparo.
Un oficial inglés tocado con bicornio blanco de ribete azul y ceñido por roja casaca, me incorporó con suavidad asiéndome de los brazos y pronunciando algo incomprensible, pero que lejos de ser imperativo sentí como indulgente exhorto a rendirme con honor y dignidad tras el deber cumplido.
Luego de unos meses y larga travesía por fin pude regresar a casa, a mi querida Veracruz. Sin embargo poco duraron el hogareño gusto y los mimos de mi madre, pues en sólo tres semanas partía alegremente rumbo a Acapulco con mi tío el timonel don Álvaro Padilla, recién contratados para embarcarnos en el galeón de Manila que próximamente zarparía para cruzar el Pacífico hasta las Filipinas y regresar luego a Nueva España cargado de finas mercancías, especias raras y uno que otro pasajero.
Figura: Galeón español de Alberto Durero.
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