lunes, 15 de noviembre de 2010

Política y moral

Un dilema de Felipe González
Por: Federico Zertuche


En una entrevista concedida al escritor Juan José Millás aparecida en el diario El País el 7/11/10, el ex presidente del gobierno español Felipe González sorprendió al entrevistador y al público en general al revelar que durante su mandato (1982-1996), "Tuve que decidir si se volaba a la cúpula de ETA. Dije no. Y no sé si hice lo correcto", como textualmente manifestó.

Al respecto, reproduzco la declaración íntegra y su contexto: “Tuve una sola oportunidad en mi vida de dar una orden para liquidar a toda la cúpula de ETA. Antes de la caída de Bidart, en 1992, querían estropear los Juegos Olímpicos, tener una proyección universal... No sé cuánto tiempo antes, quizá en 1990 ó 1989, llegó hasta mí una información, que tenía que llegar hasta mí por las implicaciones que tenía. No se trataba de unas operaciones ordinarias de la lucha contra el terrorismo: nuestra gente había detectado -no digo quiénes- el lugar y el día de una reunión de la cúpula de ETA en el sur de Francia. De toda la dirección. Operación que llevaban siguiendo mucho tiempo. Se localiza lugar y día, pero la posibilidad que teníamos de detenerlos era cero, estaban fuera de nuestro territorio. Y la posibilidad de que la operación la hiciera Francia en aquel momento era muy escasa. Ahora habría sido más fácil. Aunque lo hubieran detectado nuestros servicios, si se reúne la cúpula de ETA en una localidad francesa, Francia les cae encima y los detiene a todos. En aquel momento no. En aquel momento solo cabía la posibilidad de volarlos a todos juntos en la casa en la que se iban a reunir. Ni te cuento las implicaciones que tenía actuar en territorio francés, no te explico toda la literatura, pero el hecho descarnado era: existe la posibilidad de volarlos a todos y descabezarlos. La decisión es sí o no. Lo simplifico, dije: no. Y añado a esto: todavía no sé si hice lo correcto. No te estoy planteando el problema de que yo nunca lo haría por razones morales. No, no es verdad. Una de las cosas que me torturó durante las 24 horas siguientes fue cuántos asesinatos de personas inocentes podría haber ahorrado en los próximos cuatro o cinco años. Esa es la literatura. El resultado es que dije que no”.

Como era de esperarse, luego de su publicación surgieron múltiples reacciones y declaraciones, unas a favor, otras en contra y demás: hizo bien, debió haber volado a toda la cúpula de la banda terrorista, etc. En todo caso, lo sustancial e interesante de dicha revelación radica en el trasfondo en que subyace el problema que hace plantear al hombre de Estado tal dilema.

En efecto, el propio Felipe González declara que no se trataba de cuestiones morales las que le impedirían o permitirían actuar en uno u otro sentido, sino de la oportunidad y el tino para evaluar correctamente sobre la eficacia y consecuencias que una decisión de tal naturaleza acarrearía para el gobierno del que era responsable. Es decir, se trataba de un asunto de Estado.

¿Quiere decir esto que el Estado a través de sus representantes legítimos y legales puede y hasta en ocasiones debe actuar por encima y en contra de la moral con tal de salvaguardad el bien público, la paz y la seguridad nacionales? La respuesta es afirmativa: sí pueden y hasta deben.

Y no es que tal decisión sea inmoral, sino que el hombre de Estado está sujeto, en virtud de su investidura, a otra clase de moralidad, como veremos en seguida.

Quien ha dilucidado con meridiana claridad ese dilema ha sido el viejo y sabio sociólogo Max Weber en su clásica obra El político y el científico, escrita durante el invierno revolucionario alemán de 1919, en la que reflexiona sobre el quehacer, naturaleza y fines de la labor del político en contraposición a la del intelectual (el científico), de los valores a los que se deben, las contradicciones y antinomias entre ambas actividades, la antítesis entre dos formas morales que Weber distingue, a saber, la moral de la responsabilidad y la moral de la convicción, así como otros asuntos.

Moral de la responsabilidad y moral de la convicción

De acuerdo con Weber, el político profesional y el intelectual participan y están sujetos, respectivamente, a dos formas morales que implican exigencias normativas diferenciadas: la moral de la responsabilidad y la moral de la convicción. El político, y en particular el hombre de Estado, se deben, fundamentalmente, a las consecuencias de sus actos, a la eficacia de sus acciones, mientras que la vocación del científico (intelectual) siempre estará condicionada a la búsqueda de la verdad, independientemente de los resultados o consecuencias de su quehacer o actividad. El oficio del político no siempre permite decir la verdad, pues en ocasiones sería hasta más pernicioso o acarrearía más problemas que ocultarla.



El político está obligado a someterse a las leyes de la acción, aunque sean contrarias a sus íntimas preferencias y moralidad, queda condenado a la lógica de la eficacia, es cuando se dice que la política linda o de plano pacta con poderes infernales o maléficos.


Pero entonces, ¿existen dos clases de moral esencialmente distintas, o una sola moral, universalmente válida? Aunque esta no es la oportunidad para tratar el tema, propio de la filosofía y en particular de la axiología, lo dejamos propuesto, sin embargo, podemos plantear algunas cuestiones:


Nadie tiene derecho a desentenderse de las consecuencias de sus actos al obrar exclusivamente atenido a la moral de la convicción. Se obra por convicción y para obtener determinados resultados. Por otra parte, la antinomia no implica que el moralista de la responsabilidad no tenga convicciones, ni que el moralista de la convicción no tenga sentido de la responsabilidad. Weber sugiere que, en condiciones extremas, “ambas actitudes pueden contradecirse y que, en último análisis, uno prefiere al éxito la afirmación intransigente de sus principios y el otro sacrifica sus convicciones a las necesidades de triunfo, siendo morales uno como otro dentro de una determinada concepción de la moralidad”, como aclara Raymond Aron en la Introducción al libro de Max Weber en la traducción española de Alianza Editorial.

“Salvar su alma o salvar la ciudad”, sería el dilema que enfrentaría la conciencia desgarrada del intelectual comprometido en política. El conflicto entre individuos, grupos y naciones es consustancial a la política. Es imposible favorecer a un grupo sin perjudicar a otro; y el político habrá de encargarse de administrar conflictos, remitiéndose en su decisión a problemáticas entre el interés colectivo y los intereses individuales, entre la igualdad o desigualdad de los hombres, que afectará necesariamente la distribución de los ingresos y del poder, al mismo tiempo que al desarrollo en su conjunto.

Felipe González tenía claramente resuelto el dilema planteado en el párrafo anterior, la duda que le asalta al manifestar que aún le inquieta cuando afirma que "todavía no sé si hice lo correcto", estriba en lo que atañe a la eficacia y consecuencias que tal decisión trajo consigo, o lo que hubiese ocurrido de haber tomado la otra alternativa planteada.

Referencia bibliográfica: Max Weber, El político y el científico, (Introducción de Raymond Aron), Alianza Editorial, Madrid 1980.

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