En un parlamento durante la estupenda película de Bob Fosse, Cabaret, la protagonista Sally Bowles, magistralmente actuada por Liza Minnelly, para calificar al mundo en que vivía, dice como quien no quiere la cosa: “divine decadence”. Y en efecto, el período de entre-guerras tuvo algo de dionisiaca decadencia, frivolidad y lujuria festivas, o quizá mucho, dependiendo el lugar y personajes.
Mientras se consolidaba a sangre, fuego y espeluznante represión la revolución rusa bajo la férrea égida de Lenin y Stalin, por otro lado Alemania e Italia se entregaban masiva y delirantemente al nazi fascismo, mientras el mundo capitalista se cimbraba con la crisis financiera de Wall Street y la Gran Depresión, la rancia y anacrónica aristocracia europea junto a la alta burguesía se entregaban a una vida de bohemia licenciosa, ostentosa y cínica ante los padecimientos y estrecheces sociales y económicas de las mayorías, ciegos a los despotismos totalitarios que en fanático frenesí se edificaban y fortalecían a su alrededor.
Tadeus Lempicki |
Adán y Eva |
He querido reproducir en seguida un lúcido ensayo sobre Lempicka de Higinio Polo, porque desentraña, disecciona y radiografía con agudeza y penetración el sentido real de su obra, de ella misma como persona, de la época y clase social a la que perteneció. Es un poco largo pero vale la pena pues nos sitúa bastante bien en esa etapa histórica, su contexto político, social y artístico. Al mismo tiempo se ilustran varios de los cuadros y fotografías de la pintora para que el lector tenga mayores elementos de juicio y apreciación estética. (F.Z.)
Baño femenino |
Por: Higinio Polo
El Viejo Topo (09-09-2004)
Tamara de Lempicka había sido una pintora célebre en la Europa de los años treinta, al menos en los círculos de la nobleza declinante y de la burguesía rica, que disputaban para ser retratados por ella, y, después, cayó en el olvido: con la Segunda Guerra Mundial su estrella artística empieza a declinar, hasta desaparecer, aunque intentase aún jugar con la abstracción, como lo hizo también con el surrealismo. Tamara, convertida ya en baronesa, vive la guerra y la posguerra lejos de la Europa que la vio triunfar, ejerciendo en los Estados Unidos la función de dama del gran mundo que veía crecer las ruinas de su belleza, sin poder hacer nada por evitarlo. En 1972, siendo ya una anciana venerable, más de treinta años después de su marcha a Estados Unidos, una exposición de sus obras en París —semejante a la que, en este verano de 2004, ha organizado la Royal Academy of Arts, de Londres— la hizo de nuevo famosa, rescatándola del olvido, como si fuera un espectro que surgía de los locos años veinte, de la Europa de entreguerras marcada por la depresión pero también por el cabaret y el gusto por la vida, y que recuperaba con ella la dulzura de los sentidos y la sensualidad y el erotismo de un arte que parecía ser moderno, aunque fuese, ya en el momento de su creación, completamente arcaico.
Autorretrato conducienco un Bugatti verde, 1925 |
Algunos de los cuadros de Tamara de Lempicka estaban ahora reunidos en esa Academia londinense, que le otorgaba el título de pintora "icono del art déco", al lado de la estación de Piccadilly. Me dirigía hacia allí en las primeras horas de la mañana, y, en esa boca de metro, mientras intentaba evocar algunas de sus pinturas, acababa de ver a una mujer que podía haber estado dentro de un cuadro de la pintora polaca, o rusa. Era una ilusión, producida por la ansiedad. En la entrada de la Royal Academy, en un gran patio adoquinado con pequeños surtidores en el centro, habían dispuesto grandes carteles de algunas de sus pinturas. Ante las salas donde se exponían sus cuadros, se alzaba una enorme fotografía de Tamara, en sus días de gloria, ataviada como una dama exquisita, adornados sus brazos con largos guantes negros y con un cigarrillo entre los dedos; también llevaba un collar de perlas, pieles en los hombros y un sombrero negro, pequeño: es la imagen de la mujer sofisticada que reinaba en los salones del gran mundo en la época de entreguerras en que ese art déco tuvo un breve momento de esplendor.
Tamara de Lempicka |
Retrato del príncipe Eristoff, 1925 |
Retrato del Gran Duque Gabriel |
Retrato de la duquesa de La Salle 1927 |
Retrato del doctor Boucard, 1928 |
Y, sin embargo, pese a tantos cuadros sin interés, algunos de sus retratos y de sus desnudos siguen atrayéndonos, tal vez porque son ya para nosotros el reflejo oscuro de una época vigorosa y ruin, atrevida y obsesiva, ansiosa y degradada. Los personajes retratados parecen tener una ausencia vital deliberada: no es que hayan sido sorprendidos en aquella posición, sino que prescinden del espectador, de quien los mira, porque tienen una actitud elitista ante el mundo, que refleja la propia mirada de Tamara. Sus personajes son fríos, distantes, aunque se dejen ver; les gusta saberse admirados, pero rechazan entrar en contacto con el populacho. Apenas hay gentes del pueblo llano en los cuadros de Tamara. Ella misma tuvo años de estrecheces y bohemia, pero eran años de juventud, y todo era aún posible. Su propia vida, y la de los personajes que retrata, transcurría así, como en sus cuadros, rodeada de un mundo donde los problemas atenazaban siempre a otros y estaban lejos. Aunque hubiera excepciones, porque las pasiones dominan los sentidos y la vida: no hay más que reparar en Tamara yendo a buscar marineros a los bajos fondos de París, yendo a encontrarse con el sexo oscuro: es el reflejo de la mujer que busca la excitación imprescindible para aguantar el sopor de su existencia, del acomodado vacío en que se ahogaba, igual que hacían algunos personajes de la Barcelona burguesa, como nos cuenta Sagarra en Vida privada, que bajaban al barrio chino barcelonés, a buscar sexo y cocaína, porque sospechan, saben, que allí, en los barrios populares, pueden encontrar la verdadera vida.
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Tamara de Lempicka |
Retrato de madame Allan Bott |
Tamara de Lempicka |
Es ambiciosa y utiliza todos los recursos a su alcance. Su relación con Gabriele D’Annunzio, en 1926, que conocemos por el relato de una de las sirvientas del poeta, es reveladora: quiere aproximarse al viejo escritor, hacerle un retrato y aprovecharse de su celebridad, mientras que D’Annunzio lo único que deseaba era acostarse con ella. La visita de Tamara a la casa del Lago Garda acabó mal, porque ninguno consigue lo que desea, aunque el poeta mussoliniano, adicto a la cocaína como Tamara —y que tenía una extraña corte en su mansión Il Vittoriale, que fue propiedad de la familia de Wagner— le escribirá un poema en donde llama a Tamara la mujer de oro. Aunque tal vez hubiese sido más apropiado que le enviase el poema de Marinetti en el que hablaba del "lúgubre coito", teniendo en cuenta que la joven pintora le permitió, para conseguir sus propósitos, algunos penosos escarceos sexuales. D’Annunzio, un perfecto imbécil que llegaba a dormir en su ataúd, era un histrión insoportable, y estaba convencido de ser una personalidad histórica única, y su efímera relación con Tamara, a quien regaló un topacio que luciría durante toda su vida en la mano, contribuyó probablemente al inicio de la celebridad de la pintora.
A partir de 1927, Tamara empieza a disponer de recursos propios, y su cotización aumenta tras la celebración de la exposición de París, en 1925, que muestra una nueva, y efímera, tendencia de lo que, cuarenta años después, se conocería como art déco. A partir de entonces, Tamara recibe en París a lo más selecto de la burguesía —es decir: a gente que destaca por su riqueza, casi siempre obtenida por medios sucios— y hasta la prensa se hace eco de la pintora rusa —o polaca, como ella mantiene— y de sus fiestas, de sus relaciones, de su vida mundana. La difícil convivencia con su marido Tadeusz termina con el divorcio, en 1928, y, poco después, se convierte en amante del barón Kuffner, que, en esos años, compra muchas de sus obras, y con quien se casará, en Zúrich, después de que, en 1933, muera la mujer del barón. Tamara consigue así lo que siempre había perseguido: aún es joven, y tiene dinero, mucho dinero, y un título nobiliario. Empieza entonces su nueva vida en la rue Méchain, de París, donde permanecerá hasta 1939. Son sus años de gloria. Conoce a muchas celebridades, desde André Gide a Greta Garbo, y empieza a conseguir verdaderas fortunas por la venta de sus cuadros, como la que cobra por el encargo que le hace el millonario norteamericano Rufus Bush, gracias al cual visitará Estados Unidos, en 1929, durante cinco meses.
La dormeuse |
El resto de su vida apenas tiene interés. Tenía una sexualidad desbordante que le llevó a frecuentar sexualmente a hombres y mujeres, y a probar las drogas, a organizar fiestas y orgías, en las que se paseaban sirvientes desnudos. Se convirtió, durante unos años, en el prototipo de la mujer moderna, que ha conquistado su independencia personal, como si fuera un precedente del moderno feminismo; una mujer que se retrataba a sí misma en automóvil, con reflejos del futurismo de Marinetti, como vemos en el famoso Autorretrato en el Bugatti, que se ha convertido en su más célebre cuadro, aunque no tenga un gran valor artístico. Sin embargo, no había dejado de ser una hija del antiguo régimen, cuyas transgresiones apenas eran una diversión de burguesa alborotada, una impostura, un entretenimiento para colmar una desbordante ansiedad sexual envuelta en cocaína. Mentía, además, mintió siempre sobre ella misma. Era una mujer contradictoria, amante del gran mundo, con una obsesiva aversión al comunismo, eslava, medio polaca y medio rusa, apasionada por la modernidad, por los rascacielos y los coches, que otorgaban a las modernas ciudades americanas el perfume del futuro. Cuando llega a América, aún le quedaban muchos años por vivir, pero Tamara de Lempicka había muerto en 1939, aunque ella misma no lo sabía.
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Hay una imagen que me atrae: la de la niña Tamara tomando, en 1907, el tren expreso San Petersburgo-Cannes, un lujoso ferrocarril reservado a los ricos: iba a Italia, con su abuela, a visitar los museos de Roma, de Florencia, de Venecia. Estuvieron varios meses viajando por Italia; después, fueron a Montecarlo, y residieron en la Costa Azul. Esa niña rica, que mira los grandes cuadros del Quattrocento, está destinada a causar escándalo, aunque sin mayores consecuencias. De hecho, a Tamara de Lempicka, y a su vida, podría aplicarse aquella frase del personaje de Griboyedov, famoso en la literatura y en la vida cotidiana rusa, que, cuando le preguntan qué hace, contesta: "Hacemos ruido, amigo, hacemos ruido." Me gusta también, por otros motivos, su difícil relación con el insoportable borbón Alfonso XIII, que, en 1934, cuando se encontraba en el exilio, quiso ser retratado por Tamara, y que no pudo soportar el duro trato que le daba la pintora.
Durante toda su vida, Tamara odió el comunismo, como otras personas de su círculo, creyendo que los bolcheviques le habían arrebatado su país: tal vez por eso insistía en ser una polaca varsoviana, y no rusa. Su amor por la pintura del renacimiento, su despertar al mundo en la época de los primeros automóviles y del crecimiento de los rascacielos, su torturada identidad cosmopolita, la relación con el art déco y con el cubismo sintético de André Lothe, su deuda con Ingres, con el neoclasicismo, palidece ante la mujer cosmopolita de rara belleza que enseña unos largos guantes. Por lo que sabemos, pintó casi quinientos cuadros. Algunas de sus figuras recuerdan a Miguel Ángel —como, guardando las distancias, a la sibila de Delfos de la Capilla Sixtina—, o a perdidos rasgos de Botticelli, no en vano hizo copias de ambos pintores en un viaje a Italia, en los años veinte, y es artífice de una carnalidad limpia, no exenta de lujuria, con una atractiva utilización del color: el azul de Bellini, al decir de algunos críticos. Los atractivos desnudos, donde el suave erotismo muestra sexos limpios —lejos de la rotundidad del sexo en primer plano, tan atrevido para la época, que pintó Courbert como único motivo de su El origen del mundo—, son lo mejor de su pintura: siendo una figura menor de la pintura del siglo XX, vemos con gusto alguno de sus desnudos y retratos. No queda nada más.
En nuestros días, la obra de Lempicka apenas es citada en las obras especializadas, aunque se hayan publicado en los últimos años algunas obras sobre ella, y es razonable que así sea: la suya era una pintura decorativa, que, pese a su pretendida modernidad, al lenguaje geométrico de sus figuras, pese a los perfiles de Mannhattan que adornaban sus retratos, no podía ocultar que formaba parte de una estética de la decadencia, que las nuevas corrientes artísticas estaban poniendo de manifiesto. Es más: cuando nace, la pintura de Tamara ya es vieja, anclada en la tradición del arte por el arte de Gautier. No hay más que recordar que, en esos años veinte y treinta en los que Tamara conquista los salones de los nuevos ricos y de la burguesía que disfruta de su poder y de su dinero con mohínes nihilistas y visitas a los paraísos de la sexualidad desenfrenada y de la droga, Van Doesburg había lanzado la proclama de De Stijl, Breton proponía el surrealismo, y, en el mismo Zúrich en el que Tamara se casa con el barón Kuffner, habían celebrado en 1929 una exposición internacional sobre el arte abstracto; y años antes, Maiakovski había lanzado el Lef con una precisa apuesta del arte al servicio de la revolución. Tamara está mucho más cerca del decadentismo que añoraba el perdido esplendor del mundo de la nobleza y de la burguesía, que había naufragado en la gran guerra, que de la explosión de energías que muestran las vanguardias artísticas europeas, precisamente en esos años de triunfo de Tamara. Pueden encontrarse en Lempicka lejanos parentescos con la exaltación del color en el fauvismo, con la ruptura del espacio escenográfico del cubismo, con el carácter vital y el amor por los coches del futurismo —aunque apenas en su Autorretrato—, pero nada del compromiso con su propia época que mostraba el expresionismo alemán, el compromiso político de la Neue Schlichkeit que crean Otto Dix o George Grosz, ni nada de la trascendental aportación al arte contemporáneo de la vanguardia rusa. La transgresión de Tamara es inocua, intrascendente, personal: apenas destinada a satisfacer los caprichos y pasiones sexuales de una mujer rica.
Tamara crea una poética de la evasión, del lujo nihilista, un arte burgués en el que las corruptas capas adineradas de los años de entreguerras se reconocen: en ella está la elegancia, el snobismo, la pretendida sofisticación de unos medios que persiguen la espuma de la vida, unida al gusto por los pozos oscuros de los paraísos prohibidos que, frecuentándolos, otorgaban a esos burgueses aburridos el aura de una modernidad resplandeciente entre sus propios medios. Incluso la satisfacción por escandalizar al burgués comedido, tradicional, es una máscara, que retrocede horrorizada ante las palabras de Breton cuando mantiene que el arte auténtico tiende a la destrucción de la sociedad capitalista.
Cuando, en los años cuarenta, Tamara de Lempicka intenta pintar siguiendo las pautas de la abstracción geométrica apenas consigue lienzos fríos, sin interés. Hoy, aunque ya a mediados de los noventa pagaban por uno de sus cuadros casi dos millones de dólares, su pintura corre el riesgo de convertirse en motivo para calendarios de la mesocracia sin criterios artísticos, y en objeto del deseo de nuevos ricos hollywoodianos, como la cantante Madonna o el actor Nicholson, que coleccionan sus cuadros, y a quienes atrae el toque de justa depravación que tanto gustaba en los años treinta. Tamara y sus amigos buscaban la vida exquisita, la sensualidad limpia que muestran sus cuadros, aunque la pintora husmease marineros envueltos en sudor de pobres. No perseguía el arte, sino el dinero, y lo tuvo casi siempre. Sus últimos años los pasó casi olvidada, en Cuernavaca, México, representando su papel de mujer sofisticada hasta el final: a su muerte, quiso que un helicóptero llevara las cenizas de Tamara de Lempicka al volcán Popocatépetl. Dejaba unos desnudos atrayentes, una leyenda de la dura Europa de entreguerras, y unos ojos de cocaína a bordo de un Bugatti.
2 comentarios:
Delicioso el texto que nos presentas.
Saludos.
Querido Federico:
No recuerdo ya si te había dicho que siempre me ha gustado la obra de Tamara de Lempicka, que si su obra tiene o no gran valor artístico no me interesa, a mi siempre me ha fascinado: las líneas firmes y sensuales, su colorido, esos rostros como indiferentes a lo que acontece alrededor y los fondos totalmente Art Deco, todo esto me atrae inmensamente. En fin, siempre he estado de acuerdo con la famosa frase del historiador Winckelmann: "Beauty is in the eye of the beholder".
Gracias por tan soberbio artículo.
Un beso,
Irma
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