viernes, 25 de diciembre de 2009

Guerra y paz: un binomio indisoluble

Guerra y paz: un binomio indisoluble
Por: Federico Zertuche


Recientemente se suscitó una polémica a nivel mundial y en nuestro país, primero porque se otorgó el premio Nobel de la Paz al presidente estadounidense Barack Obama y luego, por su discurso de recepción, en el que justificó la guerra que concretamente libra su país en dos frentes y a la guerra justa a la que teóricamente aludió.

Aparentemente hay una contradicción de términos cuando alguien que está recibiendo un premio otorgado en honor a la paz –considerada como un valor-, justifique precisamente su opuesto, esto es a la guerra considerada como anti valor.

Dado que, contrariamente a sus críticos, considero al discurso de Obama como una notable pieza de filosofía política digna del mejor aplauso, paso en seguida a explicar las razones de mi dicho.

El concepto pax romana fue acuñado para designar el orden internacional impuesto por el Imperio al resto del mundo bajo su dominio, luego de un conflicto bélico significativo cuya duración y vigencia estaban determinadas por el estallido de una nueva guerra.

Así, podemos situar la pax romana en periodos entre guerras. Una vez concluida la guerra y derrotado militarmente el enemigo ocasional Roma imponía un nuevo statu quo, hasta el estallido de una nueva guerra, y así sucesivamente.

Aunque el concepto adquiriera tal connotación entonces, no significa que el fenómeno implícito fuese inédito. Desde que el hombre es hombre y, por tanto organizado socialmente, no solamente ha existido la guerra, sino una de sus consecuencias: la imposición de la voluntad de los vencedores sobre los vencidos, que actualmente designamos de manera más suave y eufemísticamente: pax americana.

El binomio guerra-paz es indisoluble, mutuamente determinante y complementario. La una no es posible sin la otra. Tanto la paz perpetua como la guerra interminable son de imposible realización. Así que para comprender ambos fenómenos (guerra y paz) habrá que encararlos como lo que realmente son: una diáda dialécticamente unida e imbricada, sin cuyo lazo vinculatorio las partes no existirían.

Obviamente, podemos diferenciar la paz de la guerra y viceversa; aspirar a una y tratar de evitar la otra; exaltar las bondades de la primera y la maldad intrínseca de la segunda. Lo que lamentablemente no podemos, o no hemos podido hasta ahora, es instaurar la Paz Perpetua y desterrar para siempre el espectro de la guerra.

De ello se deriva un reconocimiento elemental convertido en doctrina política generalmente aceptada: la guerra se justifica cuando existen serias y fundadas amenazas a la paz y seguridad colectivas, en aras de conservar o restaurar tal paz y seguridad. Lo que teóricamente se ha dado en llamar la guerra justa, como último recurso luego de agotar los medios políticos, jurídicos, la negociación, el arbitraje y la diplomacia.

Sin embargo el término guerra justa es equívoco y su calificación incierta. Creo que toda guerra por naturaleza es injusta por los graves daños que trae aparejados. Por otro lado, ¿quién determina tal condición? ¿El uno o el otro bando? ¿Los vencedores o los vencidos, los poderosos o los pueblos, los historiadores o los filósofos y entre éstos, los nacionales de una u otra nación en pugna, o ambos, los de tal o cual tendencia ideológica o política?

Hoy en día parece existir unanimidad respecto a la causa justa detrás de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial y señalar la responsabilidad de su estallido a las potencias del Eje. La causa he dicho, no la guerra propiamente dicha.

No obstante, antes de que aquella estallara y durante el conflicto bélico, la opinión mundial no era unánime ni mucho menos. De entrada, ambos bandos sostenían la legitimidad de su causa. Y antes del estallido, en los países que después fueron Aliados se extendió un movimiento pacifista que propugnaba a favor de la negociación, la política y el entendimiento diplomático a fin de preservar la paz, oponiéndose resueltamente a la guerra. En los Estados Unidos se gestó un fuerte movimiento antibélico y aislacionista que consideraba que el conflicto europeo sólo concernía a sus naciones en el que los americanos no deberían intervenir.

Sin embargo, los políticos y líderes esclarecidos de la época, como Winston Churchill, veían los acontecimientos de otro modo. Vislumbraron con claridad y anticipación oportuna la amenaza para la paz y la seguridad internacionales que suponían los regímenes nazi fascistas (incluido Japón), y no se hicieron ilusiones para un arreglo pacífico, como pretendieron sucesivamente los entonces primeros ministros británicos Stanley Baldwin y luego Neville Chamberlain, así como otros líderes pactar la paz con un déspota belicoso y desquiciado como Adolf Hitler.

Es en este tenor en que se inscribe el discurso de Obama, que evidentemente lo pronuncia en su carácter de Jefe de Estado, bajo esa grave responsabilidad que es la de proteger no sólo a su nación sino a la paz y seguridad mundiales, en razón y en función de la calidad de superpotencia que sin duda tienen los Estados Unidos.

Los pacifistas que gritan “estamos contra la guerra”, como si hubiesen descubierto un asombroso avance moral, exhiben a mi juicio, un simplismo elemental y cándido. ¿A quién se le ocurriría hacer una manifestación para gritar “estamos contra la paz”? Obviamente las personas sensatas están siempre contra la guerra y a favor de la paz, pero ello no significa que con esta actitud aquélla desaparezca y la última se instaure como por arte de magia.

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