domingo, 26 de septiembre de 2010

A propósito de Bicentenario y Centenario

Siglo de caudillos de Enrique Krauze -Una lectura historiográfica-
Por: Federico Zertuche


La historia, además de relato, implica conocimiento –erudición– que a partir del presente dirige su búsqueda hacia el pasado en buena medida para explicar el propio presente. Del pasado mismo, gracias a la historia e historiografía, el historiador profesional construirá una nueva ideación, otra interpretación, que nutrirá a la historia en general. Debido a la pluralidad de voces, la de cada historiador, la historia se recrea continuamente.

"La necesidad por parte del historiador de mezclar relato y explicación hicieron de la historia un género literario, un arte al mismo tiempo que una ciencia", nos dice Jacques Le Goff.(1) Por su parte, Marc Bloch ha propuesto que la historia es "ciencia de los hombres en el tiempo".

Ahora bien, el relato histórico, a diferencia del literario, se centra en hechos reales ocurridos, producidos por los hombres en sociedad, no en fábulas, leyendas o mitos; al contrario de la novela o la poesía su objeto no pertenece al mundo de lo imaginario, aunque la imaginación sea útil en la reconstrucción histórica, sino que su quehacer debe estar determinado por metodología y técnicas de carácter científico, aspirar a la verdad y fijar un horizonte de objetividad.

La historia ni es novela, como ha quedado dicho, ni es ciencia en sentido estricto, pues no formula ni establece leyes científicas. Tiene su propia especificidad, cuya materia fundamental es el tiempo y su objeto "el estudio del hombre (en el tiempo) en tanto integrado a un grupo social". (2) Participan en la historia una multiplicidad de disciplinas, otras ciencias y el arte mismo, pero no es género ni parte de ellas, posee plena autonomía ampliamente reconocida.

Por otra parte, a diferencia de la historia escrita por profesionales, la memoria colectiva –de carácter oral y popular– está fuertemente influenciada por el pensamiento mítico, por creencias más que por el saber racional, por ello es susceptible de deformar el pasado y tener una marcada tendencia hacia lo anacrónico. La historia, pues, debe esclarecer la memoria y ayudarla a rectificar errores.


No obstante, los historiadores mismos no son inmunes a influencias o prejuicios que contaminen su quehacer y por tanto distorsionen la verdad de los hechos relatados e interpretados: "El historiador no tiene derecho a perseguir una demostración a despecho de los testimonios, a defender una causa, sea cual fuere." (3)

Cualquier determinismo o historicismo, ya sea de carácter providencial o el marxismo vulgar que habla de "leyes" históricas que rigen el devenir, ya la idea lineal del progreso, o los fines ineluctables que propone la pseudo ciencia del materialismo histórico, estarán irremediablemente condenados a la falsedad y al alejamiento de la verdad histórica. No hay, pues, ningún sentido oculto en la historia, y como señala Karl Popper: "... aquellos historiadores y filósofos que creen haber descubierto algo semejante se están engañando a sí mismos (y a los demás)". (4)

Por otro lado, hay interpretaciones históricas influenciadas por elementos de carácter ideológico o partidista; historiadores en los que pesa más la defensa o justificación de una causa y que por ello pervierten los objetivos y fundamentos de la ciencia histórica, convirtiendo su relato en panfleto político.

Si a eso se añade la tendencia generalizada de gobiernos y élites de poder para acomodar la historia según sus inclinaciones ideológicas y conforme a sus intereses políticos, produciendo de esta forma la "historia oficial" o la sectaria –como la que se imparte en escuelas, se propaga en discursos y documentos oficiales y se vulgariza a través de los medios de comunicación–, el panorama para la historia se complica aún más.

Por ello es reconfortante, estimulante y esperanzadora la formación de historiadores profesionales que asuman su papel como tales y reescriban la historia sobre bases y fundamentos científicos con un horizonte de objetividad e imparcialidad; con la búsqueda de la verdad por encima de cualquier otra consideración y la aportación del juicio crítico a fin de aventurar nuevas lecturas del pasado.


Tal es el caso de Enrique Krauze, quien en nuestro país –presa de una historia oficial maniquea, terriblemente deformada y manipulada, y con una memoria colectiva irracional, mágica y mítica— ha emprendido una labor colosal para recuperar la historia en la tradición que se ha señalado. Al hacerlo, desmitifica, desenmascara, devela el rostro real y lo expone a inéditas interpretaciones; abre nuevas vías al conocimiento del pasado y, por ende, a la configuración de una identidad nacional más verídica. Posibilita el ensanchamiento y enriquecimiento de nuestra conciencia histórica.

Si el conocimiento del pasado ayuda a aclarar el presente, muy confuso se puede tornar éste si poseemos una memoria colectiva y una historia distorsionadas. En la medida en que un pueblo o una nación se reconcilie con su historia real, incluidas luces y sombras, vencedores y vencidos, derrotas y triunfos, con sus tirios y troyanos, con todo lo que ha sido, lo que no fue o no pudo ser, podrá no sólo entender con mayor claridad su presente sino proyectar el porvenir con responsabilidad y conciencia históricas. He aquí otro de los trasfondos de la obra de Krauze.

Mención aparte merece el ya dilatado y fino oficio que Krauze ejerce como historiador: a su profesionalismo en la búsqueda, recopilación, selección y manejo de fuentes, se añade su peculiar e inteligente interpretación de ellas que le lleva a proponer nuevas formulaciones e ideaciones de la historia, recreando de esta manera nuestra conciencia histórica. "Ningún documento es inocente, debe ser juzgado." (5) Todo documento es monumento, pues hay en ellos una intencionalidad, más allá del texto mismo, para proyectarse a futuro.

A ello se suma el estilo que podemos llamar krauzeano. En efecto, son peculiares relato y explicación, la estructura de sus textos, una prosa limpia y clara, despojada de todo artilugio o carga innecesaria de barroquismos, tan socorridos por nuestros historiadores, lo que propicia en el lector una lectura moderna, ágil, placentera y a la vez concentrada; despierta interés en lo que toca o propone, estimulado por incesantes y atractivas ideas o por hechos insospechados o sorprendentes narrados ya con humor, ya inteligentemente, con erudición e imaginación creativa.

Por ejemplo, el autor abre el primer capítulo de Siglo de caudillos utilizando un recurso literario atractivo e imaginativo: apelando a la imaginación del lector, nos sitúa en plena celebración del centenario de la Independencia y nos conduce al Paseo de la Reforma y a otras avenidas de la capital para que, a través de la contemplación de estatuas y monumentos erigidos por don Porfirio, nos percatemos de lo que la historia oficial de entonces quería que vieran los mexicanos: una visión edificante e inducida de la historia. La historia como monumento, en el que el régimen se contemplaba a sí mismo, con la excepción del propio dictador que carecía de estatuas ya que, como señala Krauze con agudeza, don Porfirio no las necesitaba: él era una estatua viviente.


Pero hay algo más en esa contemplación: las exclusiones. Para unos, la gloria eterna y su sitio en el santoral de la Patria que confiere el pedestal. Para los otros, el olvido y la condena eterna y terrena en el lugar más inhóspito del panteón nacional: el reservado a traidores, reaccionarios, conservadores que no merecen ni siquiera el nombre de una calle. Y en el limbo, trescientos años de colonia española, el virreinato de la Nueva España.

Adicionalmente, Krauze juega con el tiempo, ya que trastoca la cronología habitual —de carácter lineal— e inicia su relato en el porfiriato, última etapa de narración histórica en el recorrido que se ha indicado a partir de un flashback de los héroes petrificados o de bronce en los pedestales que hemos visto, para trazar luego
sus biografías.

Aunque Krauze ha insistido en llamar biografías a su trilogía —y sin duda lo son, pues dicho género de la historia trasciende su ámbito natural (la vida de los personajes) para adentrarse en la vida social y política de la época, sus circunstancias y contexto ideológico, religioso y cultural, que el autor reconstruye admirablemente— aporta también un lectura crítica que endereza en cada uno de los libros; en este sentido son historia propiamente dicha.

Un capítulo digno de destacar de Siglo de caudillos, por la belleza y penetración en su trato, es el dedicado a los dos grandes intelectuales, historiadores, ideólogos y hombres de acción del siglo XIX que fueron don Lucas Alamán y don José María Luis Mora.

A la manera de Plutarco con sus Vidas paralelas, Krauze establece un paralelismo entre esos dos grandes hombres trazando una biografía intelectual y espiritual entrelazada en la que identifica puntos de con-tacto y de rechazo, diferencias y afinidades, encuentros y desencuentros, narrada con conmovedora elegancia y ponderado análisis crítico.

El drama de Mora y Alamán, quienes en sus ideas, acciones y escritos buscaron afanosamente el engrandecimiento de México, pero que su época no sólo les negó, sino que los hizo ser testigos de grandes desastres, calamidades, mutilaciones y humillaciones nacionales "...contemplando a una nación que ha llegado de la infancia a la decrepitud", escribiría Alamán. "Acabado de nacer, México estrenaba decadencia", calibra Krauze a la época.

Adicionalmente, jamás imaginaron, y por fortuna no vivieron para ello, verse convertidos en los ideólogos e intelectuales de las dos facciones que a la postre se convirtieran en los "partidos históricos" (liberales y conservadores) que librarían la feroz y fratricida guerra civil que devastara al país.

La muerte de Alamán, a la sazón ministro de Santa Anna, precipita la caída final del caudillo criollo que dominara México durante largos años; poco después, Mora muere en el exilio y termina el predominio de los criollos para dar paso a los nuevos caudillos: los mestizos, que llegaron para quedarse en el poder.

En otro cuadro biográfico, Krauze dibuja a un "padre de la Patria" un tanto alejado de la venerada imagen iconográfica que, invariablemente, representa a don Miguel Hidalgo y Costilla como a un anciano de blanca cabellera, rostro y gesto apacible y bonachón que refleja serenidad y sabiduría. Para sorpresa de quienes han abrevado nuestra historia en los libros de texto gratuito o en historias fuertemente ideologizadas o sencillamente simplonas, encontrarán a un padre arengando a la muchedumbre enardecida al saqueo y al incendio, al odio racial y al asesinato a mansalva de españoles, amén de otras tropelías y despropósitos cometidos por el cura Hidalgo.

La parodia de Santa Anna es la representación y encarnación de la sociedad de su época particularmente de los criollos. Juárez es bajado del pedestal y su figura pétrea o broncínea se transforma en lo que fue: carne y hueso, grandezas y debilidades. A Porfirio Díaz lo saca del infierno para situarlo en la tierra, en su tierra, en su México. Melchor Ocampo, el hijo de nadie, recobra su paternidad en la nación mestiza que despunta y prefigura al México de hoy. El segundo imperio, sueño de un romanticismo malogrado desde su concepción, Iturbide presa de pánico ante el poder, y así el lector recorre la galería del XIX integrada por diversos y multicolores lienzos en los que ha quedado plasmada una nueva y audaz pintura que lleva una firma vigorosa: la de Enrique Krauze.

Libro reseñado:
Enrique Krauze, Siglo de caudillos —Biografia política de México (1810-1910)—, Tusquets Editores, México, 1994.

Notas
(1) Jacques Le Goff, Pensar la historia -Modernidad, presente y progreso—, Ediciones Paidós, Barcelona, 1991.
(2) Ibídem.
(3) Ibídem.
(4) Karl Popper, En busca de un mundo mejor, Paidós Estado y Sociedad, Barcelona, 1995.
(5) Jacques Le Goff, Opus cit.


Imagen: Fotografía de don Porfirio Díaz en traje habitual.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, muy interesante el post, saludos desde Mexico!

Anónimo dijo...

Saludos, muy interesante el post, espero que sigas actualizandolo!