sábado, 30 de abril de 2011

Centenario luctuoso de Mahler

Retrato de Gustav Mahler por Emil Orlik

Gustav Mahler y Viena
Gustav Mahler, de ascendencia judía, nacido en un poblado de Bohemia en el antiguo imperio Austro-Húngaro gobernado entonces por la añeja dinastía de los Habsburgo, es en buena medida reflejo del medio multicultural, diverso y plurilingüístico en que creció y se formó. El enorme imperio abarcaba los actuales países y regiones de Austria, Hungría, Eslovaquia, República Checa, la Galicia polaca, la Transilvania rumana, la Bucovina y la Rutenia ucranianas, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Eslovenia y el Trentino-Alto Adigio italiano.


Palacio de Belvedere
A la sazón, la cosmopolita ca-pital imperial, Viena, albergaba en su seno una pléyade de artistas, intelectuales, científicos, escritores, filósofos y, por supuesto músicos, de enorme talento e influencia mundial


En época de Mahler convivían en Viena personajes tales como los pintores Gustav Klimt, Oskar Kokoschka y Egon Schiele, artífices del expresionismo austriaco, el padre del psicoanálisis Sigmund Freud, que por cierto, atendió y conoció a Mahler, el escritor y biógrafo Stefan Zweig, Alma Schindler, quien luego fuera esposa del músico, Arnold Schoenberg, quien junto con Alban Berg y Anton Webern establecieran la Escuela de Viena, sentando las bases de la composición del siglo XX con la música dodecafónica y atonal, y otros destacados filósofos, juristas, y teóricos del Estado como Hans Kelsen.


Viena, monumento a Johan Strauss
Musicalmente Viena era la capital mundial. Sus conservatorio de música, orquesta y ópera eran y siguen siendo célebres, de la que Mahler fue gran director. Viena es sinónimo de Franz Haydn, Mozart, Beethoven, Franz Schubert, Johannes Brahms, Johann y Richard Strauss, Anton Bruckner, de Schoenberg, del insuperable coro de los Niños Cantores de Viena, y de tantos más que sin haber nacido ahí, la eligieron para vivir: irradia, emana, exhala y transpira música.




Mahler vive
Jesús Ruiz Mantilla, El País.
Cuando se van a cumplir 100 años de la muerte de Mahler, su música está más vigente que nunca. Su profunda verdad ha calado hondo. "Mi tiempo llegará", decía ante el desprecio de críticos y directores de orquesta. Y llegó. Hace poco superó a Beethoven como el músico más interpretado en auditorios. Desde Abbado o Boulez hasta Rattle o Chailly, las batutas más importantes se han examinado con su obra.


El de las ideologías medio fanatizadas, la revolución industrial, la incipiente luz eléctrica, los tranvías, la claque en el gallinero, los nubarrones nacionalistas que desquebrajaron imperios y dinastías como la austrohúngara no fue el tiempo en que podía entenderse en toda su dimensión a Gustav Mahler. La época en que Freud sentaba las bases del psicoanálisis en las tardes frías de su diván mientras Stefan Zweig se bebía la vida en los cafés de Viena sin que se le pasara por la cabeza el suicidio y Klimt anunciaba la secesión, no eligió como opción preferida de banda sonora sus sinfonías. Más bien se decantó por los títulos que el músico programaba como director en la Ópera de Viena y que no eran creaciones suyas.


Egon Schiele
El tiempo de Mahler tiene más que ver con el pánico al Apocalipsis climático y la esperanza en la ecología, con el desafío natural a la ley de Dios por la grandeza de los hombres, la posmodernidad imbricada sutilmente en una sofisticación más alejada de la austeridad de lo moderno, con la flexibilidad del ciberespacio, la multiculturalidad apátrida -él lo fue tres veces-, la libertad y el terreno para ciertas pasiones desatadas, el frío, la soledad, la intemperie del alma sin certezas, con necesidad de consuelos espirituales de fondo.


El tiempo de Mahler es más este que el siglo anterior, donde fue admirado por los rupturistas y un público fiel mayoritariamente compuesto por judíos, pero no se alcanzó con plenitud a adivinar su trascendencia, su profunda verdad. Hoy, cuando se van a cumplir 100 años de su muerte -el 18 de mayo de 1911 en Viena-, la música de Mahler está más viva y vigente que nunca.

Hace poco desbancó a Beethoven como el músico más interpretado en los auditorios. No hay director serio dedicado al repertorio sinfónico que no pase el examen de sus contraposiciones armónicas, de sus paseos por el cielo y el abismo, de su universo sonoro, sutil y lleno de matices. Todo eso y más ha conducido al crítico británico Norman Lebrecht a escribir un vibrante y brillante ensayo sobre el músico: ¿Por qué Mahler?


Sigmund Freud
Pues porque turba a estadistas, gobernantes y poetas con su verdad alejada de los eufemismos, porque ha cambiado la vida de mucha gente, porque es irónico en su sensibilidad y su juego de sonoridades, porque describe el desorden del mundo, porque ha influido de manera absoluta y directa en todo el concepto contemporáneo de espectacularidad y ha abierto caminos en el jazz, el rock y las bandas sonoras -del John Williams de La guerra de las galaxias a los juegos sinfónicos de Pink Floyd y los brillantes experimentos de Uri Caine-, porque en su música se puede leer a Freud -que lo trató en vida-, a Nietzsche, a Schopenhauer, trazar paralelismos con las estelas de los narradores más revolucionarios de su época y escrutar la teoría de la relatividad, porque es subversivo y esperanzador, corpóreo, epidérmico y trascendental en un mismo compás...

"Mi tiempo llegará", solía clamar cuando se sentía despreciado por críticos y directores de orquesta. Su tiempo era el futuro. Fue visto y anunciado por los radicales, a los que apoyó sin dudarlo. Arnold Schoenberg, precursor de la rompedora Escuela de Viena, decía que se aprendía más de música observando a Mahler vestirse que acudiendo a clase en cualquier conservatorio.


Gustav Klimt
Elegante y magnético, nervioso y entregado, Mahler no necesitaba mucho tiempo para engalanarse. Adornaba con discreción su metro sesenta de estatura, pero cuando entraba en un café a tomarse una cerveza por la noche -uno de sus placeres-, las cabezas se tornaban. Y en las tertulias sorprendía su tono de voz: barítono cuando estaba relajado y tenor si se encontraba inquieto.

Llamaba la atención y a la vez era un misterio. ¿Era Mahler bueno?, se pregunta el autor en el libro. "Un santo", dijo Schoenberg. "Un genio y un demonio", le calificaba el director Bruno Walter. "Encontrar al verdadero Mahler es una batalla expedicionaria a través de sus contradicciones", cree Lebrecht.


Stefan Zweig
¿Estaba loco? Era una pregunta muy frecuente. A menudo se lo podía encontrar uno hablando y gesticulando solo por la calle. Muchas veces se mostraba irascible y sus estados de ánimo oscilaban entre la euforia y la depresión. Freud lo llegó a tratar en una sola sesión de cuatro horas y lo consideró "un hombre genial" de quien le fascinaba, dijo, "el misterioso edificio de su personalidad". Pero amaba la vida y cuando se sentía realmente hundido, encontraba esperanza en la mera melancolía. "La tristeza es mi único consuelo", llegó a escribir. Lo demostró de manera explícita y grandiosa en su Segunda y Tercera sinfonías, en el Adagietto de la Quinta y sobre todo en la Novena y la inacabada Décima, escritas con anotaciones de desesperación vital y amorosa al margen por una profunda crisis en su relación con su esposa, Alma. Aun así, pese a su intensidad y junto a las demás, Toscanini las consideraba tediosas.


Niños Cantores de Viena
En todas ellas está Mahler, como en sus cantatas, su música de cámara o sus ciclos de canciones, desde las de los niños muertos a la de la Tierra. Ese ser desarraigado, el nómada interior y quien desde niño tuvo que enfrentarse tantas veces a la muerte y a su indiferencia, se consideraba tres veces apátrida: "Como bohemio en Austria, como austriaco entre los alemanes y como judío en todo el mundo", decía. "Anticipa los principios de la multiculturalidad. Observa su entorno como un judío en los márgenes de un imperio católico en decadencia y anticipa su desintegración", comenta Lebrecht.


Nació el 7 de julio de 1860 en Kalischt, aunque ese mismo año sus padres se trasladan a Iglau, hoy Jihlava, perteneciente a Bohemia. Hijo de unos taberneros, pasó la infancia traumatizado por la muerte de muchos de sus hermanos. Es un tema presente en su Primera sinfonía, 'Titán', en la que incorpora una marcha fúnebre irónica por medio de la que trata de expresar lo que siente al ver salir hacia el cementerio los cadáveres de los niños ante la indiferencia de los borrachos.


Pero su hábitat vital más intenso será Viena. Allí se convirtió en una celebridad. Allí estudió y sufrió el desprecio por su condición de judío -se sintió sucio y asqueado de sí mismo al verse obligado a convertirse al catolicismo para prosperar en su carrera- y la admiración del público por su obsesión perfeccionista como director de orquesta, una manera de trabajar que marcó época por el rigor y la entrega sin tapujos al arte.


Alma María Schindler (Alma Mahler)
En la Viena de la década de los setenta, adoptó como padrino a Anton Bruckner, a quien pasaba por alto sus comentarios antisemitas por el gusto de disfrutarle como mentor. En aquellos tiempos, la actitud contra los judíos era tan natural como inconscientemente poco amenazante. Así que Mahler llegó a idolatrar a Wagner al tiempo que se hacía vegetariano. Se obsesiona con el ejercicio físico y en el poco tiempo libre que le resta se dedica a componer encerrado en una cabaña junto a un lago o en sus casas de campo, a menudo acompañado de las mujeres que más amó: primero la violinista Natalie Bauer-Lechner y después Alma Maria Schindler, con quien se casó en 1902 y mantuvo una relación que ha inspirado novelas, películas y tratados amorosos.


Entre la pasión desatada -"cuando te acercas a él, te quemas", confesaba Alma en sus diarios-, la traición -le engañó con el arquitecto y diseñador prusiano Walter Gropius, entre otros, con quien acabaría casándose-, la muerte de una hija y los problemas de salud, Gustav y Alma han pasado a la historia como dos protagonistas amantes a quien su experiencia nutrió y devastó a partes iguales. Tanto que cambió la historia de la música. Ella fue musa e inspiración para crear una Décima sinfonía que se construye sobre una disonancia de nueve notas, no regida por ninguna ley armónica anterior. Schoenberg y Alban Berg lo incorporan a su ideario de catarsis como una religión.


Su huella como director de orquesta es fundamental. Crea escuela allá donde va: en Leipzig -como segundo de Arthur Nikisch-, en Hamburgo, en Budapest y en Nueva York, donde dirigió en el Metropolitan, adonde llegó como un profeta -eso sí, muy bien pagado, "cinco veces más que en Viena", especifica Lebrecht- y acabó realmente enfermo por los disgustos que mermaban su libertad creativa. Pero sobre todo, su carrera como director despunta en la capital del imperio. No así cuando dirige sus propias obras, que son contestadas, controvertidas, despreciadas aunque aclamadas por minorías que luego serán crecientes. "Mahler, en esa doble vertiente, define el papel del director como un recompositor. Por eso es posible entender la enorme diferencia que existe entre las versiones de Abbado o Dudamel, por ejemplo", dice Lebrecht. Tanta también que un Adagietto de la Quinta puede durar entre 7 y 14 minutos, dependiendo de quien coja la batuta.


Son los directores, una vez muerto, quienes le encumbran a su dimensión crucial en la historia de todas las artes. Le cuesta ser reconocido y lo logrará en vida, pero no con la trascendencia que lo es hoy. Su legado crece a partir de la Segunda Guerra Mundial. Sobre todo gracias a Bruno Walter, Leonard Bernstein, Bernard Haitink y después Claudio Abbado, Pierre Boulez, Simon Rattle o Ricardo Chailly, entre otros. Hoy, la prueba Mahler es el certificado por el cual debe pasar cualquier gran orquesta o director. El examen final, un digno termómetro de la más pura sensibilidad del público contemporáneo.


La forma sinfónica acaba y empieza de nuevo en él. "Muere como forma clásica en los inicios de su Primera sinfonía. Era un outsider y un subversivo. A los 27 años ya plantea que pueden tener más de cuatro movimientos y comenzar sin un tema definido. Le dijo a Sibelius: "La sinfonía es como el mundo. Debe abarcarlo todo", cuenta el crítico británico. Justo como trataban de hacer en ese mismo tiempo Marcel Proust, Thomas Mann, Tolstói o Joyce con la novela.


Como todos ellos, fue difícil entenderlo en su tiempo y este, en vida, fue relativamente corto. Apenas cumplió 51 años. Su enfermedad coronaria, una endocarditis irreversible, se manifestó en Estados Unidos. La misma Alma culpó a las tensiones que sufrió en la Filarmónica de Nueva York. "En Viena era todo poderoso, allí tenía a 10 señoras diciéndole lo que tenía que hacer".


Viena, edificio del Ayuntamiento
El mal era intratable. Quiso morir en Viena. Alma permaneció a su lado, lo mismo que por los jardines del sanatorio le aguardaban Alban Berg, Schoenberg -"¿qué será de él si yo me muero? No tendrá a nadie", le confesó preocupado a su esposa en los últimos días-, también Gustav Klimt, Arthur Schnitzler...


Inmerso en su agonía, Alma le escuchó decir: "Mozart". Había dejado instrucciones de que en su lápida del cementerio de Grinzing solo se leyera: Mahler. "El que venga a verme sabrá quien fui. El resto no necesita enterarse".


¿Por qué Mahler? Cómo un hombre y diez sinfonías cambiaron el mundo. Norman Lebrecht. Traducción de Barbara Ellen Zitman Ross. Alianza Música. Madrid, 2011. 400 páginas. 24 euros. Festival Internacional de Mahler en Leipzig (Alemania). Del 17 al 29 de mayo. Grandes orquestas del mundo interpretarán todas las sinfonías del músico.




Obra de Gustav Mahler


En las primeras décadas del siglo XX, Gustav Mahler era recordado como uno de los más importantes directores de orquesta y de ópera de su momento. A mediados de ese siglo, una creciente valoración por la interpretación de sus obras y el estudio de su vida lo reconoció entre los compositores más destacados en la Historia de la Música. A mediados de 2001, la discografía mahleriana contaba con más de dos mil grabaciones y entre las versiones sobresalientes figuraban las de Abbado, Boulez, Bernstein, Tilson Thomas y Fischer-Dieskau. Además de sus nueve sinfonías terminadas (diez, si se incluyen los bosquejos de la Décima), sus principales obras son: Lieder eines fahrenden Gesellen ("Canciones de un camarada errante"); las composiciones sobre los textos de Des Knaben Wunderhorn ("El muchacho del cuerno mágico"); Kindertotenlieder (o "Las canciones a los niños muertos"), con Ruckert-lieder, basándose en ambos casos en los textos y el mismo título de los escritos por el poeta alemán Friedrich Rückert; también, la renovadora síntesis de sinfonía-ciclo de canciones Das Lied von der Erde ("La canción de la Tierra"), con letra de poemas traducidos del chino al alemán.


De la etapa juvenil destacan las composiciones ocasionales como tempranos lieder, junto a un logrado proyecto de mocedad que nunca dejará de causar la propia admiración en el compositor adulto, Das Klagende Lied ("La canción del lamento"). El cuarteto con piano, del que sobrevive un único movimiento. Entre este tipo de trabajos fragmentarios está Rübezahl, el fallido proyecto operístico anhelado también por su amigo de juventud, el compositor Hugo Wolf; un primitivo trabajo sinfónico anterior a la Sinfonía Titán; el movimiento descartado de la Primera Sinfonía, "Blumine"; y Totenfeier ("Festividad fúnebre"), planteado en su gestación como Poema Sinfónico. Salvo pocas modificaciones se convirtió en el primer movimiento de la Segunda Sinfonía.


Gustav Klimt
Si bien sobresalió como intérprete operístico, como compositor centró muchos de sus esfuerzos en la forma sinfónica y en el lied. La Segunda, Tercera, Cuarta y Octava sinfonías y La Canción de la Tierra conjugaron en sus partituras ambos géneros. Él mismo advertía que componer una sinfonía era «construir un mundo con todos los medios posibles», por lo que sus trabajos en este campo se caracterizan por una amplísima heterogeneidad. Mahler introdujo elementos de distinta procedencia como melodías populares, marchas, fanfarrias militares, ligados al proceso mediante un uso personal del acorde, entrecortando o alargando inusitadamente las líneas melódicas, acoplados o yuxtapuestos en el interior del marco formal -dilatado a discreción del compositor- que absorbió de la tradición clásica vienesa. Esta mezcla, con las desmesuradas proporciones y la duración de sus obras sinfónicas, implicaba la aparición de armonías disonantes que, por ejemplo, sobrepasan el cromatismo utilizado por Wagner en su Tristán e Isolda. La apariencia de desorden que resulta de esto, junto con el esfuerzo suplementario que suponía reconocer alguna formalidad "clásica" en su estructura, rodeó a su música de una general incomprensión atrayéndole una hostilidad casi general, pese al apoyo de una minoría entusiasta, entre la que se encontraban los miembros de la Segunda Escuela de Viena, que lo tenían por su más directo precursor.


La revalorización de Mahler, al igual que la de Anton Bruckner, fue lenta, y se vio retrasada por su gran originalidad y el auge del nazismo en Alemania y Austria, ya que su condición de judío hizo catalogar su obra como "degenerada" y "moderna". Lo mismo sucedió con otros compositores, caídos en desgracia ante el Tercer Reich. Sólo al final de la Segunda Guerra Mundial, por la decidida labor de directores como Bruno Walter, Otto Klemperer y, más tarde, Bernard Haitink o Leonard Bernstein, su música empezó a interpretarse con más frecuencia en el repertorio de las grandes orquestas.


Son diez las sinfonías de su catálogo, aunque la última quedó inacabada a su muerte. De ellas, las números 2, 3, 4, y 8 –que le concedió en vida su único sonado triunfo en un estreno– incluyen la voz humana, amplificando hasta extremas consecuencias el complejo modelo coral de Beethoven en la última parte de su Novena.

En lo que respecta a la Décima Sinfonía, de la cual el compositor alcanzó a completar el Adagio y el Purgatorio (primer y tercer movimiento respectivamente), fue objeto de reconstrucción por parte del musicólogo y estudioso de Mahler Deryck Cooke cuando pudo persuadir a Alma Werfel-Mahler, de que levantara en 1960 el veto que pesaba sobre los bocetos de los movimientos restantes dejados en su poder poco antes de la muerte de su marido. A partir de estos, Cooke elaboró una "más que probable" versión de la obra por tres ocasiones.


Anna Mahler, la hija superviviente del compositor, proporcionaría a Deryck Cooke -después de la desaparición de su madre- apuntes eludidos en su día por Alma al musicólogo inglés que consolidaron su laborioso trabajo de reconstrucción. Tal como lo ha relatado él mismo, y La Grange en su extensa biografía, la primera oferta interpretativa del profesor recibió la emocionada acogida de Alma, lo que estimuló al británico a efectuar dos revisiones exhaustivas, ahora en posesión de los bocetos que la hija de Mahler hubo de proporcionarle. Estos apuntes celosamente custodiados vinieron a replantear el enfoque que recibieron de su parte el segundo, cuarto y quinto movimientos (los menos elaborados del manuscrito) de la que se ha llamado desde entonces la Décima de Gustav Mahler.


Existen otros intentos para hacer ejecutable esta sinfonía. Clinton Carpenter, Joseph Weeler y Remo Mazzetti, o el director de orquesta Rudolf Barshai, plantearon su personal punto de vista. Todos estos han merecido por lo menos una -o varias, en el caso de Cooke- grabaciones correspondientes.


Egon Schiele
Como dato adicional pueden mencionarse las transcripciones para piano de sus obras (a cuatro manos y dos pianos). Bruno Walter hizo una para cuatro manos de la Segunda Sinfonía; el pianista August Stradal realizó otra transcripción de la Quinta para dos pianos. De la misma forma, el pianista y musicólogo austríaco Erwin Ratz transcribió el Adagio de la Décima sinfonía para dos pianos.




2 comentarios:

Irma de la Fuente dijo...

Querido Federico:
Excelentes reflexiones sobre Mahler, su música te atrapa como pocos, siempre ha sido una delicia escucharlo.
Un abrazo,
Irma

Gerardo Saúl Palacios dijo...

Mi estimado Federico: gracias por enviarme este enlace que nos dirige a una obra tuya. Está fenomenal. Contiene una muy buena cantidad de informaión sobre el artista.
Muchas gracias y felicidades.
Gerardo Saúl Palacios