sábado, 21 de mayo de 2011

Hermann Hesse

Algunas lecturas de adolescencia y juventud temprana me marcaron indeleblemente, particularmente las novelas de Hermann Hesse que, arrobado por su misterio y fuerza espiritual, leía ensimismado y fascinado como si estuviese presenciando y fuese partícipe de un descubrimiento vital de primordial importancia a partir del cual mi vida sería otra muy distinta, alejada de la monotonía burguesa y conformista que veía a mi alrededor. El Demián estrujó mi paisaje interior y puso patas arriba la concepción que tenía del exterior, lo mismo me ocurrió con El lobo estepario: una revuelta interna agitaba convicciones y precipitaba cambios en la manera de ver al mundo, a mí mismo y a mis semejantes, en una palabra, transformó mi cosmovisión; como nunca antes vislumbraba perspectivas y enfoques inéditos que Hesse, cual guía espiritual, proponía a mi entendimiento, sensibilidad y espíritu. Luego seguí devorando con pasión encendida esa bella novela sobre la vida de dos espíritus aparentemente opuestos y contradictorios, aunque paralelos: Narciso y Goldmundo, hasta transitar por esa joya literaria, la hermosa y deslumbrante vida de Buda narrada magistralmente en el Siddharta de Hesse, una auténtica revelación, como si algún iluminado contase a un ignorante la vida de Cristo y éste la hubiese oído por vez primera. Luego vino la lectura de El juego de abalorios, como culminación espiritual representada en la vida del magister ludi, Josef Knecht, ocurrida en Castalia: esa utopía interior que concentra conocimiento, arte y vida espiritual llevada a la perfección ascética. Sin duda Hesse despertó en mí, sentimientos de rebeldía juvenil frente al estrecho mundo burgués y sus valores que hasta entonces me había tocado vivir. Evoco ahora, luego de muchos años, tales lecturas y sobre todo, a su autor, el gran novelista y poeta alemán consagrado con el premio Nobel de literatura en 1946: Hermann Hesse. A continuación reproduzco diverso material sobre el autor y su obra, a efecto de brindar al lector de este blog otras voces, tesituras, contextos y perspectivas más autorizadas. (F.Z.)



Hermann Hesse. Cómo aprender a volar
MANUEL VICENT, EL PAÍS, 28/02/2009


Hermann Hesse nació el 2 de julio de 1877 en Calw-Württemberg, pequeño lugar de la Suabia, hijo primogénito de un misionero báltico y de una madre, que era hija a su vez de otro misionero en la India, famoso lingüista y erudito. Amamantado en un hogar de pietistas fanáticos, el niño llegó a la adolescencia aplastado por la Biblia. Recibió la primera enseñanza en la escuela misional y en ella los salmos, el órgano y las plegarias constituían su principal sustento, al que se unían las correrías por la pradera donde hablaba con los pájaros, las zambullidas en el lago durante el verano, la verdad aprendida en los duendes del bosque y la amistad con el zapatero, el carnicero y otros sencillos menestrales del pueblo.


Estas excursiones eran su única escapatoria con la que el niño llenaba la imaginación más allá de la férrea educación religiosa a la que estaba sometido. Entre la naturaleza virgen, apenas hollada, y el látigo de la conciencia transcurrieron sus primeros años. La vitalidad del muchacho pronto entró en conflicto con la vida oscura de su familia, que lo había destinado a la iglesia para ser ungido por el Señor; pero, desde el primer momento hasta el final de sus días, Hermann Hesse luchó para elegir la clase de ungüento con el que quería ser consagrado. "Samuel ungió rey a David, pero el óleo no puede convertirme a mí en rey".


Pese a todo, no pudo evitar la inercia clerical de sus padres. Tuvo que estudiar latín, griego, gramática y estilística para preparar el examen de estado de Württemberg con el que podía acceder a la formación gratuita como teólogo evangélico en el seminario de Tubinga. Hermann Hesse fue un pálido adolescente enclaustrado que, entre los húmedos paredones de Maulbronn, no hacía sino recordar la libertad que gozó en su niñez entre los álamos negros y los alisos del lago, el silencio de la nieve en los abetos, la magia de los juegos en la plazuela con otros compañeros, el conocimiento de los animales, las plantas y las estrellas. Después de un largo tiempo de encierro tomó la determinación de huir. Un día saltó la tapia del seminario y volvió a casa con un pequeño equipaje en el que ya no estaba incluida la Biblia, y cuando este adolescente levítico se creía libre, empezó la tortura. Hermann Hesse quería ser escritor o nada, pero esa elección no se alcanza impunemente. Los padres internaron al muchacho en un centro religioso de curación en Bad Boll y, en vista de que no sanaba de sus sueños, lo llevaron ante el afamado exorcista Blumhardt para que le sacara el demonio del cuerpo, como había hecho con otros posesos de la comarca. En medio de ese rito, lejos de echar espuma por la boca, el muchacho imaginaba la rama de abeto iluminada por el sol del verano de donde su cuerpo endemoniado pendería entre el canto de los pájaros o se veía ahogado en el seno del lago cuyas aguas en los días felices de vacaciones habían recibido gloriosamente sus alegres zambullidas coreadas por los gritos de felicidad de sus compañeros. Después de un intento de suicidio, sus padres lo pusieron en manos de un psiquiatra en una clínica de Steten, y la tortura siguió hasta que el joven encontró la salvación por sí mismo en la rebeldía.


No sería ungido por Dios, pero sería relojero, bibliotecario o librero, oficios que, bien mirado, también podían ser divinos. Tímido y enamoradizo siempre frustrado, Hermann Hesse comenzó a construirse por sí mismo a través de las lecturas de Heine y de Goethe hasta romper finalmente en poeta. Mientras trabajaba en una fábrica de relojes de Calw o hacía el aprendizaje en una librería de Tubinga o de Basilea, soñaba con saltar ahora la propia tapia y fugarse a Brasil, pero comenzó a escribir poemas, cuentos y novelas como otra forma de huir hacia dentro. Después viajó a Italia, se casó con María Bernoulli y convivió con ella en una casa campesina en Constanza junto al lago. De esa existencia libre en medio de la naturaleza extrajo la parte esencial de su literatura con el culto a los cinco sentidos. El hombre no está aquí para alcanzar la verdad. A este mundo se ha venido sólo a gozar y a sufrir, de modo que la formación del espíritu consiste en elegir los goces más sutiles y combatir los sufrimientos como una frontera. La libertad, el anti-intelectualismo, la sensualidad poética y la salida siempre irónica del escepticismo fueron sus conquistas literarias, y ante la hecatombe bélica que se avecinaba en Alemania en el año 14, Hermann Hesse adoptó también la rebeldía del pacifismo contra el espíritu belicista de sus paisanos.


Muchos adolescentes quemados por un ascua interior, que se enfrentaron al horizonte de escombros de la Europa asolada por la Gran Guerra, descubrieron a Hermann Hesse y lo adoptaron como guía espiritual. Desde entonces, este escritor flaco, de delicada estructura ósea, de ojos azules ardientes y pelo claro, tímido y recio a la vez, con una tensión de ave de presa en el rostro, se convirtió en un referente literario al que se han agarrado sucesivamente muchos jóvenes para iniciarse en el vuelo contra los valores de una moral burguesa también devastada.


En los años sesenta del siglo pasado, cuando los hippies inauguraron diversas rutas hacia los lugares iniciáticos de planeta, en su morral de apache, junto al pequeño alijo de marihuana, llevaban alguno de estos tres libros inevitables, Demian, Siddharta o El lobo estepario, muy manoseados por los vistas de aduanas, en los que Hermann Hesse daba las pautas para sobrevolar toda clase de ruinas sin excluir las que cualquiera lleva en el corazón. Por su parte, este escritor nunca olvidaría el esfuerzo que tuvo que realizar para liberarse de las propias ataduras; entre ellas, el nudo de la soga con la que intentó ahorcarse.


Viajó a la India, tal vez en busca de una nueva espiritualidad, tal vez para liberarse del doloroso vínculo con sus padres. De esos viajes no se trajo ninguna experiencia que no encontrara en el lago Constanza, una fuerza interior que le serviría para sobrellevar la esquizofrenia de su mujer, la grave enfermedad de uno de sus hijos, otros amores perdidos y el rechazo con que el patriotismo alemán quiso vengar su posición crítica ante la maldad de las guerras. Fue censurado. Su nombre desapareció de los periódicos. Escribió con seudónimo. Adoptó la nacionalidad suiza. Se estableció en Montagnola, condado de Tesino, y en su arduo combate por la libertad de espíritu se derrumbó algunas veces, de cuyo cataclismo nervioso lo sacó el doctor Lang, discípulo de Jung, y la amistad con Thomas Mann, con el que trabó una extensa correspondencia. Durante el nazismo, sus libros ardieron en una plaza de Berlín atizados por la Gestapo, pero al final de la II Guerra Mundial fue coronado por el premio Goethe y con el Nobel. Hermann Hesse murió en 1962 en Montagnola y allí está enterrado. Hasta allí acuden en peregrinación todos los lectores que en las páginas de sus libros aprendieron a volar.


Se ha dicho que Hermann Hesse fue viejo en la juventud y joven en su vejez. He aquí sus lecciones de iniciación: librarse de cualquier vínculo con los afectos dolorosos, disolverse en la ilusión del nihilismo, ser el creador de la propia alma, sintetizar en ella todas las fuerzas opuestas, absorber la magia de la naturaleza más allá de todas las patrias, agarrarse a un asa de viento para alcanzar todo aquello que deseábamos ser cuando, al salir de la adolescencia, le leíamos en verano tumbados en una hamaca a la sombra de los álamos. ¿Quién no ha soñado alguna vez con ser como él un lobo estepario? –


El Lobo Estepario- Hermann Hesse
19/09/08


Capítulo Tractat del Lobo Estepario, no para cualquiera


… Pues, a lo que parece, es una necesidad innata fatal en todos los hombres representarse cada uno su yo como una unidad. Y aunque esta quimera sufra con frecuencia algún grave contratiempo y alguna sacudida, vuelve siempre a curar y surgir lozana…


si alguna vez en las almas humanas organizadas delicadamente y de especiales condiciones de talento surge el presentimiento de su diversidad, si ellas, como todos los genios, rompen el mito de la unidad de la persona y se consideran como polipartitas, como un haz de muchos yos, entonces, con sólo que lleguen a expresar esto, las encierra inmediatamente la mayoría, llama en auxilio a la ciencia, comprueba esquizofrenia y protege al mundo de que de la boca de estos desgraciados tenga que oír un eco de la verdad…


Cuando, por consiguiente, un hombre se adelanta a extender a una duplicidad la unidad imaginada del yo, resulta ya casi un genio, al menos en todo caso una excepción rara e interesante.


Pero en realidad ningún yo, ni siquiera el más ingenuo, es una unidad, sino un mundo altamente multiforme, un pequeño cielo de estrellas, un caos de formas, de gradaciones y de estados, de herencias y de posibilidades.


Que cada uno individualmente se afane por tomar a este caos por una unidad y hable de su yo como si fuera un fenómeno simple, sólidamente conformado y delimitado claramente: esta ilusión natural a todo hombre (aun al más elevado) parece ser una necesidad, una exigencia de la vida, lo mismo que el respirar y el comer.


La ilusión descansa en una sencilla traslación. Como cuerpo, cada hombre es uno; como alma, jamás…


El que examine, por ejemplo, al Fausto de esta manera, obtendrá de Fausto, Mefistófeles, Wagner y todos los demás una unidad, un hiperpersonaje, y únicamente en esta unidad superior, no en las figuras aisladas, es donde se denota algo de la verdadera esencia del alma humana.


Cuando Fausto dice aquella sentencia tan famosa entre los maestros de escuela y admirada con tanto horror por el filisteo: Hay viviendo dos almas en mi pecho, entonces se olvida de Mefistófeles y de una multitud entera de otras almas, que lleva igualmente en su pecho.


También nuestro lobo estepario cree firmemente llevar dentro de su pecho dos almas (lobo y hombre), y por ello se siente ya fuertemente oprimido. Y es que, claro, el pecho, el cuerpo no es nunca más que uno; pero las almas que viven dentro no son dos, ni cinco, sino innumerables; el hombre es una cebolla de cien telas, un tejido compuesto de muchos hilos…


Pintoresco y complejo es el juego de la vida…


Cree, como Fausto, que dos almas son ya demasiado para un solo pecho y habrían de romperlo. Pero, por el contrario, son demasiado poco, y Harry comete una horrible violencia con su alma al tratar de explicársela de un aspecto tan rudimentario. Harry, a pesar de ser un hombre muy ilustrado, se produce como, por ejemplo, un salvaje que no supiera contar más que hasta dos…


En lugar de estrechar tu mundo, de simplificar tu alma, tendrás que acoger cada vez más mundo, tendrás que acoger a la postre al mundo entero en tu alma dolorosamente ensanchada, para llegar acaso algún día al fin, al descanso. Por este camino marcharon Buda y todos los grandes hombres, unos a sabiendas, otros inconscientemente, mientras la aventura les salía bien. Nacimiento significa desunión del todo, significa limitación, apartamiento de dios, penosa reencarnación. Vuelta al todo, anulación de la dolorosa individualidad, llegar a ser dios quiere decir: haber ensanchado tanto el alma que pueda volver a comprender nuevamente al todo…


Discurso de Anders Österlin, secretario permanente de la Academia Sueca, en ocasión del otorgamiento del premio Nobel de Literatura 1946 a Hermann Hesse.


Majestad, excelencias, señoras y señores:


El premio Nobel se le ha otorgado a un escritor que se hizo famoso en todos los campos que abordó, un escritor de origen alemán que creó sin preocuparse del favor del gran público. Hermann Hesse, que hoy tiene sesenta y nueve años de edad, puede remitirse a una importante producción de novelas, novelas cortas y poesías, que en parte se han traducido al sueco. Ha sido uno de los primeros escritores alemanes que se liberó de la influencia de la política al asentarse en Suiza ya antes de la Primera Guerra Mundial, y que en 1924 obtuvo la nacionalidad suiza. Pero en este sentido hay que observar que Hermann Hesse, en cuanto a su procedencia y sus vínculos personales, ya pudo considerarse en su juventud como un suizo tanto como un alemán. Como ciudadano de un país que formó parte de las potencias neutrales protectoras de Europa, pudo dedicarse a su importante tarea literaria con una relativa tranquilidad, y los resultados han demostrado con su evolución que, junto con Thomas Mann, se le puede considerar el administrador más digno del legado cultural alemán dentro de la literatura contemporánea.


Más aún que en la mayoría de los demás escritores, en Hermann Hesse hay que tener en cuenta sus condiciones personales para que pueda surgir un concepto de los elementos, de hecho asombrosos, de su naturaleza. Procede de una familia suaba estrictamente pietista; su padre fue un famoso conocedor de la historia de la iglesia; su madre, hija de un misionero de origen suabo y de una suiza romana, se había criado en India. Naturalmente se decidió que el hijo fuese teólogo y se le envió como alumno al seminario de Maulbronn. Huyó de allí, se hizo aprendiz de un relojero y más tarde fue ayudante de librero en Tubingia y Basilea. Su rebeldía juvenil contra la religiosidad de la familia, una religiosidad que en el fondo de su propia esencia escondió durante toda la vida, se renovó con la violencia de una dolorosa crisis interior cuando él - un hombre ya hecho y escritor conocido en su patria - abordó, en el año 1914, nuevos caminos que se alejaban mucho de los idílicos lares donde hasta entonces había vivido.


En el fondo se pueden mencionar dos motivos que determinan el repentino cambio total que se produce en la obra de Hermann Hesse. Primero, naturalmente, es la guerra mundial. Cuando al comienzo quiso dirigir a sus excitados colegas algunas palabras de reflexión y tranquilidad, y en su exhorto hizo suyo el lema de Beethoven: "¡Oh, amigos, esos tonos no!", suscitó una tormenta de indignación. La prensa alemana le atacó con dureza, y desde luego se tomó esta experiencia muy a pecho. Al mismo tiempo, el ataque le confirmó que toda la cultura occidental, en la que durante tanto tiempo había creído, estaba en proceso de descomposición y amenazaba con desmoronarse. La solución tenía que buscarse fuera de las reglas en vigor, quizá a la luz de Oriente o también como germen en la teoría ética anarquista del retorno del bien o del mal en una esfera superior. Enfermo y dubitativo, buscó la curación en el psicoanálisis freudiano, entonces difundido y practicado con tanto entusiasmo. La teoría de Freud también dejó profundas huellas en las obras que publicó Hesse en aquella época, cada vez más osadas. Esta crisis personal encontró su expresión más magnífica en la imaginativa novela Der Steppenwolf ("El lobo estepario"), que apareció en 1927 y que describía de modo genial la dualidad de la naturaleza humana, esa tensión entre el impulso y el espíritu en un mismo individuo que se coloca fuera de los criterios sociales y morales cotidianos. En esta extravagante historia del ser humano que, atormentado por su enfermedad nerviosa, es un apátrida en todas partes, igual que un lobo perseguido, Hesse creó algo incomparable, un libro cargado de materia explosiva, peligroso y ominoso, si se quiere, pero al mismo tiempo liberador por su mezcla de humor sombrío y de poesía, con los que Hesse impregna el relato. Se trata de superar los obstáculos, pero a diferencia de la gran mayoría de las novelas influidas por Freud que se escribieron en los años veinte y treinta, Der Steppenwolf ("El lobo estepario") es una obra original e inspirada. Pese a todos los problemas modernos, Hesse se mantiene en la línea de la mejor tradición alemana; el personaje clásico que recuerda este extraño y sugestivo relato es E.T.A. Hoffmann, el creador de los "Elixiere des Teufels" ("Elixires del diablo").


Como segundo factor que influye en la obra de Hermann Hesse se puede considerar que era nieto de Gundert, el famoso conocedor de la India, y que ya en su niñez se sintió atraído por todas las fuentes a su alcance de la sabiduría india. Cuando Hesse, en los años de madurez, realizó un viaje al país de sus anhelos, no se resolvieron para él los misterios de la vida, pero su concepción del mundo quedó hasta cierto punto marcada por la influencia budista; el hermoso relato Siddhartha (1922), la leyenda de la pureza del joven brahmán Buda, no es el único testimonio de ello. En su obra se entrelazan de modo absolutamente peculiar las más diversas combinaciones de ideas, tomadas prestadas de Francisco de Asís y de Buda, de Nietzsche y de Dostojewsky, en un grado que podría tentar a considerar a Hesse, en principio, como un experimentador ecléctico de diversas concepciones del mundo. Pero eso es totalmente erróneo. Su honestidad y equilibrio son los fundamentos ideales de sus obras, y no abandona esta línea ni siquiera al tratar los temas más osados. En sus novelas cortas de éxito, su personalidad se nos muestra de forma directa e indirecta. Su estilística, siempre merecedora de toda admiración, alcanza su plenitud tanto en la exposición demoníaca del éxtasis agresivo como en las pacíficas consideraciones de la filosofía esclarecida de la vida. La historia de Klein, aquel ladrón desesperado que huye a Italia para aprovechar allí su última posibilidad de felicidad, y la maravillosa y fluida descripción de Hans, el hermano fallecido, en "Gedenkblätter" ("Recuerdos del pasado", 1937), son ejemplos maestros de ámbitos muy distintos.


Un puesto especial en la obra de Hermann Hesse le corresponde a la ambiciosa novela Das Glasperlenspiel ("El juego de abalorios", 1943), una fantasía sobre una asociación secreta espiritual al estilo heroico ascético de la Orden Jesuita, que se basa en el ejercicio de una especie de terapia meditativa. Esta teoría del pensamiento exige máxima consideración. El concepto del juego y su papel dentro de la cultura lo aborda en un plano asombrosamente igual el meditado estudio del holandés Huizinga, "Homo ludens". La idea de Hesse desemboca en un doble significado. En una época del desmoronamiento, considera que le corresponde la tarea de salvar las tradiciones culturales. Pero, a la larga, la cultura no puede conservar su fuerza si se limita sólo a una pequeña parte. Si la multiplicidad de conocimientos se pudiera trasladar a un juego formalmente abstracto, eso sería, por un lado, una prueba de que la cultura se fundamenta en un misterio orgánico, y, por otro, este máximo conocimiento no se podría considerar algo inmanente, sino que sería suave y frágil como perlas de cristal, y el niño que encontrase los destellantes fragmentos en los escombros de unas ruinas no sabría ya lo que significan. Una novela que tenga por objeto una concepción sólida del mundo corre fácilmente el riesgo de ser considerada ajena al mundo, pero precisamente contra esto defiende Hesse su planteamiento con algunas líneas elegantes al principio de su libro: "... pues puede que, también en cierto sentido y para personas superficiales, las cosas que no existen se puedan describir con más facilidad y menos responsabilidad por medio de palabras que las que existen, pero para el historiador religioso y concienzudo sucede justo lo contrario: nada se escapa tanto a la exposición por medio de las palabras y nada es tan necesario colocar ante los ojos de los hombres que ciertas cosas cuya existencia no es demostrable ni probable, pero que, precisamente por el hecho de que personas religiosas y conscientes las tratan en cierto sentido como cosas reales, se aproximan un paso más al ser y a la posibilidad de llegar a nacer."


Sin embargo, si la creación en prosa de Hermann Hesse no llegase a gozar un día de tanta estima como al comienzo, su obra lírica destaca por encima de toda duda. Tras la muerte de Rainer Maria Rilke y de Stefan George, él ocupa el primer lugar como poeta lírico contemporáneo en lengua alemana. Combina una selecta pureza del tono con una conmovedora calidez del sentimiento, y la nobleza de su forma musical es hoy prácticamente insuperable. Continúa la línea de Goethe, de Eichendorff y de Mörike, y de nuevo aporta un colorido absolutamente personal a la magia de lo poético. La tragedia de su interior, sus horas sanas y enfermas, la intensa comprobación de su conciencia, el sacrificio que realiza a la vida, sus ganas de contar cosas y su culto a la naturaleza, todo ello se refleja con desacostumbrada claridad en la colección Trost der Nacht ("Hacia la noche") de 1929. Una colección posterior de Neue Gedichte ("Nuevos poemas", 1937) exhala sabiduría madura y está impregnada de experiencia desconsolada, pero irradia la ternura del sentimiento en la descripción de imágenes, de la atmósfera y de la armonía de los seres creados.


En una descripción característica tan escueta no es posible destacar como merecen las múltiples obras que distinguen a este autor tan dominante, y que con todo derecho le hicieron ganar una gran cantidad de fieles admiradores. En sus poemas confesionales expresa el carácter alemán del sur con una mezcla muy personal de desvinculación y religiosidad. Si se tiene en cuenta la continua tendencia a la rebelión, ese fuego incansable que convierte al soñador en luchador cuando se trata de cosas para él sagradas, se le podría incluir entre los románticos. En cierto momento dice sobre la realidad que uno no se puede dar en absoluto por satisfecho honrándola y respetándola, pues esa miserable realidad, con frecuencia engañosa y no creativa, sólo se puede cambiar si no se percibe, si se demuestra que somos más fuertes que ella. Por lo tanto, la distinción que se reconoce a Hermann Hesse es más que la confirmación de la fama. También quiere situar bajo la luz correcta una creatividad literaria que en su conjunto muestra la imagen de un hombre bueno que ha luchado, que ha seguido su profesión con fidelidad sin parangón y que, en una época trágica, consiguió mantener en alto la bandera del auténtico humanismo. Lamentablemente, su estado de salud no le ha permitido al autor viajar a Estocolmo. Por eso el representante de la Confederación Suiza en Suecia recogerá el premio en su nombre. Entonces el orador se dirigió al representante de Hermann Hesse, el delegado suizo Dr. Henry Vallotton: Excelencia, le ruego que ahora tome de manos de Su Majestad el Rey las insignias del premio que nuestra Academia Sueca ha otorgado a su compatriota Hermann Hesse.


Una nota sobre El juego de abalorios:


ESTE LIBRO...
Por: ALFREDO CAHN

Portada para El juego de abalorios en inglés
PARA explicar con una sola palabra el clima de la presente novela de Hermann Hesse, su obra cumbre, basta decir lo que de pocas o acaso de ninguna obra de ficción de nuestro siglo puede decirse: es una novela sabia. Dése a este término un acento de respeto y admiración, pronuncíesele con esa unción que era el aura de los sabios de otros tiempos, en que el saber era más universal y el sabio no era conocedor acabado de una ciencia o de la rama de una ciencia sola. Porque la novela El juego de abalorios es por su tono y su contenido el resumen de la experiencia de una vida patriarcalmente llevada, es crítica constructiva de nuestra época, utópico esbozo de un mundo por venir y, sobre todo, síntesis y armonización de saber y de fe.


El juego de abalorios es, por lo tanto, un juego con todos los contenidos y valores de nuestra cultura; juega con ellos como tal vez, en las épocas florecientes de las artes, un pintor pudo haber jugado con los colores de su paleta... Lo que la humanidad produjo en conocimientos elevados, conceptos y obras de arte en sus períodos creadores, lo que los períodos siguientes de sabia contemplación agregaron en ideas y convirtieron en patrimonio intelectual, todo este enorme material de valores espirituales es usado por el jugador de abalorios como un órgano es ejecutado por el organista; este órgano es de una perfección apenas imaginable, sus teclas y pedales tocan todo el cosmos espiritual, sus registros son casi infinitos; teóricamente, con este instrumento se podría reproducir en el juego lodo el contenido espiritual del mundo.


El protagonista de la novela de Hermann Hesse, el magister ludí Josef Knecht, es el antagonista del hombre típico y triunfante de nuestro tiempo. Renuncia a su personalidad, a la ambición y a los bienes materiales, para convertirse en función jerárquica. Su libertad individual disminuye en la medida en que se agranda su autoridad, puesto que ésta, más que licencias y derechos, involucra responsabilidades y deberes. El concepto de poder no forma parte del orden jerárquico que rige la “provincia pedagógica” en que se desenvuelve la vida de Josef Knecht. Y ello no obsta para que esa provincia sea un modelo de disciplina, de una disciplina severa, inclusive, lograda a fuer de ejemplos y con exclusión de cuanto pueda parecerse siquiera a un castigo. En esa “provincia pedagógica” que Hesse llama Castalia y que habitan los integrantes de una Orden dedicados a toda suerte de estudios, no existen lazos de familia, ni honores, ni bienes materiales. Se busca la perfección del espíritu y del alma en el estudio y la meditación, no tanto en beneficio propio como por vocación y en beneficio del mundo exterior que, en su afán de “vivir la vida”, de progreso y de comodidades, ha dejado de dedicar su atención a los problemas fundamentales de la existencia a tal punto que si el pensamiento carece de pureza y ya no se venera al espíritu, todo el mecanismo de la vida material se tambalea y la autoridad, como la matemática del banquero, marchan hacia el caos.


La novela de Hermann Hesse habla de nuestra actualidad como de un tiempo pretérito, su acción transcurre en un futuro asaz lejano, pero lo que le imprime mayor interés es lo que podría llamarse “lo medido de su ilusión”, o sea el que concibe una provincia y una Orden de nuevo cuño, sostenido por un mundo no muy distinto del nuestro. Quiere ello decir que Hesse cree en la posibilidad de una reacción espiritual a la actualidad materialista, pero la asigna a una “élite”, y no se mece en la ilusión de un mundo perfecto y totalmente diferente de cualquier tiempo pasado. Cree en cambios fundamentales, pero no en cambios totales, y esta circunstancia es la que permite afirmar que su novela es una obra sabia. No la eclosión de un espíritu poético romántico, sino la previsión de un hombre que ha penetrado la realidad circundante y extrae conclusiones acertadas de fenómenos diversos y extremadamente sutiles, como son el de la música y sus relaciones con el hombre y hasta las de éste con el Estado. Páginas éstas maravillosas que podrán leerse en la introducción que el mismo Hesse pone a esta obra.


El estudio y la meditación no son, por supuesto, privilegios exclusivos de Castalia, y uno de los capítulos más atrayentes de la novela —el más bello es aquel que narra la transfiguración del magister musicae, convertido en personificación de la música—, relata la temporal convivencia de Josef Knecht con un sabio benedictino, historiador y político, estableciendo un paralelo entre una Orden religiosa y la Orden de Castalia y su respectiva posición frente al mundo. En ese capitulo se descubrirá la última consecuencia de otra síntesis, tanto del libro como de la vida y sabiduría de Hermann Hesse: la síntesis de Oriente y Occidente, de la que son preámbulos sus libros Sidharta y Peregrinación al Oriente, obras de singular devoción y de una dulzura que llamaríase romántica si no estuviese tan plenamente impresa de intención espiritualmente redentora. Ni en esos dos libros, ni en El juego de abalorios zahiere Hermann Hesse nuestra época, pero si la caracteriza de un modo que no deja lugar a dudas respecto a la opinión que le merece. La llama la “época folletinesca”, la encuentra superficial, y entre sus rasgos prominentes enumera: la falta de fe de los pueblos, la buena mecanización de la vida, la decadencia de la moral, la falta de sinceridad de su arte. Dedica suaves palabras de condenación al afán de distracción que ocupa el lugar del afán de saber, aun cuando se trata de disimularlo mediante dos entretenimientos típicos: las conferencias y las palabras cruzadas. Habla de las personas que creen propender a mayor cultura dedicando diariamente una hora a la solución de tales problemas o escuchando conferencias sobre temas de la más variada índole y en que la sonoridad de las palabras y el lucimiento del orador tiene infinitamente más importancia que el propósito instructivo y constructivo, si es que tal propósito anima la perorata. Suelen ser expresiones de un saber superficial lo mismo que de una ambición mundana, y como tales, incluso pervierten las nociones serias y fundamentales que, en un principio, puede haber aportado el oyente. Son signos de desconcentración intelectual, pero de ningún modo de un serio anhelo enciclopédico y menos aún sintético. Y carecen, sobre todo, de la participación del alma, que es la que tan perentoriamente reclama en todas las cosas, y a través de su libro sin par, el autor, como panacea única que puede devolver al mundo su salud moral, espiritual, y la paz verdadera.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy interesante el artículo, personalmente me hubiera gustado que el artículo tuviese mas de su vida personal. qué sucedió con su hijo, con su mujer? esos amores no corrrespondidos.
Los libros, en mi caso los he leído, yo siento que el Lobo Estepario es superior a abalorios (mi percepción)
Definitivamente merecedor del premio Nobrel.
Me pareció un poco larga la aportación. Pero, repito es mi percepción. Merecida? Si!
Felicidades y Gracias
Thelma

Rebeca Llaca dijo...

Federico:
Gracias por compartir tu blog. Muy interesante.
Rebeca Llaca