miércoles, 13 de julio de 2011

Jorge Semprún 1923-2011

La escritura o la vida



El mes pasado murió en París Jorge Semprún a los 88 años de edad, luego de una dilatada, diversa e intensa vida como exiliado de su patria, miembro de la resistencia francesa, sobreviviente de un campo nazi de concentración, actor y lúcido testigo de acontecimientos que marcaron el siglo XX, tales como la guerra civil española, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, el comunismo internacional y la lucha clandestina contra la dictadura franquista, la vuelta a la democracia en España, la abolición de los totalitarismos y la reivindicación de la Razón Democrática, así como la construcción del ideal de una Europa unificada. Aunado a ello, ha corrido pareja su inigualable y peculiar labor de escritor, de estupendo y vigoroso narrador literario que recupera y recrea la memoria individual y a la vez histórica de su singular y azarosa biografía a fin de hacerla asequible al lector toda vez que ha sido transfigurada en obra de arte.


En efecto, cuando uno -como distante lector de los desgarradores hechos que narra en La escritura o la vida o en Aquel domingo, por ejemplo, que tratan justamente de la vida en un campo de muerte y exterminio como fue Buchenwald- lee las desgarradoras y espeluznantes escenas que con todo detalle, densidad y profundidad humana va describiendo Semprún mediante un gran fresco literario que trata de acercarnos al horror y la maldad humana pocas veces delineado de manera tan magistral, nos quedamos impávidos, atónitos, sorprendidos y azorados por la infinita maldad de la que ha sido capaz de desplegar el género humano y por otra parte, de la capacidad para resistir, de sufrir, compadecerse, fraternizar y de solidarizarse en la desgracia.


Sólo leyendo a Semprún, a Primo Levy o al premio Nobel Elie Wiesel, por ejemplo, quienes vivieron y padecieron en campos de concentración y exterminio nazis, podemos acercarnos un poco a la magnitud del horror desplegado por el Mal absoluto en esos sitios y percatarnos hasta dónde puede llegar el despotismo, la dictadura, el totalitarismo y la tiranía, para de esta forma, valorar la necesidad de abrazar la Razón Democrática y defenderla de sus enemigos. Weisel ha dedicado toda su vida a narrar el holocausto a fin de que nunca más se vuelva a repetir.


Pero volvamos a Semprún quien como muy pocos ha registrado y recreado dichas experiencias y rescatado la memoria –la terrible memoria- de algo que la mayoría de quienes las padecieron quieren olvidar o, por lo menos, alejarse lo más posible de ellas y padecer en silencio. Semprún se ve obligado a recordar y narrar, a reconstruir el horror padecido no obstante la paradoja que se le presenta: La escritura o la vida, como titula uno de sus libros. He aquí un pasaje ocurrido tres días después de la liberación de Buchenwald por una vanguardia de la Sexta División Acorazada del Tercer Ejército norteamericano del general Patton:


“Pero el 14 de abril de 1945 no había supervivientes en aquel barracón del Campo Pequeño de Buchenwald. No había más que ojos muertos, abiertos de par en par al horror del mundo. Los cadáveres, contorsionados como personajes del Greco, parecían haber reunido sus últimas fuerzas para reptar hasta los tablones de los camastros más próximos al pasillo central del barrancón, por donde podría haber surgido un último socorro. Las miradas muertas, heladas por la angustia de la espera, habían acechado sin duda hasta el fin alguna llegada súbita y salvadora. La desesperación que se leía en aquellos ojos estaba a la altura de esa espera, de esa violencia última de la esperanza.”


Luego en medio de ese amontonamiento de cadáveres, Semprún y un compañero prisionero también escucharon un leve sollozo canturreando algo que no podían entender aunque sí oír:


“-¿Has oído?- dijo Albert en un susurro.
-¿Qué es?-preguntó Albert, con voz helada y queda.
-La muerte-repliqué-, ¿quién si no?
Albert hizo un gesto irritado.


Era la muerte la que canturreaba, sin duda, en alguna parte en medio de los cadáveres amontonados. La vida de la muerte, en suma, que se hacía oír. La agonía de la muerte, su presencia radiante y fúnebremente locuaz. ¿Pero para qué seguir insistiendo ante tamaña evidencia? El gesto de Albert parecía querer decir esto. ¿Para qué, en efecto? Callé.”


Poco después, efectivamente encontraron un moribundo que pudo sobrevivir.


O la siguiente descripción de los judíos supervivientes del campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau, donde murieron entre 1.5 y 2.5 millones de personas, la mayoría judíos, los que quedaron fueron evacuados y movilizados a Buchenwald ante la acometida del ejército Rojo sobre Polonia en el crudo invierno de 1944:


“Los había visto en el edificio de las letrinas, en las salas de la enfermería, despavoridos, desplazándose con infinita lentitud, a modo de cadáveres vivientes, semidesnudos, de interminables piernas esqueléticas, colgándose de los montantes de las literas para progresar paso a paso, con un movimiento imperceptible de sonámbulos.”


“Jamás, más tarde, toda una vida más tarde, (…) jamás podré contemplar las figuras de Giacometti (el escultor italiano) sin acordarme de los extraños paseantes de Buchenwald: cadáveres ambulantes en la penumbra azulada del barracón de los contagiosos; cohortes inmemoriales alrededor del edificio de las letrinas del Campo Pequeño, tropezando con el suelo pedregoso, embarrado con la primera lluvia, inundado de nieve fundida, desplazándose a pasos contados…”


Hay mucho más en La escritura o la vida, en Aquel domingo o en El largo viaje, que relata la experiencia de Semprún en el campo de concentración, hay pasajes verdaderamente hermosos de solidaridad y fraternidad, cargados de poesía, humanidad y belleza en medio de la barbarie y el Mal absolutos, como también hay otros libros, relatos y temas en la obra de Semprún, como La autobiografía de Federico Sánchez, el nom de guerre o seudónimo utilizado durante su vida clandestina como prominente miembro del Partido Comunista Español en su lucha contra la dictadura de Franco. Así como La segunda muerte de Ramón Mercader y Federico Sánchez se despide de ustedes donde narra su vuelta a la normalidad y a la vida democrática de España a donde regresó como Ministro de Cultura del gobierno de Felipe González.


En todo caso, quiero dejar testimonio de este gran español que adoptó la lengua francesa para escribir su obra, de alguien universal, europeo y cosmopolita, que vivió como pocos la turbulenta experiencia del siglo XX y sus principales acontecimientos, de lo cual ha dejado un testimonio absolutamente privilegiado por su enorme densidad, profundidad, claridad analítica y crítica y hondura humana, demasiado humana. Asimismo reproduzco el texto del discurso que Semprún pronunciara en Buchenwald el 11 de abril del 2010, 65 años después de su liberación, y otros testimonios más valiosos que el mío de quienes le conocieron y trataron de cerca. (F.Z.)



Discurso de Semprún en Buchenwald el año 2010
Discurso leído por Jorge Semprún en la conmemoración de la liberación del campo de concentración de Buchenwald, en Alemania.


El archipiélago del horror nazi


El 11 de abril de 1945 –hace pues sesenta y cinco años– hacia las cinco de la tarde, un jeep del Ejército americano se presenta a la entrada del campo de concentración de Buchenwald.


Dos hombres bajan del jeep.


De uno de ellos no se sabe gran cosa. Los documentos asequibles son poco explícitos. Está establecido, en todo caso, que se trata de un civil. Pero, ¿por qué estaba allí, a la vanguardia de la Sexta División Acorazada del Tercer Ejército norteamericano del general Patton? ¿Qué profesión ejerce? ¿Cuál es su misión? ¿Es acaso periodista? ¿O, más probablemente, experto o consejero civil de algún organismo militar de inteligencia?


No se sabe a ciencia cierta.


Está allí, sin embargo, presente, a las cinco de la tarde de un día memorable, ante la puerta de entrada monumental del campo de concentración. Está allí, acompañando al segundo tripulante del jeep.


Éste sí está identificado: es un teniente, mejor aún, un Primer Teniente, un oficial de inteligencia militar asignado a la Unidad de Guerra Psicológica del Estado Mayor del general Omar N. Bradley.


Tampoco sabemos lo que pensaron los dos americanos al bajarse del jeep y contemplar la inscripción en letras de hierro forjado que se encuentra en la verja del portal de Buchenwald: Jeden das Seine.(A cada quien a lo suyo).


No sabemos si tuvieron tiempo de tomar nota mentalmente de tamaño cinismo, criminal y arrogante. ¡Una sentencia que alude a la igualdad entre seres humanos, a la entrada de un campo de concentración, lugar mortífero, lugar consagrado a la injusticia más arbitraria y brutal, donde sólo existía para los deportados la igualdad ante la muerte!


Auschwitz 1945
El mismo cinismo se expresaba en la sentencia inscrita en el portal de Auschwitz: Arbeit macht frei (El trabajo libera). Un cinismo característico de la mentalidad nazi.


No sabemos lo que pensaron los dos americanos en aquel histórico momento. Pero sí sabemos que fueron acogidos con júbilo y aplauso por los deportados en armas que montaban la guardia ante la entrada de Buchenwald. Sabemos que fueron festejados como libertadores. Y lo eran, en efecto.


No sabemos lo que pensaron, no sabemos casi nada de sus biografías, de su historia personal, de sus gustos o disgustos, de su entorno familiar, de sus años universitarios, si es que los tuvieron.


Pero sabemos sus nombres.


El civil se llamaba Egon W. Fleck y el primer teniente Edward A. Tenenbaum. Repitamos aquí, en el Appeliplatz de Buchenwald, sesenta y cinco años después, en este espacio dramático, esos dos nombres olvidados e ilustres: Fleck y Tenenbaum.


Aquí, donde resonaba la voz gutural, malhumorada, agresiva, del Rapportführer todos los días de la semana, repartiendo órdenes o insultos; aquí donde resonaba también, por el circuito de altavoces, algunas tardes de domingo, la voz sensual y cálida de Zarah Leander, con sus sempiternas cancioncitas de amor, aquí vamos a repetir en voz alta, a voz en grito si fuera necesario, aquellos dos nombres.


Egon W. Fleck y Edward A. Tenenbaum.


Entrada de Buchenwald, soldados americanos 1945
Así, maravillosa ironía de la historia, increíble revancha significativa, los dos primeros americanos que llegan a la entrada de Buchenwald, aquel 11 de abril de 1945, con el Ejército de la liberación, son dos combatientes judíos. Y por si fuera poco, dos judíos americanos de filiación germánica, más o menos reciente.


Ya sabemos, pero no es inútil repetirlo, que en la guerra imperialista de agresión que desencadena en 1939 el nacionalsocialismo, y que aspira al establecimiento de una hegemonía totalitaria en Europa, y acaso en el mundo entero, ya sabemos que en dicha guerra, el propósito constante y consecuente de exterminar al pueblo judío constituye un objetivo esencial, localmente prioritario, entre los fines de guerra de Hitler.


Sin tapujos ni concesiones a ninguna restricción mortal, el antisemitismo racial forma parte del código genético de la ideología del nazismo, desde los primeros escritos de Hitler, desde sus primerísimas actividades políticas.


Para la llamada solución final de la cuestión judía en Europa, el nazismo organiza el exterminio sistemático en el archipiélago de campos especiales del conjunto Auschwitz- Birkenau, en Polonia.


Buchenwald no forma parte de dicho archipiélago. No es un campo de exterminio directo, con selección permanente para el envío a las cámaras de gas. Es un campo de trabajo forzado, sin cámaras de gas. La muerte, en Buchenwald, es producto natural y previsible de la dureza de las condiciones de trabajo, de la desnutrición sistemática.


Como consecuencia, Buchenwald es un campo judenrein.


Sin embargo, por razones históricas concretas, Buchenwald conoce dos periodos diferentes de presencia masiva de deportados judíos.


Uno de esos periodos se sitúa en los primeros años de existencia del campo, cuando, después de la Noche de Cristal y del pogrom general organizado, en noviembre de 1938, por Hitler y Goebbels personalmente, miles de judíos de Frankfurt, en particular, son enviados a Buchenwald.


En 1944, los veteranos comunistas alemanes se acordaban todavía de la mortífera brutalidad con que fueron maltratados y asesinados a mansalva, masivamente, aquellos judíos de Frankfurt, cuyos supervivientes fueron luego enviados a los campos de exterminio del Este.


El segundo periodo de presencia judía en Buchenwald se sitúa en 1945, hacia finales de la guerra, en los meses de febrero y de marzo concretamente. En aquel momento, decenas de miles de supervivientes judíos de los campos del Este fueron evacuados hacia Alemania central por el SS, ante el avance del Ejército Rojo.


A Buchenwald llegaron miles de deportados escuálidos, transportados en condiciones inhumanas, en pleno invierno, desde la lejana Polonia. Muchos murieron durante un viaje interminable. Los que consiguieron alcanzar Buchenwald, ya sobre poblados, fueron instalados en los barracones del kleine Lager, el campo de cuarentena, o en tiendas de campaña y carpas especialmente montadas para su precario alojamiento.


Entre aquellos miles de judíos llegados por entonces a Buchenwald, y que nos aportaron información directa, testimonio vivo y sangrante del proceso industrial, salvajemente racionalizado, del exterminio masivo en las cámaras de gas, entre aquellos miles de judíos había muchos niños y jóvenes adolescentes.

La organización clandestina antifascista de Buchenwald hizo lo posible para venir en ayuda de los niños y adolescentes judíos supervivientes de Auschwitz. No era mucho, pero era arriesgado: fue un gesto importante de solidaridad, de fraternidad.


Entre aquellos adolescentes judíos se encontraba Elie Wiesel, futuro premio Nobel de la Paz. Se encontraba también Imre Kertesz, futuro premio Nobel de Literatura. Cuando el presidente Barack Obama, hace unos meses, visitó Buchenwald, le acompañaba Elie Wiesel, hoy ciudadano americano. Se puede suponer que Wiesel aprovechó aquella ocasión para informar al presidente de EE UU de la experiencia de aquel pasado imborrable, de su experiencia personal de adolescente judío en Buchenwald.


En cualquier caso, me parece oportuno recordar aquí, en este momento solemne, en este lugar histórico, la experiencia de aquellos niños y adolescentes judíos, supervivientes del campo de Auschwitz, último círculo del infierno nazi. Recordar tanto a los que se hicieron célebres, como Kertesz y Wiesel, por su talento literario y su actividad pública, como a aquellos que permanecieron, sencillos héroes, en el anonimato de la historia. Además, no es ésta mala ocasión para subrayar un hecho que se perfila inevitablemente en el horizonte de nuestro porvenir.


Como ya dije hace cinco años, en el Teatro Nacional de Weimar, “la memoria más longeva de los campos nazis será la memoria judía. Y ésta, por otra parte, no se limita la experiencia de Auschwitz o de Birkenau, Y es que, en enero de 1945, ante el avance del Ejército soviético, miles y miles de deportados judíos fueron evacuados hacia los campos de concentración de Alemania central.


Así, en la memoria de los niños y adolescentes judíos que seguramente sobrevivirán todavía en 2015, es posible que perdure una imagen global del exterminio, una reflexión universalista. Esto es posible y pienso que hasta deseable: en este sentido, pues, una gran responsabilidad incumbe a la memoria judía… Todas las memorias europeas de la resistencia y del sufrimiento sólo tendrán, como último refugio y baluarte, dentro de diez años, a la memoria judía del exterminio. La más antigua memoria de aquella vida, ya que fue, precisamente, la más joven vivencia de la muerte”.


Pero volvamos un momento al día del 11 de abril de 1945. Volvamos al momento en que Egon W. Fleck y Edward A. Tenenbaum detienen su jeep ante el portal de Buchenwald.


Probablemente, si tuviera muchos años menos, acometería ahora una indagación histórica, una investigación novelesca acerca de estos dos personajes, investigación que abriría el camino de un libro sobre aquel 11 de abril de hace más de medio siglo, un trabajo literario en el cual ficción y realidad se apoyarían y enriquecerían mutuamente. Pero no me queda tiempo para semejante aventura.


Me limitaré pues a recordar algunas frases del informe preliminar que Fleck y Tenenbaum redactaron dos semanas después, el 24 de abril exactamente, para sus mandos militares, informe que consta en los Archivos Nacionales de EE UU. “Al desembocar en la carretera principal”, escriben los dos americanos, “vimos a miles de hombres, harapientos y de aspecto famélico, en marcha hacia el Este, en formaciones disciplinadas. Estos hombres iban armados y tenían jefes que los encuadraban. Algunos destacamentos portaban fusiles alemanes. Otros llevaban al hombro “panzerfausts”. Se reían y hacían gestos de furiosa alegría mientras caminaban… Eran los deportados de Buchenwald, en marcha hacia el combate, mientras nuestros tanques los rebasaban a 50 kilómetros por hora…”

Este informe preliminar es importante por varias razones. En primerísimo lugar, porque los dos americanos, testigos imparciales, confirman rotundamente la realidad de la insurrección armada, organizada por la Resistencia antifascista de Buchenwald, y que fue motivo de polémica en los tiempos de la guerra fría.


Lo más importante, sin embargo, al menos para mí, desde un punto de vista humano y literario, es una palabra de este informe: la palabra alemana panzerfaust. Fleck y Tenenbaum, en efecto, escriben su informe en inglés, como es lógico. Pero cuando se refieren al arma individual antitanque, que se denomina bazooka en casi todos los idiomas del mundo, y en todo caso en inglés, recurren a la palabra alemana. Lo cual hace pensar que Fleck y Tenenbaum, el civil y el militar, son americanos de reciente filiación germánica. Y esto abre un nuevo capítulo de la investigación novelesca que me apetecería acometer.


Pero hay otra razón, más personal, que me hace importante la palabra panzerfaust, o sea, literalmente, “puño antitanque”. Y es que yo estaba, aquel día de abril de 1945, en la columna en marcha hacia Weimar, aquella columna de hombres armados, furiosamente alegre. Yo estaba entre los portadores de bazookas.


El deportado 44904, con en el pecho el triángulo rojo estampado en negro con la letra “S”, de Spanier, español, ése era yo, entre los jubilosos portadores de bazooka o panzerfaust.

Hoy, tantos años después, en este dramático espacio del Appeliplatz de Buchenwald. En la frontera última de una vida de certidumbres destruidas, de ilusiones mantenidas contra viento y marea, permítanme un recuerdo sereno y fraternal hacia aquel joven portador de bazooka de 22 años.


Muchas gracias por la atención.
Semprún y Mario Vargas Llosa

Un gran hombre en el tumulto


MARIO VARGAS LLOSA 08/06/2011, EL PAÍS


Yo creo que Jorge Semprún vivió no como testigo sino como protagonista los grandes tumultos históricos del siglo XX... Acometió la lucha contra el fascismo, fue un militante de la Resistencia y vivió la experiencia atroz de los campos de concentración de los que salvó de milagro. Luego vivió la ilusión comunista y las grandes facturas del comunismo cuando se rebelaron los campos de concentración, el gulag... Participó después del intento de la experiencia eurocomunista y fue purgado por el comunismo estalinista. Pero no se desilusionó. Siguió siendo un militante luchando por una democracia de izquierdas con la que se comprometió. Fue también un gran escritor comprometido cuyos libros son un testimonio vivo con el que ingresó en las polémicas contemporáneas. Como Albert Camus, la suya fue una literatura llena de una gran preocupación moral. Fue un magnífico escritor, gran ensayista, muy amigo de sus amigos, un hombre servicial y sin fronteras, un europeo con una visión transnacional y generosa. La muerte de Semprún es una perdida que vamos a sentir mucho todos, los españoles, los franceses, la Europa en la que creyó; era una rareza, su ejemplo y su obra van a quedar. Éramos muy buenos amigos. Todos los que lo conocimos sentimos un gran vacío con esta muerte.



Semprún, foto de Henri Cartier-Bresson 1970
Alejado de todos los credos


JUAN GOYTISOLO 08/06/2011, EL PAÍS


En mayo de 1962, a mi paso por Madrid, enviado por el semanario France Observateur para cubrir de forma anónima la oleada de huelgas que sacudía España a partir del movimiento de protestas de los mineros de Asturias, uno de mis contactos con los organizadores de aquellas, el novelista Armando López Salinas, me llevó a una terraza de la Castellana en la que, como evoqué más tarde, nos esperaba Federico Sánchez, perfectamente adaptado a su papel de burgués desenfadado y ocioso: su increíble aplomo, en unos momentos en que era el hombre más buscado por todas las policías de España, me impresionó en la medida en que se ajustaba cabalmente a su leyenda de invisible y burlón pimpinela escarlata.


Semprún en 1940
Había conocido a Jorge Semprún meses atrás, en las reuniones de Orientación Cultural Marxista, celebradas en el domicilio parisiense del escultor Baltasar Lobo, a las que asistí más de una vez en calidad de "compañero de viaje" del PCE clandestino. Aunque por aquellas fechas nadie me había informado de la verdadera identidad del misterioso Federico Sánchez, no tardé en atar cabos y adivinarla. A diferencia de sus camaradas de militancia, cuya estricta formación política e ideológica les convertía en meros portavoces de la anquilosada doctrina oficial, Semprún, como su colega en la dirección del partido Fernando Claudín, mostraba un gran interés por los temas literarios y artísticos y, cuando a instancias suyas pasé a formar parte del comité de redacción de Realidad, la revista cultural del PCE, integrada por ellos, Francesc Vicens, Juan Gómez, Jesús Izcaray, el pintor Pepe Ortega y otros cuyo nombre no recuerdo, nuestras afinidades personales y políticas se afianzaron y convirtieron en una verdadera y durable amistad.


En 1963 Jorge y su esposa Colette, junto al matrimonio Claudín, devinieron comensales asiduos de las cenas organizadas por Monique Lange en el faubourg Poissonnière. Fue así como, bajo la traza del militante y del Robin Hood urbano, descubrimos que se ocultaba un gran escritor. Monique le convenció para que le pasara el manuscrito de El largo viaje, y su lectura nos impresionó. La experiencia condensada en el libro de su incorporación juvenil a la resistencia antinazi, y su detención y siguiente deportación a Buchenwald, es el mejor testimonio de un autor español -aunque escritor en francés- de la barbarie hitleriana, y fue recompensado meses después con el premio Formentor, por su denuncia de aquella y su excepcional calidad literaria.


No voy a referir aún las vicisitudes de su oposición y la de Fernando Claudín a la línea oficial del partido, descritas ya en Autobiografía de Federico Sánchez (1977). Evocaré tan solo una anécdota reveladora del sectarismo y arbitrariedad de la difunta Unión Soviética, en cuanto que le concierne. Según me contó en 1965, uno de los niños de la guerra, durante mi viaje a la URSS invitado por la Unión de Escritores, tenía a cargo la preparación de una antología de literatura española para una editorial soviética, y un cuadro del partido le ordenó que incluyeran en ellas unas páginas del recién editado libro de Jorge. Meses después, el mismo cuadro se presentó en la redacción de la editorial para exigir que la suprimieran, sin dar explicación alguna de tan sorprendente cambio. Aquello me demostró que el mecanismo de demonización del disidente funcionaba en la URSS de idéntica forma a la de la España de Franco.


La creación literaria de Jorge Semprún, elaborada a partir de su cuádruple experiencia de exiliado republicano español, resistente francés, deportado a los campos nazis y conocedor de los entresijos de un PCE no expurgado todavía de las escorias del estalinismo, se enriqueció posteriormente con novelas de la envergadura de El desvanecimiento y La segunda muerte de Ramón Mercader, hasta alcanzar con Aquel domingo esa dimensión histórica, ética y cultural que la convierte en una obra de referencia en el ámbito de la mejor novela europea. Frente al provincianismo imperante no solo en España sino en otros países del viejo continente -este petit contest del que habla Milan Kundera-, Semprún encarna como pocos una mezcla fecunda de experiencias ajenas a todo credo nacional o ideológico, y que funda en ella su propia ejemplaridad. La reflexión política recogida en la pasada década en El hombre europeo y Pensar Europa corona su labor de persona y escritor a todas, como pedía Manuel Azaña, testigo sereno de los horrores y grandezas de la época convulsa en la que vivió.


Mi estima y amistad por él abarcan un lapso de casi medio siglo. Ninguna fundación estatal, provincial ni autonómica podrá adueñarse del legado de Jorge: lo que pervive en el ánimo del lector, ligero e inasible como el aire o la nube, no se deja atrapar.



Libros y obras de Jorge Semprún


Pensar en Europa
2006


El hombre europeo
2005


Veinte años y un día
2004


Viviré con su nombre, morirá con el mío
2002


Adiós luz de veranos
1998


La escritura o la vida
1994


Federico Sánchez se despide de ustedes
1993


Netchaiev ha vuelto
1988


La montaña blanca
1987


La algarabía
1981


Aquel domingo
1980


Autobiografía de Federico Sánchez
1977


La segunda muerte de Ramón Mercader
1969


El desvanecimiento
1964


El largo viaje
1963

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