jueves, 20 de octubre de 2011

Manuel Álvarez Bravo: poeta de la luz, el tiempo y la mirada


"El arte siempre me interesó y viví con la ilusión, muy extendida en aquel entonces, de que la fotografía era el medio de expresión artística más simple. Cuando recuerdo mis ensayos de aquella época en otros géneros artísticos, me doy cuenta de que finalmente, he encontrado mi camino".
Manuel Álvarez Bravo


“La escultura griega está ciega. La escultura egipcia, que no obstante colocó muy alto, no ha sabido escapar a la imitación del ojo. Por el contrario, los artistas africanos y de Oceanía no se han preocupado de reproducir el ojo. Lo que han esculpido es la mirada, y su estatuaria se ha convertido en el soporte de esta exigencia. El realismo de su arte está por entero en este acto creador, pues sólo la mirada da a la escultura su significación en el espacio”.
Alberto Giacometti

Si extrapolamos (mutatis mutandi) la anterior propuesta estética que Giacometti formula para la escultura y la aplicamos a la fotografía, bien podemos afirmar que la obra de don Manuel Álvarez Bravo no representa propiamente lo que el ojo ha visto ni lo que la cámara fotográfica simplemente reproduce, sino la propuesta creativa que la mirada atenta, penetrante, intuitiva e imaginativa del artista ha capturado y plasmado en la foto dotándola de significación plástica. Eso es lo que hace que un simple y viejo colchón enrollado que el artista encuentra a su paso adquiera significado estético.


En tal sentido, las cosas no son lo que a primera vista aparentan ser. La aguda y penetrante mirada del artista es capaz de entrever, de vislumbrar, otear, escudriñar, fisgar y descubrir, exponer, exhibir y revelar lo oculto y escondido, de propiciar el hallazgo del misterio que encierran los seres y el mundo en que se recrean.


Ahora recuerdo y evoco una oda que Fernando Pessoa pone en boca de su heterónimo Ricardo Reis:


Unos, con los ojos puestos en el pasado,
ven lo que no ven; otros, fijos
los mismos ojos en el futuro, ven
lo que no puede verse.


¿A qué buscar tan lejos lo que está cerca,
nuestra seguridad? Este es el día,
esta es la hora, este es el momento, esto
es lo que somos, y no hay más.


Perenne fluye la inacabable hora
que nos proclama nulos. En el mismo trago
en que vivimos moriremos. Coge
el día, otra cosa no eres.

 

Álvarez Bravo universalmente considerado como el mayor y mejor fotógrafo de México, fue pionero en nuestro país al elevar el oficio al nivel de arte y poética de la mirada.


Manuel Álvarez Bravo, foto de Paul Hill
Las fotografías de Álvarez Bravo han estado presentes en mi experiencia y memoria visual desde hace décadas, podría decir que son fieles compañeras pues las he visto en muchas exposiciones, en libros, en imágenes de la WEB y demás; son un referente indispensable a la hora de apreciar y valorar a la fotografía como arte. En mi imaginario, don Manuel figura junto a Cartier-Bresson, Man Ray, John Philips, Ansel Adams, Edward Weston y Tina Modotti, por señalar algunos de los más destacados fotógrafos de todos los tiempos.


La década de los cuarenta marcó el inicio de Álvarez Bravo en el mundo del cine con ¡Que Viva México! (Serguei Eisenstein, 1930), participando en rodajes con los directores John Ford y Luis Buñuel. En 1944, fue realizador del largometraje Tehuantepec, y de los cortometrajes Los tigres de Coyoacán, La vida cotidiana de los perros, ¿Cuánta será la oscuridad? (con el escritor José Revueltas) y El obrero (con el también escritor Juan de la Cabada). En esta década cuando consolida su madurez artística que perduraría, mediante recursos tales como la yuxtaposición, el aislamiento de detalles y el ordenamiento con rigor geométrico. Ello dio como resultado el manejo simultáneo de lo familiar y lo inesperado, generando una ambigüedad que invita al espectador a ver con nuevos ojos las cosas cotidianas y a construir su propio significado. Falleció el 19 de octubre de 2002 a la edad de 100 años.




Tuve el gusto y placer de conocer a don Manuel en Quito, Ecuador, junto a su esposa y también fotógrafa, doña Lola, en ocasión de una exposición que le organizamos ahí hace años. Ahora quiero evocarlo y rendirle mi modesto tributo en este espacio por su enorme legado reproduciendo algunas de sus obras maestras, así como testimonios de artistas e intelectuales que dan mejor cuenta y reseña del artista y su obra.


El siguiente texto ha sido tomado de la página del WEB de Tierra: http://tierra.free-people.nte/ de la República Checa.


Manuel Álvarez Bravo
1902 (Ciudad de México)


Sergei Mikhailovitch Eisenstein, lo llamó el maestro de los ojos.


Tina Modotti, foto de Edward Weston 1923
Nació en la Ciudad de México el 4 de febrero de 1902. Asistió a escuelas católicas del 1908 al 1914, pero se puso a trabajar en 1915. Empieza a aprender fotografía pidiendo asesoría de proveedores de materiales fotográficos. La llegada de Edward Weston y Tina Modotti en 1923 es crucial para el desarrollo de Álvarez Bravo y compra su primera cámara en 1924. Gana su primer premio en 1931 y decide trabajar de tiempo completo en la fotografía, en parte haciendo foto fija para producciones de cine. Conoce a André Breton en 1938 y su obra es incluida en una exhibición surrealista en París. En 1942, el Museum of Modern Art de Nueva York adquiere las primeras obras de Álvarez Bravo y, en 1955 sus fotos son incluidas en la famosa exhibición, Family of Man, patrocinada por Edward Steichen. Durante 1959, Álvarez Bravo dejó de trabajar en la industria del cine y se volvió fotógrafo de libros de arte importantes para el Fondo Editorial de la Plástica Mexicana, del cual fue fundador. Álvarez Bravo dejó el Fondo en 1980 para trabajar con el imperio mediático mexicano, Televisa, y su colección de fotografía fue exhibida y publicada en tres tomos. En 1996, la colección de Álvarez Bravo se mudó al Centro Fotográfico Álvarez Bravo en Oaxaca.


André Breton, foto de Manuel Álvarez Bravo
Cuando empezó a fotografiar en los años veinte y treinta, su capacidad innata fue reconocida por artistas que constituyen un auténtico "quién es quién" de la lente: Edward Weston, Tina Modotti, Paul Strand y Henri Cartier-Bresson. El respeto que engendró fue encapsulado en la respuesta de Cartier-Bresson cuando alguien notó semejanzas entre la imaginería de Álvarez Bravo y la de Weston: "No los compares, Manuel es el verdadero". El ojo único de Álvarez Bravo era tal que el fundador del surrealismo, André Breton, lo buscó en 1938 para encargarle una imagen para la portada del catálogo de una exposición surrealista en París (el fotógrafo cumplió con su conocida imagen, La buena fama durmiendo). A pesar del reconocimiento de tales luminarias, Álvarez Bravo tenía muy poca visibilidad en los Estados Unidos antes de una modesta exhibición de 1971 en el Pasadena Art Museum (California), que luego pasó sin pena ni gloria por el Museum of Modern Art de Nueva York. Exposiciones subsecuentes en la Corcoran Gallery of Art en Washington D.C. (1978) y el Museum of Photographic Arts (San Diego, 1990) hizo a Álvarez Bravo aún más conocido, pero su consagración fue asegurada con su regreso al MOMA de Nueva York en 1997 para su exhibición definitiva de 175 fotos.


Cuando Álvarez Bravo empezó a fotografiar, la efervescencia cultural de la pos-Revolución había desencadenado una búsqueda de identidad nacional y la ardiente cuestión para los fotógrafos fue qué hacer con el exotismo intrínseco del país. Influido quizá por su relación con Weston y Modotti, Álvarez Bravo fue el primer fotógrafo mexicano en adoptar una postura militante de anti-pintoresquismo. Recibió reconocimiento internacional por su obra que llegó a la cumbre de su creatividad entre los años veinte y cincuenta, periodo en el cual desarrolló una compleja manera de representar a su país. Consciente tanto de la extraordinaria variedad de culturas en México como de la forma en que la otredad se convirtió casi de manera natural en un fotógrafo de imágenes anti estereotipadas, Álvarez Bravo siempre ha nadado a contracorriente de los clichés establecidos, utilizando la ironía visual para contradecir lo que aparentemente decía al principio, para invitar así a quien le mira con la tarea de interpretarle.


Considérese, por ejemplo, Sed pública, la foto de 1934 de un niño campesino tomando agua del pozo del pueblo. Esta imagen contiene todos los elementos necesarios para ser pintoresca: el joven campesino, vestido con calzón blanco típico, se encarama en la fuente deteriorada de su pueblo para tomar el agua que de allí fluye; detrás, una pared de adobe proporciona textura. Pero, la luz en la imagen parece concentrarse en el pie que se encuentra en un primer plano, un pie demasiado particular, demasiado individual para poder representar a los campesinos mexicanos, y así su otredad. Es el pie de este niño, no un pie de campesino típico, y va en contra de las expectativas del pintoresquismo creadas por los otros elementos, "salvando" así la imagen a través de su propia particularidad.


Se puede apreciar una táctica similar en Señor de Papantla (1934), en la cual un indígena está parado frente a la cámara aunque no la mira, con la espalda contra la pared. Aquí, como en la imagen del niño, los elementos presentes en la foto parecerían volverla pintoresca: ropa blanca de campesinos, pies descalzados, pared de adobe, además del sombrero y la bolsa de palma. Sin embargo, una vez que ha despertado nuestra anticipación de lo exótico, Álvarez Bravo va a contracorriente con un arte que rechaza lo fácil. El indígena no se digna mirar a la cámara. Muchas veces se piensa que captar a la gente que mira a la cámara es la estrategia estética más efectiva para representarla de una manera más activa, rescatando su capacidad de actuar en el mundo, y negando así, hasta cierto punto, la tendencia de la cámara de reducirla a la calidad de objeto. Pero aquí, Álvarez Bravo da otra vuelta a la tuerca al presentarnos a un indígena quién, al apartar la mirada, parece decir despectivamente, "Puede sacar todas las fotos que quiera, forastero. ¿A quién le importa lo que usted haga?".


La búsqueda de la mexicanidad le llevó a reconfigurar símbolos nacionales. Por ejemplo, Arena y pinitos es una imagen temprana de los años veinte que demuestra que el joven Álvarez Bravo fue influenciado, no sólo por el pictorialismo, sino también por el enorme interés de aquel entonces en el arte japonés. Infundiendo formas artísticas internacionales con significado mexicano, Álvarez Bravo crea el trasfondo a su "bonsai" con lo que es esencialmente un mini- Popocatépetl, uno de los volcanes que dominan el valle de México. Otro ejemplo es la foto, Colchón, de 1927 de un colchón enrollado. Aquí, decidió no utilizar el "folklórico" petate, con su textura exquisita que proporcionó profundidad a las naturalezas muertas de Weston y Modotti. En su lugar Álvarez Bravo fotografió un colchón moderno, pero con el truco que sus rayas de colores hacen que se parezca a los famosos sarapes de Saltillo. En su imaginería recurrente de los magueyes vemos su interés en jugar con este símbolo de la cultura mexicana; en una foto "moderniza" el maguey al hacerlo aparecer como si el pistilo que brota de estas plantas se convirtiera en una antena de televisión.


Siempre se habla de lo político de Álvarez Bravo con relación a su fotografía más famosa, Obrero en huelga asesinado (1934). Sin embargo, aunque el fotógrafo rechaza al nacionalismo oficial tan contundentemente como al pintoresquismo, esta imagen es problemática: su significado está determinado por el título adscrito a ella, el cual podría haber sido influido por el compromiso de Álvarez Bravo con la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios) durante los años treinta. Pero el argumento es contrario, la política de Álvarez Bravo y su búsqueda de la mexicanidad, se puede encontrar mejor en su acercamiento a la vida cotidiana de los humildes que en comentarios sociales explícitos. Su imaginería es un retrato modesto, casi transparente, de individuos que parecen haber sido "encontrados" en sus habitats naturales en lugar de haber sido "creados" a través de una retórica visual llamativa. La de Álvarez Bravo es una estética sumamente templada que evita la expresividad evidente, una técnica casi invisible diseñada para captar a gente anónima en actividades ordinarias, donde no está ni romantizada ni se vuelve sentimental. Un ejemplo perfecto es La mamá del bolero y el bolero, una imagen exquisita de los años cincuenta en la cual una madre visita a su hijo para llevarle alimentos y comer con él mientras descansa de su tarea de bolear zapatos.


Manuel Álvarez Bravo ha sido una influencia definitiva sobre la fotografía mexicana y latinoamericana. Su rechazo del pintoresquismo fácil, su ironía insistentemente ambigua, y su rescate de la gente común y su subsistencia cotidiana ha marcado un camino de altas exigencias para los fotógrafos de América Latina.


Que chiquito es el mundo
Tierra es un viejo proyecto elaborado a principios de 2001 en la República Checa por Pavel Hájek y Mauricio Flores. La página ha sido rediseñada tanto en su codificación como en su presentación estética. Es un trabajo sin pretensión alguna que solo busca dar a conocer la hispanidad dentro de Europa Central y a todos aquellos que tengan interés. La página contiene artículos, biografías e información elaborados por nosotros mismos pero muchos otros extraídos de páginas oficiales dentro de la red.


Tierra es la reunión de un cúmulo de personalidades y temas que con el tiempo irá creciendo, pero para ello necesitamos de tu ayuda también, por cual nos agradaría saber que te gustaría tener aquí. Envíanos tus comentarios, sugerencias y críticas a: tierra@free-people.net




Letras Libres


Portafolios
Fotos de Manuel Álvarez Bravo
Por Manuel Álvarez Bravo y Aurelio Asiain


Testigo del siglo, don Manuel Álvarez Bravo (1902) es uno de los pocos artistas mexicanos con verdadera relevancia internacional. Desde el lejano año de 1931, en que ganó el premio Tolteca de fotografía, hasta la reciente retrospectiva de su obra en el MOMA de N.Y., con enorme éxito de público y crítica, la trayectoria de Álvarez Bravo abarca más de veinte libros y un sinfín de exposiciones. Este Portafolios, con imágenes inéditas, es un homenaje al hombre que abarca, con su mirada única, todo el siglo XX mexicano.


Octubre 1999
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HAY TIEMPO




Por Aurelio Asiain


¿Cuántas fotografías ha tomado Manuel Álvarez Bravo? Más de un millón, si contamos los negativos que guarda su archivo; muchas menos, si nos limitamos a las imágenes reveladas. En rigor, así debemos hacerlo, pues el ojo del fotógrafo no se revela en el instante en que el dedo acciona el obturador, sino en la lentitud de ese cuarto oscuro en el que un letrero advierte, bajo el foco rojo: Hay tiempo.


Esa frase que Álvarez Bravo fijó bajo la luz discreta para tenerla presente mientras trabaja en la sombra es, como muchas de sus fotografías, tan simple como enigmática.






Dice algo evidente y, evidentemente, dice algo más. No se puede leerla sin releerla, no se puede entenderla de una sola vez: la frase hay tiempo significa que hay más tiempo, que hay otro tiempo. Un instante es siempre un instante, pero puede tener más o menos densidad, más o menos espesor, más o menos tiempo.


Lo que parece una admonición, un llamado a la paciencia, es también la afirmación de un absoluto: siempre hay tiempo, incluso en una instantánea, y quien quisiera detenerlo con una cámara estaría literalmente errando el tiro.






No se trata, entonces, de detenerlo, sino de hacerlo visible plenamente. El tiempo es el verdadero tema del fotógrafo y su materia de trabajo; la luz no es sino el instrumento en que se revela.


Los fotógrafos de feria se cubren la cabeza con una tela negra para situarse tras la mirilla; pero todos trabajan en la sombra. Luego de disparar una y otra vez, seguro de haber visto algo, el fotógrafo descarta rollos enteros de película en los que no encuentra una sola imagen que lo reclame como suya. Pero cuando una lo llama, ¿qué es lo que ha reconocido ahí como propio? Estoy seguro de que, en la mayoría de los casos, él mismo no sabría decirlo.


Y el resto de los espectadores, si distinguen a un fotógrafo de otro, ¿cómo lo hacen?


Al hacer la pregunta anterior estoy descartando, desde luego, a quienes manipulan como escenógrafos o maquillistas sus objetivos o sus resultados, lo mismo que a los que se sitúan en un punto de vista extravagante o desmesurado y, en fin, a aquellos que o no se interesan sino en algunos temas o quieren servir a ciertas ideas.


La fama de un artista descansa siempre, ya lo sabemos, en un equívoco. Cervantes quería ser recordado por el Persiles, que hoy nadie lee; asociamos a Rulfo con la literatura indigenista, pero su mundo es mestizo.


El caso de Manuel Álvarez Bravo no es distinto: un estrecho nacionalismo, más o menos folclórico; una especie de realismo mágico avant la lettre; una voluntad testimonial y un espíritu de denuncia suelen adjudicársele a una obra en que la aspiración clásica y el equilibrio de la composición son mucho más determinantes, y en la cual la frecuentación de la música y la literatura han dejado huellas mucho más hondas que las simpatías políticas o la adhesión a una u otra escuela estética.


La buena fama durmiendo, 1939
Las fotografías más conocidas de Álvarez Bravo son, si no me equivoco, La buena fama durmiendo y Obrero en huelga asesinado.


Dos imágenes, en efecto, espléndidas, pero fácilmente susceptibles de una mala lectura: la primera, como fiel a los postulados del surrealismo; la segunda, como obediente a un propósito de denuncia social. No son, sin embargo, esas lecturas las más inteligentes, y estamos ante un artista al cual lo seducen lo mismo un vasto paisaje desolado que la grieta de un muro, una estatua que un grupo humano, un rostro extraordinario que un objeto cotidiano, una escena significativa que un acontecimiento mudo, y al que la teatralidad y el énfasis le repugnan naturalmente como formas de la impostura.


Veamos las fotografías de estas páginas.


En la primera, un hombre sostiene un telar; ¿qué es lo que ocurre ahí? Un juego de triángulos, de perspectivas y puntos de fuga en que, por un instante, se ordena el mundo. En la segunda, una diagonal divide verticalmente la escena en dos figuras circulares. Esa diagonal, en las dos siguientes, es horizontal y divide las formas que se elevan de las sombras que se derraman. Ante todas las de la serie podría decirse, citando el verso de Jorge Guillén: El mundo está bien hecho.


Una escalera grande
Pero quedarse en esa exclamación sería ingenuo. Las fotos de Álvarez Bravo no son una mera alabanza del orden. Hay en ellas, siempre, una sonrisa irónica: la luz dibuja en este instante una geometría de sombras, que caen sobre un paisaje erosionado; sobre la efímera hoja de periódico que anuncia MATERIALES DE CONSTRUCCIÓN, una flor y una hoja de maíz, menos duraderas que el papel entintado, construyen una imagen perdurable; entre desnudas paredes de cemento, las piezas de una maquinaria, alineadas como un ejército, parecen esperar una orden; ante un árbol que, con un muro inmutable como fondo, parece clamar elevando las ramas despojadas al cielo, un hombre se cruza de brazos.


Una sonrisa irónica, dije: el artista nos muestra unas instantáneas, unas fotos fijas, y lo que vemos en ellas es el tiempo que corre.


Mira: todo se ordena: todo fluye. -




Con el objeto de apreciar desde otra perspectiva y enfoque la obra de don Manuel, en este caso específicamente estadounidense, reproduzco el texto (sin traducir) escrito por M. Darise Alexander, Curadora asistente del Museo de Arte Moderno de Nueva York, para el catálogo que al efecto se hiciera para la exposición de fotografía de 1997.


Manuel Alvarez Bravo



This text, by M. Darsie Alexander, Curatorial Assistant, Department of Photography, is reprinted from the brochure produced for the exhibition.


Manuel Alvarez Bravo, born in 1902, was an adolescent living on the outskirts of Mexico City when the Mexican revolution (1910–1920) reached its zenith. Running over the hills during intervals of peace, he would sometimes find a body lying dead and abandoned, the victim of brutal and often random violence. By the time Alvarez Bravo reached adulthood, nearly one million Mexicans had died due to starvation and fighting between rebel factions struggling for power. But his childhood was not lost to these disturbing realities. The experience of watching a local amateur working beneath the red light of a darkroom lamp remains a powerful memory for Alvarez Bravo from those formative years. It was his introduction to what became his livelihood and passion, the creative art of photography.


The career of Alvarez Bravo, spanning nearly eighty years, has passed through many shifts and evolutions. However, the combination of two primary factors characterizes his work: an early openness to artistic influence from outside Mexico, and a thoroughly Mexican subject matter. In the initial phases of his development, through the 1930s, European and American trends entered Mexico through magazines and the visits of avant-garde photographers like Edward Weston, Tina Modotti, and Henri Cartier-Bresson. In the years following the revolution, foreigners came to Mexico in pursuit of political and creative freedom. Artistic life was thriving. José Vasconcelos, minister of education under the Obregón regime, was instrumental in sponsoring a mural program that included Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, and José Clemente Orozco among its participants. The determined effort to establish a unified Mexican cultural identity in conjunction with the emergence of Mexico City as an international center for artistic and intellectual exchange provided the backdrop against which Alvarez Bravo pursued his lifelong vocation.


Desnudo sin cabeza, 1927
Alvarez Bravo's first professional work in photography was as a freelancer for Mexican Folkways, a magazine dedicated to the cultural history of Mexico focusing on such topics as traditional music and burial customs. He obtained the position through the efforts of friend and fellow photographer Modotti, who came to Mexico City with Weston in 1923. Both Modotti and Weston were employed by Mexican Folkways, but when Modotti was deported in 1930 for political reasons, she turned her camera and her job over to Alvarez Bravo. He carried on her work, photographing murals, small toys and handmade items, and portraits of artists and musicians. Not only did his time at Mexican Folkways enhance his experience looking at objects before the camera, but it affirmed his ties to a subject matter rooted in the land and people of his native country.


The 1930s witnessed the distillation of a new form of photography for Alvarez Bravo in which the mundane became the basis for fantasy and allegory. In the 1920s, Alvarez Bravo had seen Weston experiment with refining details of his environment into abstractions with his camera. This approach was new in a medium that had struggled to prove its artistic merit by imitating the look of painting. By contrast, Weston demonstrated that a photograph could claim status as art when it took advantage of its capacity to directly describe discrete aspects of the material world. Through his work, he encouraged a way of looking at the world that emphasized the form of isolated objects and artifacts. Alvarez Bravo realized these ideals by the late 1920s in his photographs of close views of architecture, nature, and daily life to form dramatic compositions. As the 1930s approached, however, his interests shifted toward the urban landscape. Rather than producing artistic abstractions, he pictured small scenes of modern life in Mexico City. In The Evangelist (1930s), a man sits with a folded paper at a small table in a shaded courtyard, his intense expression offset by the chaos of jumbled articles surrounding him: overgrown vines, bowls, hats, a birdcage. In the act of photographing such a typical sight—a man relaxing in an outdoor café—Alvarez Bravo elevates him to a scribe among worldly things.


Los agachados (The Crouched Ones), 1934
The often bizarre theater of everyday existence came to shape Alvarez Bravo's photography. Signs, cafés, shop windows, and street vendors offered a new and rich vocabulary for his evolving aesthetic. This is evident in two of his best-known images, The Crouched Ones (1934) and Ladder of Ladders (1931). In both instances the open street stalls and doorways of Mexico City serve as framing devices for evocative and compelling images. The Crouched Ones provides a view into a bar where five workers lean over a countertop, their backs to the observer. The partially closed gate to the café casts a long shadow over the men, who have been effectively decapitated by the darkness and whose feet appear bound by chains entwined around their stools. Using his camera to create a metaphor of isolation out of signs, architecture, and five men's bodies, Alvarez Bravo creates a telling juxtaposition from the commonplace. This transformation of the ordinary into something heightened and fantastic was also a feature of work by French photographer Cartier-Bresson, who exhibited with Alvarez Bravo in 1935, during an extended stay in Mexico. Cartier-Bresson shared Alvarez Bravo's enthusiasm for mysterious imagery that drew upon the relationship between animate and inanimate elements easily found in urban settings. His embrace of the city's activity and dissonance became a decisive force in the documentation of modern life.


Escala de escalas (Ladder of Ladders), 1931
Alvarez Bravo's photograph Ladder of Ladders includes what appears to be a random sampling of objects: a phonograph, workmen's ladders, and a series of stacked coffins. The artist's title adds to the strange complexity of the picture. The viewer immediately sees the ladders leaning against a door frame, but the stacked coffins form another kind of ladder symbolizing spiritual ascension, the climb toward heaven. For Alvarez Bravo, an avid reader since childhood, words can explain, provoke, even mystify. Adamantly opposed to leaving works untitled, he says that an obscure title "is the most real one—the one which most accurately defines the picture." Grasping the meaning of a photograph, he suggests, involves looking into hidden recesses that may escape the eyes of a casual observer.



The provocative juxtapositions of objects as they appear in Alvarez Bravo's photographs may help to explain his appeal to the European Surrealists, drawn to themes of chance and the unconscious. When André Breton, the leader and spokesman for Surrealism in Paris, came to Mexico in 1938, he gravitated toward Alvarez Bravo's work. In a frequently recounted tale, the artist remembers that while waiting in line to receive a paycheck, he was interrupted by a phone call made on behalf of Breton. The caller asked the photographer if he would produce an image for the cover of the catalogue for a forthcoming Surrealist exhibition at Galería de Arte Mexicano. He quickly found the model, bandages, and star cacti that were to become his props for The Good Reputation Sleeping (1939). For many this is the artist's most memorable if not most enigmatic photograph, merging elements of sexuality, the unconscious, danger, and healing. Like many of his photographs, its meaning is open-ended and alluring. Do the thorns symbolize protection of the dreamer or are they the source of her "injuries"?


El Ajusco
Small vignettes created for his camera and scenes from daily life continued to inspire Alvarez Bravo for decades, but in the 1940s a new body of work evolved—the landscapes. The expansive Mexican landscape had spawned a rich artistic tradition in painting and was the source of great national pride for a country so connected to agriculture. Alvarez Bravo's images show a vast and varied terrain comprised of cacti, meadows of corn, and flat open horizons sometimes articulated by stones and crumbling walls. Printed in deep tones of black and white, the landscapes suggest the wide-angle perspectives of film—a medium that had intrigued Alvarez Bravo since his youth, and which occupied him professionally from the 1930s through the 1950s, first as a filmmaker and later as a still photographer. This cinematic approach to photography differed considerably from the intentionally ambiguous and intellectually driven work done in Mexico City during the previous decade.


Retrato de lo eterno, 1935
Although Alvarez Bravo's tool, the camera, performs a split-second action, his work is often described as "timeless" or "eternal." He clearly pursues these themes in works such as Portrait of the Eternal (1935), which features a woman with long, dark hair holding a small mirror to her face. An unseen source casts light on the right side of the woman's body, pulling her out of darkness—and back into the temporal world. The mirror, frequently a symbol for vanity, highlights age and the passage of time. Beauty and light are dramatically revealed as transitory elements that are also paradoxically eternal in their recurrence. Thus the photograph, explicitly about one thing, is implicitly about its opposite—a common reversal also present in Alvarez Bravo's works about life and death. The Spirit of the People (1927), with its small grave decorated by flowers, is as much about the spirit of the living as that of the dead. Works that allude to the rituals of ancient Mexican civilization deal with similar themes. A large site where bricks are cut and fired in huge outdoor kilns is the subject of a 1957 photograph and its variant, Kiln Two. The stretch of land, the large smoking pyramid, and the rows of stacked bricks suggest a communion between past and present, causing one writer to observe that the pictured subject looks as much like an ancient ruin as an industrial site. This complex fusion of present and past, specific and infinite, is manifest throughout Alvarez Bravo's oeuvre.


Octavio Paz
The Spanish term mestizaje offers perspective into the many layers of meaning and sources of influence in Alvarez Bravo's photographs. Historically, the word alludes to racial and cultural blendings, as when European and American elements merged with indigenous Mexican traditions in the 1920s and 1930s. But the process of mestizaje can also be found in the many crossovers, intersections, and contradictions that characterize Alvarez Bravo's signature works. In a single photograph, disparate microcosms and elements of time collapse as they are conflated. In the 1942 image How Small the World Is, a man and woman pass each other on a sidewalk in a chance encounter. Behind them a wall obscures the world beyond, where hanging laundry signals the lives of the inhabitants within. The proximity of these worlds, and yet their relative separateness, represents a vision in which many distinct realities are poised side by side. For a moment, paths intersect on a city street, sometimes acknowledged but often not. Octavio Paz, the Nobel Laureate and longtime friend of the artist, describes Alvarez Bravo's photographs as instants of revelation, not stories. They are "realities in rotation, momentary fixities" on the brink of disappearing.


©1997 The Museum of Modern Art, New York


Nota: para ver mejor cada foto, haz click en la superficie.




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