Tras haberse recuperado luego de una operación que le practicaran el año pasado, Joan Manuel Serrat ha reanudado una gira promocional para su última grabación Hijo de la luz y de la sombra, de igual título que el hermoso poema que reproducimos, en homenaje al centenario del nacimiento del gran poeta de Orihuela, Miguel Hernández, que se cumplió en el 2010.El próximo 11 de febrero Serrat estará en nuestra ciudad, Monterrey, donde ofrecerá un concierto en el Auditorio Banamex. Con tal motivo dedicamos este post tanto al poeta como al cantautor, tan queridos ambos.
HIJO DE LA LUZ Y DE LA SOMBRA
I (HIJO DE LA SOMBRA)
Eres la noche, esposa: la noche en el instante
mayor de su potencia lunar y femenina.
Eres la medianoche: la sombra culminante
donde culmina el sueño, donde el amor culmina.
Forjado por el día, mi corazón que quema
lleva su gran pisada de sol a donde quieres,
con un solar impulso, con una luz suprema,
cumbre de las mañanas y los atardeceres.
Daré sobre tu cuerpo cuando la noche arroje
su avaricioso anhelo de imán y poderío.
Un astral sentimiento febril me sobrecoge,
incendia mi osamenta con un escalofrío.
El aire de la noche desordena tus pechos,
y desordena y vuelca los cuerpos con su choque.
Como una tempestad de enloquecidos lechos,
eclipsa las parejas, las hace un solo bloque.
La noche se ha encendido como una sorda hoguera
de llamas minerales y oscuras embestidas.
Y alrededor la sombra late como si fuera
las almas de los pozos y el vino difundidas.
Ya la sombra es el nido cerrado, incandescente,
la visible ceguera puesta sobre quien ama;
ya provoca el abrazo cerrado, ciegamente,
ya recoge en sus cuevas cuanto la luz derrama.
La sombra pide, exige seres que se entrelacen,
besos que la constelen de relámpagos largos,
bocas embravecidas, batidas, que atenacen,
arrullos que hagan música de sus mudos letargos.
Pide que nos echemos tú y yo sobre la manta,
tú y yo sobre la luna, tú y yo sobre la vida.
Pide que tú y yo ardamos fundiendo en la garganta,
con todo el firmamento, la tierra estremecida.
El hijo está en la sombra que acumula luceros,
amor, tuétano, luna, claras oscuridades.
Brota de sus perezas y de sus agujeros,
y de sus solitarias y apagadas ciudades.
El hijo está en la sombra: de la sombra ha surtido,
y a su origen infunden los astros una siembra,
un zumo lácteo, un flujo de cálido latido,
que ha de obligar sus huesos al sueño y a la hembra.
Moviendo está la sombra sus fuerzas siderales,
tendiendo está la sombra su constelada umbría,
volcando las parejas y haciéndolas nupciales.
Tú eres la noche, esposa. Yo soy el mediodía.
II (HIJO DE LA LUZ)
Tú eres el alba, esposa: la principal penumbra,
recibes entornadas las horas de tu frente.
Decidido al fulgor, pero entornado, alumbra tu cuerpo.
Tus entrañas forjan el sol naciente.
Centro de claridades, la gran hora te espera
en el umbral de un fuego que el fuego mismo abrasa:
te espero yo, inclinado como el trigo a la era,
colocando en el centro de la luz nuestra casa.
La noche desprendida de los pozos oscuros,
se sumerge en los pozos donde ha echado raíces.
Y tú te abres al parto luminoso, entre muros
que se rasgan contigo como pétreas matrices.
La gran hora del parto, la más rotunda hora:
estallan los relojes sintiendo tu alarido,
se abren todas las puertas del mundo, de la aurora,
y el sol nace en tu vientre donde encontró su nido.
El hijo fue primero sombra y ropa cosida
por tu corazón hondo desde tus hondas manos.
Con sombras y con ropas anticipó su vida,
con sombras y con ropas de gérmenes humanos.
Las sombras y las ropas sin población, desiertas,
se han poblado de un niño sonoro, un movimiento,
que en nuestra casa pone de par en par las puertas,
y ocupa en ella a gritos el luminoso asiento.
¡Ay, la vida: qué hermoso penar tan moribundo!
Sombras y ropas trajo la del hijo que nombras.
Sombras y ropas llevan los hombres por el mundo.
Y todos dejan siempre sombras: ropas y sombras.
Hijo del alba eres, hijo del mediodía.
Y ha de quedar de ti luces en todo impuestas,
mientras tu madre y yo vamos a la agonía,
dormidos y despiertos con el amor a cuestas.
Hablo y el corazón me sale en el aliento.
Si no hablara lo mucho que quiero me ahogaría.
Con espliego y resinas perfumo tu aposento.
Tú eres el alba, esposa. Yo soy el mediodía.
III (HIJO DE LA LUZ Y DE LA SOMBRA)
Tejidos en el alba, grabados, dos panales
no pueden detener la miel en los pezones.
Tus pechos en el alba: maternos manantiales,
luchan y se atropellan con blancas efusiones.
Se han desbordado, esposa, lunarmente tus venas,
hasta inundar la casa que tu sabor rezuma.
Y es como si brotaras de un pueblo de colmenas,
tú toda una colmena de leche con espuma.
Es como si tu sangre fuera dulzura toda,
laboriosas abejas filtradas por tus poros.
Oigo un clamor de leche, de inundación, de boda
junto a ti, recorrida por caudales sonoros.
Caudalosa mujer, en tu vientre me entierro.
Tu caudaloso vientre será mi sepultura.
Si quemaran mis huesos con la llama del hierro,
verían qué grabada llevo allí tu figura.
Para siempre fundidos en el hijo quedamos:
fundidos como anhelan nuestras ansias voraces:
en un ramo de tiempo, de sangre, los dos ramos,
en un haz de caricias, de pelo, los dos haces.
Los muertos, con un fuego congelado que abrasa,
laten junto a los vivos de una manera terca.
Viene a ocupar el hijo los campos y la casa
que tú y yo abandonamos quedándonos muy cerca.
Haremos de este hijo generador sustento,
y hará de nuestra carne materia decisiva:
donde sienten su alma las manos y el aliento,
las hélices circulen, la agricultura viva.
Él hará que esta vida no caiga derribada,
pedazo desprendido de nuestros dos pedazos,
que de nuestras dos bocas hará una sola espada
y dos brazos eternos de nuestros cuatro brazos.
No te quiero a ti sola: te quiero en tu ascendencia
y en cuanto de tu vientre descenderá mañana.
Porque la especie humana me han dado por herencia,
la familia del hijo será la especie humana.
Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos,
seguiremos besándonos en el hijo profundo.
Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos,
se besan los primeros pobladores del mundo.
MANUEL VICENT, EL PAÍS, 21/03/2010
A través de un paisaje recio del profundo Aragón, por la carretera que va de Teruel a Zaragoza, por Utrillas y Hoz de la Vieja, llegué al antiguo pueblo de Belchite, que conserva intactas todavía las ruinas de la Guerra Civil. Los espectros de las iglesias bombardeadas y las calles cegadas por los escombros han quedado como testimonio de aquel encarnizado horror. En este viaje tuve que hablar de literatura a alumnos de secundaria entre la algarabía de unas aulas de instituto llenas de adolescentes cuyas hormonas se hallaban disueltas en el aire de una primavera explosiva. Probablemente todos ignoraban la tragedia que sufrieron sus antepasados sobre aquella tierra adusta. Yo mismo, en lugar de hablarles de héroes de ficción, pude haberles contado una historia real. Belchite fue tomado por los dos bandos de la Guerra Civil, ganado y perdido tabique a tabique con la bayoneta desnuda. Poco antes de iniciarse la última batalla, unos padres mandaron a su hija, una niña llamada Ángeles, que fuera a decirles a sus tíos que estaban entrando en el pueblo los nacionales, pero cuando llegó a casa de sus tíos, los nacionales ya los habían fusilado, a ellos y a otros parientes. La niña volvió a su casa y se encontró con que sus padres también habían sido asesinados. Viéndose sola con toda su familia exterminada comenzó a correr bajo el fuego, dejó el pueblo atrás, atravesó la llanura, se perdió por los montes y no cesó de caminar junto a los bruñidos raíles del tren hasta llegar a Barcelona. Años después esta adolescente se casó con un anarquista catalán represaliado, que se llamaba Josep Serrat; la pareja vivió en el Poble Sec entre gente vencida y allí les nació un niño, que con el tiempo sería un insigne artista muy famoso. Joan Manuel Serrat acaba de crear unas canciones sobre versos de Miguel Hernández, otro ser inocente, muerto en una cárcel franquista, aplastado por el fanatismo de un tiempo atroz. Pude haberles contado a aquellos alumnos de literatura que sobre las ruinas descarnadas del viejo Belchite la primavera estaba depositando algunas flores sencillas, del mismo modo que han germinado en la voz de Serrat muchas palabras de amor desde el terror de aquella niña que huyó de la sangre y llegó al mar a través de una tierra muy dura.
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