viernes, 1 de abril de 2011

Centenario de E. M. Cioran (1911-1995)

¿Porqué estoy aqui?



Emil Michel Cioran nace en Rasinari, Rumania 1911 y muere en París 1995. Profesor de la Universidad de Bucarest, es una de las figuras más destacadas de su país, que abandonó en 1937 para establecerse en París. Su pensamiento, incluido en el campo existencialista y presentado por voluntad de su autor en forma fragmentaria y asistemática, es para muchos una incansable reflexión sobre el vacío y la desesperación, aunque para otros, incluido el propio Cioran, constituye una exaltación vital y casi salvaje. Su obra está escrita originalmente en francés, salvo un primer libro en rumano: En las cimas de las desesperación (1934). Obras: Breviario de podredumbre (1949), La tentación de existir (1956), Historia y Utopía (1960), La caída en el tiempo (1964), Del inconveniente de haber nacido (1973), El aciago Demiurgo (1974), Desgarradura (1979), Adiós a la filosofía y otros textos (1982) -textos seleccionados por Fernando Savater-, Contra la Historia (1983), Ensayo sobre el pensamiento reaccionario (1985), y este año Tusquets Editores ha publicado Cuadernos 1957-1972, selección de treinta y cuatro cuadernos manuscritos que dejó Cioran a su muerte, escritos desde el 26 de junio de 1957 hasta finales de 1972.



En ocasión del centenario de su nacimiento, efeméride totalmente convencional aunque buen pretexto para evocar, hemos creído oportuno hacer una selección de sus célebres y corrosivos aforismos y reflexiones fragmentarias, así como reproducir algunos textos alusivos a él y a su obra, en primer término el de Fernando Savater, amigo, traductor y filósofo muy próximo a su obra, así como otro de Miguel Russo, para familiarizar al lector que no ha frecuentado a Cioran con este destacado y original pensador rumano, uno de los más agudos y penetrantes del siglo XX. También hacemos referencia a nuestro post de septiembre del 2010 sobre Cioran, en relación al pensamiento reaccionario que encontrarán en este Blog. El lector interesado podrá encontrar varios artículos de E. M. Cioran en la revista Vuelta, cuya hemeroteca publica Letras Libres; Octavio Paz, por cierto, tradujo algunos y fue, además, divulgador de la obra del rumano en México. (F.Z.)




Un hombre asombrado... y asombroso
Tumba de Cioran y Simone Boué
FERNANDO SAVATER, EL PAÍS, 30/03/2011


He tardado 16 años en visitar la tumba de Cioran en el cementerio de Montparnasse. Aunque soy pasablemente fetichista y no me disgustan los cementerios, siempre que sea para estancias breves, las tumbas por las que siento más afición son las de ilustres desconocidos: es decir, autores cuyas creaciones he frecuentado mucho pero a los que no conocí personalmente o apenas traté. En el camposanto de Montparnasse hay bastantes de ellos: Sartre y Simone de Beauvoir, Julio Cortázar y por encima de todos, Baudelaire. Pero en el caso de aquellos de quienes me he considerado amigo, soy más esquivo. Quizá por lo de que a los seres queridos uno los lleva enterrados dentro y todas esas cosas.


Cioran murió un 21 de junio, día de mi cumpleaños. Un par de años después desapareció también su maravillosa compañera Simone Boué, ahogada en la playa de Dieppe. Me es imposible decir a cuál de los dos recuerdo con mayor afecto. Ambos descansan bajo la lápida gris azulada de Montparnasse, de una sobriedad extrema, realmente minimalista. Mientras iba en su busca, sorteando mármoles, cruces y ofrendas florales por los vericuetos funerarios, a veces peligrosos para la verticalidad del paseante, recordaba sus consejos: "Vaya 20 minutos a un cementerio y verá que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son superadas... Es mucho mejor que ir a un médico. Un paseo por el cementerio es una lección de sabiduría casi automática". Luego soltaba una de sus breves carcajadas silenciosas y yo, en mi ingenuidad juvenil, me preguntaba si hablaba realmente en serio. He tardado en aprender que hablar sinceramente de ciertos temas demasiado serios implica el tono humorístico como único modo de evitar la solemne ridiculez...


Traté a Cioran durante más de 20 años. Nos escribíamos con frecuencia y yo le visitaba siempre que iba a París una o dos veces por año. Me dispensaba una enorme amabilidad y paciencia, supongo que incluso con cariñosa resignación. Se interesaba especialmente por todo lo que yo le contaba de España, tanto durante los últimos años del franquismo como en los primeros avatares de la democracia posterior. Por supuesto no creo ni por un momento que fuesen mis comentarios apasionados y entusiastas sobre nuestras peripecias políticas lo que le fascinaba, sino la referencia al país mismo, esa segunda patria espiritual que se había buscado, la tierra nativa del desengaño. "Uno tras otro, he adorado y execrado a muchos pueblos: nunca se me pasó por la cabeza renegar del español que hubiera querido ser". Porque aunque se convirtió en gran escritor francés y se mantuvo apátrida, parece cierto que durante un tiempo pensó seriamente en hacerse español. La buena acogida que tuvieron sus libros traducidos en nuestro país le produjo una sorpresa tan grata como indudable. Creo que hubo un momento en que fue más popular -por inexacta que sea la palabra- en España que en Francia. Nunca le vi tan divertido como al contarle que en el concurso de televisión de mayor audiencia en aquella época (Un, dos, tres...) uno de los participantes citó su nombre tras el de Aristóteles cuando le preguntaron por filósofos célebres...


Apreciaba especialmente la paradoja de que tanto yo, su traductor, como la mayoría de los jóvenes españoles que se interesaban por él fuésemos gente de la izquierda antifranquista. Incluso le producía cierto asombro, porque para él la izquierda era un semillero de ilusiones vacuas y de un optimismo infundado -ese pleonasmo- de consecuencias potencialmente peligrosas, que había denunciado en Historia y utopía. Y sin embargo le halagaba tan inesperado reconocimiento. En realidad el asombro nos aproximaba, porque a mí me dejaba boquiabierto que alguien pudiera vivir y demostrar humor (Cioran y yo nos reíamos mucho cuando estábamos juntos) con tan implacable animadversión a cualquier creencia movilizadora y tan absoluto rechazo a las promesas del futuro. En cierta ocasión, tras haber demolido minuciosamente mi catálogo de candorosas esperanzas, me permití una tímida protesta: "Pero, Cioran, hay que creer en algo...". Entonces se puso momentáneamente grave: "Si usted hubiera creído en algunas cosas en que yo pude creer no me diría eso". Y acto seguido volvió a su cordial sonrisa habitual, ante mi desconcierto.


Cioran y Savater
Como yo era tan ingenuo entonces que no quería por nada del mundo parecerlo, me empeñaba en tratar de convencerle de que mi pesimismo no era menor que el suyo. Cioran me refutaba con amable paciencia, insistiendo en demostrarme que yo era incapaz visceralmente de aceptar las consecuencias pesimistas de las premisas que asumía para ponerme a su altura, seducido por el vigor irresistible de sus fórmulas desencantadas. Confusamente, trataba de explicarle que mi pesimismo era activo: cuando no se espera la salvación de ninguna necesidad histórica ni de ninguna utopía consoladora terrenal o sobrenatural, solo queda la vocación activa y desconsolada de la propia voluntad que no se doblega. No siempre nos movemos atraídos por la luz: a veces es la sombra la que nos empuja... Más o menos disfrazadas, le repetía opiniones tomadas de Nietzsche, a quien también leía devotamente en aquella época. Solíamos dejar al fin nuestras discusiones en un amistoso empate. Pero es obvio que nunca logré convencerle... ni engañarle. Su último libro, Aveux et anathémes, me lo dedicó con estas palabras: "A F. S., agradeciéndole sus esfuerzos por ser pesimista".


Con los años, ambos fuimos poco a poco sosegando la vivacidad de nuestros debates en una especie de familiaridad cómplice. Tras el asentamiento de la democracia en España, mis fervores fueron progresivamente renunciando a la truculencia y aceptaron cauces pragmáticos: se trataba de vivir mejor, no de alcanzar el paraíso. Los excesos pesimistas, lo mismo que las demasías del conformismo ilusionado, me parecieron -y me parecen- manifestaciones culpables de pereza que ceden el timón de la vida a rutinas fatales. Pero también Cioran en sus últimos años de lucidez, tras la caída de Ceaucescu, me daba la impresión de inclinarse por una especie de pragmatismo escéptico aunque sin embargo positivo. Por primera vez le vi celebrar acontecimientos históricos, desde luego sin arrebatos triunfales. A veces hasta me daba la impresión de estar parcialmente desengañado del desengaño mismo, la suprema prueba de su honradez intelectual...


Guardo especial recuerdo de una visita que le hice en el año 90 o 91, en su apartamento del 21 de la rue de l'Odeon. Fui acompañado de mi mujer y por primera vez en tantos años me encontré a Cioran solo en casa, porque Simone había salido con unas amigas. Para nuestra cena habitual había dejado unos filetes de carne convenientemente dispuestos en la cocina, listos para freír en la sartén. Queriendo evitarle tareas culinarias, le propuse que fuésemos los tres a cenar a cualquier restaurante próximo del barrio pero no consintió en ello: yo siempre había cenado en su casa y esa noche no podía ser una excepción. Su exigente y generosa norma de hospitalidad no lo permitía. De modo que todos nos desplazamos a la minúscula cocina y allí se hizo evidente que el manejo de los fogones desbordaba ampliamente las capacidades de Cioran. Entonces mi mujer tomó el control de las operaciones, nos hizo abandonar el estrecho recinto para evitar interferencias y guisó sin muchas dificultades la sobria cena que debíamos compartir. Desde el exterior, Cioran la veía operar con rendida admiración, mientras me daba una breve charla sobre las admirables disposiciones naturales de las mujeres vascas para el arte culinario... Es una de las imágenes más conmovedoramente tiernas que guardo de él, tan incurablemente escéptico en la teoría pero capaz a veces de un asombro casi infantil ante los misteriosos mecanismos eficaces del mundo y los milagros de la amistad.


Creo que esa capacidad de asombro era uno de los encantos de su trato personal, pero también una de las características notables de su talante intelectual. A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada saben ni nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran en afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito.


Cuando encontré su tumba en el cementerio de Montparnasse, al leer su nombre en la lápida junto al de Simone, me puse a llorar. No de pena, desde luego, aunque tanto echo de menos a ambos cada vez que vuelvo a París y recuerdo nuestras cenas en la calle del Odeon, las charlas interminables y las risas. ¿Cómo podría lamentarme por ellos, cuando tanto les admiré y tanto enriquecieron generosamente mi juventud? No, supongo que lloré de gratitud y sobre todo de asombro. El asombro porque los que aún estamos ya no estamos del todo y de que aún siguen estando los que ya no están.





"No somos nada, pero cuesta admitirlo"
Aforismos (*) Por E. M. CIORAN
Traducción: Rafael Panizo

 
Cuando se ha salido del círculo de errores y de ilusiones en el interior del cual se desarrollan los actos, tomar posición es casi imposible. Se necesita un mínimo de estupidez para todo, para afirmar e incluso para negar.

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Todo lo que me opone al mundo me es consustancial. La experiencia me ha enseñado pocas cosas. Mis decepciones me han precedido siempre.

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Para poder vislumbrar lo esencial no debe ejercerse ningún oficio. Hay que permanecer tumbado todo el día, y gemir...

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No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan meticulosamente como el Tiempo.

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Imposible asistir más de un cuarto de hora sin impaciencia a la desesperación de alguien.

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La amistad sólo resulta interesante y profunda en la juventud. Es evidente que con la edad lo que más se teme es que nuestros amigos nos sobrevivan.

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Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos.

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Lo que aún me apega a las cosas es una sed heredada de antepasados que llevaron la curiosidad de existir hasta la ignominia.

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Cuánto debían detestarse los trogloditas en la oscuridad y la pestilencia de las cavernas. Es normal que los pintores que malvivían en ellas no hayan querido inmortalizar el rostro de sus semejantes y hayan preferido el de los animales.

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«Habiendo renunciado a la santidad...» -¡Pensar que he sido capaz de escribir semejante enormidad! Debo sin embargo tener alguna excusa y espero hallarla aún.

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Fuera de la música, todo, incluso la soledad y el éxtasis, es mentira. Ella es justamente ambos, pero mejorados.

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Podemos estar orgullosos de lo que hemos hecho, pero deberíamos estarlo mucho más de lo que no hemos hecho. Ese orgullo está por inventar.

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Nunca se dice de un perro o de una rata que es mortal. ¿Con qué derecho se ha arrogado el hombre ese privilegio? Después de todo, la muerte no es un descubrimiento suyo. ¡Qué fatuidad creerse su beneficiario exclusivo!

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A medida que perdemos la memoria los elogios que se nos han prodigado se borran, contrariamente a los reproches. Y ello es justo: los primeros raramente se merecen, mientras que los segundos nos revelan aspectos de nosotros mismos que ignorábamos.

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Si yo hubiera nacido budista, lo sería aún; pero nací cristiano y dejé de serlo en la adolescencia, en una época en que mucho más que hoy hubiera podido exagerar, de haberla conocido, la blasfemia que Goethe escribió el mismo año de su muerte en una carta a Zelter: "La cruz es la imagen más odiosa que existe bajo el cielo".

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Lo esencial surge con frecuencia al final de las conversaciones. Las grandes verdades se dicen en los vestíbulos.

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Una carta digna de ese nombre sólo puede escribirse bajo el efecto de la admiración o de la indignación, de la exageración en suma. De ahí que una carta sensata sea una carta inexistente.

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Incorrecto hasta lo intolerable, mezquino, desastrado, insolente, sutil, intrigante y calumniador, captaba los menores matices de todo, gritaba feliz ante una exageración o una broma... Todo en él era atrayente y repulsivo. Un canalla al que se echa de menos.

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Nuestra misión es realizar la mentira que encarnamos, lograr no ser más que una ilusión agotada.

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La lucidez: martirio permanente, inimaginable proeza.

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Sólo la música puede crear una complicidad indestructible entre dos seres. Una pasión es perecedera, se degrada como todo aquello que participa de la vida; mientras que la música pertenece a un orden superior a la vida y, por supuesto, a la muerte.
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Si no poseo el gusto del misterio es porque todo me parece inexplicable, o mejor dicho, porque lo inexplicable es mi único sustento y estoy harto de él.

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Es preciso encontrarse en estado de receptividad, es decir, de debilidad física, para que las palabras nos lleguen, penetren en nosotros y comiencen en nuestro interior una especie de carrera.

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Deicida es el insulto más halagador que se le puede dirigir a un Individuo o a un pueblo.

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El orgasmo es un paroxismo; la desesperación, otro. El primero dura un instante; el segundo una vida.

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Aquella mujer tenía un perfil de Cleopatra. Siete años después hubiera podido pedir limosna en una esquina. -Experiencia que debiera curarnos en el acto y para siempre de toda idolatría, de todo deseo de buscar lo insondable en unos ojos, en una sonrisa o en una voz.

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Seamos razonables: nadie puede estar completamente de vuelta de todo, y puesto que no existe una decepción universal, tampoco podría existir un conocimiento universal.
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Todo lo que no es desgarrador es superfluo -en música por lo menos.

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No haber hecho nunca nada y morir sin embargo extenuado

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Cuanto más se detesta a los hombres, más maduro se está para Dios, para un diálogo con nadie.

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La fatiga extrema lleva tan lejos como el éxtasis, con la diferencia de que con ella se desciende hasta los límites del conocimiento.

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Igual que la aparición del Crucificado dividió la historia en dos, esta noche acaba de dividir en dos mi vida...

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La renuncia es la única variedad de acción no envilecedora.

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¿Es imaginable un ciudadano que no posea un alma de asesino?

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Apreciar solamente el pensamiento indefinido que no llega a la palabra y el pensamiento instantáneo que vive sólo gracias a ella. La divagación y la boutade.

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La naturaleza, buscando una fórmula que pudiera satisfacer a todo el mundo, escogió finalmente la muerte, la cual, como era de esperar, no ha satisfecho a nadie.

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He condenado con tanta frecuencia toda forma de acto, que manifestarme, de cualquier manera que sea, me parece una impostura, por no decir una traición. -Sin embargo continúa usted respiran- do. -Sí, hago como todo el mundo. Pero...
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iQué juicio sobre los seres vivos si es verdad, como alguien ha sostenido, que lo que perece nunca ha existido!

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Quedamos siempre anticuados por lo que admiramos. En cuanto citamos a alguien que no sea Homero o Shakespeare, corremos el riesgo de parecer pasados de moda o tocados de la cabeza.

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Como máximo, podemos imaginar a Dios hablando francés. Jamás al Cristo. Sus palabras pierden su encanto y su vigor en una lengua tan inadecuada para lo ingenuo o lo sublime.

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¡Interrogarse sobre el hombre durante tantos años! Imposible exagerar más el gusto por lo malsano.

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¿La rabia proviene de Dios o del Diablo? -De los dos. ¿Cómo explicar si no que sueñe con galaxias para pulverizarlas y no pueda consolarse de tener únicamente a su alcance este pobre, este miserable planeta?

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¿Para qué nos agitamos tanto? Para volver a ser lo que éramos antes de ser.

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Amar al prójimo es algo inconcebible. ¿Acaso se le pide a un virus que ame a otro virus?

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Los únicos acontecimientos importantes de una vida son las rupturas. Ellas son también lo último que se borra de nuestra memoria.

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El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad.

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Habiendo vivido día tras día en compañía del Suicidio, sería injusto e ingrato que lo denigrara ahora. ¿Existe algo más sano, más natural ? Lo que no lo es, es el apetito rabioso de existir, tara grave, tara por excelencia, mi tara...


(*) Extraído del libro Ese maldito yo, publicado por Tusquets Editores en su colección "Marginales".


LA TENTACION DE CIORAN
Por: Miguel Russo (Página 12-RADAR)


Según él había pocas cosas más terribles que haber nacido, el 8 de abril de 1911 en Rasinari, un pequeño pueblito de Rumania. Y esa certeza suya no era tan desmesurada. Claro, habría cosas peores. Por ejemplo, el traslado, con sólo diez años, a otra pequeña aldea, esta vez en Transilvania, llamada Sibiu.


Entonces empezó a leer; y leyó sin descanso (Diderot, Balzac, el aforista Lichtenberg, Flaubert, Dostoievsky, Tagore). Tenía otro vicio secreto: las putas. "Creo que pasé toda mi adolescencia entre bibliotecas y burdeles", decía. Ya en la facultad, en Bucarest, se dedicó con vehemencia a la obra de Kierkegaard y Bergson primero, después a Schopennhauer, Nietzsche, Kant, Hegel.


Caminaba, caminaba toda la noche, pensando, reelaborando teorías. A los veinte decidió suicidarse.


Pensaba: "Soy uno de esos que, por millones, se arrastran sobre la superficie de la tierra. Uno más solamente. Esa banalidad justifica cualquier conclusión, cualquier conducta: libertinaje, castidad, suicidio, trabajo, crimen, pereza, rebeldía. Cada cual tiene razón en hacer lo que hace".


No se suicidó. En su lugar, escribió un libro terrible, "En las cimas de la desesperación". Pero siempre quiso irse, y quizás el suicidio era sólo una forma de hacerlo. Pretendió ir a Madrid, pero se lo impidió la Guerra Civil, así que siguió escribiendo y generando polémicas. Lo acusaron de nihilista, de masoquista, de anticlerical, lo acusaron de despertar confusiones intencionalmente. Todo era cierto. En setiembre del '37 -como premio o como una manera de sacárselo de encima- lo becan para continuar su "carrera" en París. Rumania deja de ser, poco a poco, su patria.


En lugar de asistir a las clases de la Sorbona, prefiere recorrer Francia en bicicleta: cada vez que pasa por una universidad entra en el comedor y consigue que lo dejen comer gratis. Por las noches como un enloquecido, continúa con su costumbre de caminar en soledad. En una de esas caminatas, lo sorprende la madrugada a orillas del mar. Una bandada de gaviotas lo sobresalta y las aleja a pedradas. "No necesitaba a nadie, pero esos chillidos estridentes y sobrenaturales me hicieron entender que sólo lo siniestro podía apaciguarme." Para entender eso había esperado toda la noche, o toda la vida.


Otra mañana, en un matadero de las afueras de París, hasta donde llegó en su caminata febril, observa largamente cómo las vacas son golpeadas para que prosigan hasta el lugar de la matanza, ya que, a último momento, se negaban a avanzar. "Esta escena es la misma que cuando, rechazado por el sueño, no tengo fuerzas para afrontar el suplicio cotidiano del tiempo."


El insomnio, siempre. Recorrer cementerios, quizá con la secreta ilusión de volver a su infancia, cuando iba al camposanto de su pueblito natal para buscar calaveras y jugar al fútbol con ellas. Cambiar de lengua, de soledad, de nacionalidad. Pensar, escribir: "Un escritor no nos marca porque lo hayamos leído mucho, sino porque hemos pensado en él más de la cuenta". Descreer de todo en voz alta.


De los místicos que no entienden que es ridículo dirigirse a Dios (cuando todos saben que Dios no lee). De los sabios que impiden que uno se entregue definitivamente a sus instintos y a la expansión de la locura. Del lenguaje, ya que cada vez que piensa en lo esencial cree entreverlo en el silencio o en el grito.


Pensar, escribir: "Primer deber al levantarse: avergonzarse de uno mismo". Pensar, escribir, arremeter contra todo. Por eso los libros: Silogismos de la amargura, La tentación de existir, La caída en el tiempo, Breviario de podredumbre.


Para combatir su insomnio, para decidirlo a dejar, como él mismo quería, una imagen incompleta de sí mismo.


Su pesimismo, su indiferencia, su desprecio por cualquier circunstancia de la vida motivó la enorme repercusión que tenían sus escritos en la sociedad francesa, tan ligada, en la época, al espíritu existencialista.


Saint-John Perse lo consideraba uno de los más grandes escritores franceses después de Valéry. Susan Sontag dijo que era una conciencia sintonizada con la nota más aguda del refinamiento. Sin embargo, Cioran rechazaba todos y cada uno de las alabanzas, de los premios, de las palmadas en la espalda. Sólo esperaba la noche, y la noche llegaba con dos presencias. Una, atroz: "La vida es soportable gracias al sueño; cada mañana, tras una interrupción, comienza una nueva aventura. El insomnio suprime la inconsciencia, obliga a 24 horas diarias de lucidez, y la vida sólo es posible si hay olvido".


Beckett era su amigo. La ilusión de Cioran era esperar la noche para caminar en silencio con él, entre las putas, por los barrios más marginales de París hasta que el sol salía. De vez en cuando, uno de los dos decía una palabra. Ninguno de los dos vivía en el tiempo, sino paralelamente al tiempo. Cioran sabía, en esos momentos, que la historia era una dimensión de la cual el hombre hubiera podido, y debido, prescindir: "Interrogarse sobre el hombre durante tantos años! Imposible exagerar más el gusto por lo malsano".


Pero siguió, siguió: El Aciago Demiurgo, Desgarradura, Ejercicios de Admiración. Siguió paseando por el Quartier Latin de París, de noche, envuelto en un inmortal sobretodo negro y con la melena blanca desordenada, admirando a su manera a Borges, el flamenco y Schubert. Lejos de todo, lejos de todos, hasta que la estupidez de la muerte cortó su despiadada idea de la felicidad, un 20 de junio de 1995: "Me gustaría ser libre, inimaginablemente libre. Libre como un ser abortado".




TORMENTOS (Cioran)


La soledad es insoportable, a solas conmigo mismo, a solas con mis pensamientos.


No sé cómo distraerlos, como atontarlos para que no me atormenten. Surge entonces la rabia ante la impotencia, y la agresividad es un pequeño paso que doy en ese estado.


Sentirse solo y estar solo no es lo mismo, pero en mi caso, sí, me siento solo aun cuando no estoy solo, pero lo siento mucho más cuando esa soledad es también física.


¿Soy demasiado consciente de la realidad, y los demás viven en un sueño de idiotas del que no quieren despertar (cosa que no les reprocho), o soy yo el estúpido que cree ver demasiado, sin ver nada?


Sea cual sea la respuesta, puedo decir que nunca he pedido estar aquí y aun estando aquí, sólo pienso en cómo salir, sin hacer ruido, sin que se note mi ausencia, como si nunca hubiera estado. Y de esa manera, sentir la ilusión de no haber existido nunca.




En plena tempestad... (Cioran)


El día después siempre es tranquilo, ya se sabe, la resaca y el cansancio hacen que esté tirado como un muerto en el sillón mirando la tele aunque me importe una mierda lo que estén echando en ella. Sin embargo, hoy me he levantado de muy mala leche, y con impulsos homicidas y suicidas. Ha aflorado mi odio a este mundo y a esta vida y a mi mismo por estar en ella. Pongo Presuntos Implicados en la cadena de música, me gusta su voz y me gustan sus canciones, me relajan y quizás consiga ponerme en paz conmigo mismo y el mundo. Tengo ganas de llorar pero no lo consigo, la rabia me lo impide, desearía golpearlo todo y tirarlo por la ventana y luego yo detrás, pero vivo en un primero, ¡no vale la pena! Odio y rabia, tristeza y derrota, cansancio y resaca, todo esto a la vez es lo que siento, y la verdad, levantarse así es asqueroso, o mejor dicho, levantarse a un nuevo día es asqueroso.


Nos echan a este mundo, y nadie nos ha preguntado si queríamos nacer, nadie nos previene de lo que nos espera, ingenuo pensamiento el que dice que la vida es un don, algo que deberíamos agradecer cada día que nos despertamos y cada día que pasamos y seguimos aquí...


Yo pienso (y empiezo a pensar que pienso demasiado) que también puede ser una carga, una pesada carga, que día a día algunos de nosotros llevamos encima sin poder quitárnosla, pero deseando hacerlo. No estoy loco, nadie debe juzgar que mi lucidez significa locura, ¿o quizás sí?, y por eso los cuerdos están en el manicomio.


Lo he intentado, claro que lo he intentado, pero la ¿gracia? del asunto es que he fracasado... Así que aquí sigo, sin saber muy bien qué hacer.


Una de las cosas que tengo más claras, es que la sociedad tal como es ahora, no me gusta, vivo en ella porque no me queda otro remedio, y porque al mismo tiempo que la aborrezco, la necesito para subsistir. Pero no me gusta, quizás en lugar de ¿avanzar? tanto en el campo de la tecnología, de la ciencia, del consumismo,... Deberíamos pararnos en seco y mirar atrás, mirar lo que vamos dejando a nuestra espalda, recapacitar y meditar en si realmente estamos siguiendo el camino correcto, o por el contrario, estamos destruyéndolo todo a nuestro paso como Atilas de pacotilla.


Mi pesimismo, como le llaman los demás, o lucidez, como le llamo yo, es una pesada carga que tampoco pedí llevar. Es difícil vivir así, y casi merezco una medalla por, a pesar de todo esto, seguir levantándome cada día, ir al trabajo y colaborar en algo que no deseo que siga así, sino aniquilarlo.


La aniquilación es renovación, porque al final de ella, la vida (esa eterna inmortal) vuelve a resurgir... Si tuviese el poder, destruiría al hombre, limpiaría de la tierra su huella y la dejaría libre para que la naturaleza recupere lo que siempre ha sido suyo. Y quizá, en un futuro lejano, la evolución haría que un nuevo ser inteligente poblara este planeta. Porque no considero que el hombre sea un ser superior, ni inteligente, creo que es un ser peligroso por su gran (casi ilimitada) capacidad de contaminación. Y su carente capacidad de creación, allí donde toca, la caga. Dejando un montón de mierda a su paso.


¿POR QUÉ ESTOY AQUÍ?


¿POR QUÉ NADIE ME AVISÓ?


¿POR QUÉ, PADRES, ME OBLIGASTEIS A NACER?


¿POR QUÉ A CADA PASO QUE DOY TENGO LA SENSACIÓN DE NO AVANZAR?


¿POR QUÉ PIENSO DEMASIADO?


¿POR QUÉ NO PUEDO ESTAR IDIOTIZADO COMO LA GRAN MAYORIA?


¿POR QUÉ?... ¿POR QUÉ?... ¿POR QUÉ?...




Silogismos de Amargura


El pesimista debe inventarse cada día nuevas razones de existir: es una víctima del «sentido» de la vida.


En este «gran dormitorio», como llama un texto taoísta al universo, la pesadilla es la única forma de lucidez.


Para vengarnos de quienes son más felices que nosotros, les inoculamos -a falta de otra cosa- nuestras angustias. Porque nuestros dolores, desgraciadamente, no son contagiosos.


Fuera de la dilatación del yo, fruto de la parálisis general, no existe ningún remedio contra las crisis del abatimiento, contra la asfixia de la nada, contra el horror de no ser más que un alma dentro de un salivazo.


Aunque pudiera luchar contra un ataque de depresión, ¿en nombre de qué vitalidad me ensañaría con una obsesión que me pertenece, que me precede?. Encontrándome bien, escojo el camino que me place; una vez «tocado», ya no soy yo quién decide: es mi mal. Para los obsesos no existe opción alguna: su obsesión ha elegido ya por ellos. Uno se escoge cuando dispone de virtualidades indiferentes; pero la nitidez de un mal es superior a la diversidad de caminos a elegir. Preguntarse si se es libre o no: bagatela a los ojos de un espíritu a quien arrastran las calorías de sus delirios. Para él, ensalzar la libertad es dar pruebas de una salud indecente.


¿La libertad? Sofisma de la gente sana.


En la Antigüedad, el filósofo que no escribía, pero pensaba, no se exponía al desprecio; desde que nos postramos ante la eficacia, la obra se ha convertido en el absoluto del vulgo; a quienes no producen se les considera «fracasados». Sin embargo, esos «fracasados» habrían sido los sabios de otros tiempos; ellos rehabilitarán nuestra época por no haber dejado trazas en ella.


En un mundo sin melancolía los ruiseñores se pondrían a eructar.


¿Alguien emplea continuamente la palabra «vida»? Sabed que es un enfermo.


¿Nuestros ascos? Desvíos del asco que nos tenemos a nosotros mismos.


Si alguna vez has estado triste sin motivo, es que lo has estado toda tu vida sin saberlo.


Nosotros nos parapetamos detrás de nuestro rostro: al loco le traiciona el suyo. Él se ofrece, se denuncia a los demás. Habiendo perdido su máscara, muestra su angustia, se la impone al primero que llega, exhibe sus enigmas. Tanta indiscreción irrita. Es normal que se les espose y se les aísle.


Apenas se medita ya de pie, y menos aún andando. Fue nuestros empeños en conservar la posición vertical lo que originó la Acción; por ello, para protestar contra sus perjuicios, deberíamos imitar la postura de los cadáveres.


Don Quijote representa la juventud de una civilización: él se inventaba acontecimientos; nosotros no sabemos cómo escapar de los que nos acosan.


Dichosos esos frailes que, al final de la Edad Media, corrían de ciudad en ciudad anunciando el fin del mundo. Poco les importaba que sus profecías tardaran en cumplirse. Podían desmandarse, dar rienda suelta a sus terrores, descargarlos sobre las muchedumbres; terapéutica ilusoria en una época como la nuestra, en la que el pánico, introducido en las costumbres, ha perdido sus virtudes.


Para dominar a los hombres hay que practicar sus vicios y añadir a ellos alguno más. Véase el caso de los papas: mientras fornicaban, practicaban el incesto y asesinaban, dominaban el mundo y la Iglesia era omnipotente. Desde que respetan sus preceptos, su poder se degrada: la abstinencia, lo mismo que la moderación, les ha resultado nefasta; convertidos en personas respetables, nadie les teme ya. Edificante crepúsculo de una institución.


El prejuicio del honor es propio de las civilizaciones rudimentarias. Cesa con la aparición de la lucidez, con el reinado de los cobardes, de aquellos que, habiéndolo «comprendido» todo, no tienen ya nada que defender.


Hemos saboreado todos el mal de Occidente. Sabemos demasiado del arte, del amor, de la religión, de la guerra, para creer aún en algo; hemos perdido además tantos siglos en ello... La época de la perfección en la plenitud está terminada. ¿La materia de los poemas? Extenuada. ¿Amar? Hasta la chusma repudia el «sentimiento». ¿La piedad? Visitad las catedrales: ya no se arrodillan en ellas más que los ineptos. ¿Quién desea aún combatir? El héroe está superado; únicamente la carnicería impersonal sigue de moda. Somos fantoches clarividentes, ya sólo capaces de hacer muecas ante lo irremediable.


¿Occidente? Una posibilidad sin futuro.

Quién por distracción o incompetencia detenga, aunque sólo sea un momento, la marcha de la humanidad, será su salvador.



Nadie puede conservar su soledad si no sabe hacerse odioso.


Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado.


En cuanto un animal se trastorna, comienza a parecerse al hombre. Observad un perro furioso o abúlico: parece como si esperara a su novelista o a su poeta.

 
Constituye una gran injuria contra el hombre pensar que para destruirse necesita una ayuda, un destino... ¿No ha gastado ya lo mejor de su talento en liquidar su propia leyenda? En ese rechazo de durar, en ese horror de sí mismo, reside su excusa o, como se decía antes, su «grandeza».



Si la Historia tuviera una finalidad, qué lamentable sería el destino de quienes no hemos hecho nada en la vida. Pero en medio del absurdo general nos alzamos triunfadores, piltrafas ineficaces, canallas orgullosos de haber tenido razón.


Tanto he mimado la idea de la fatalidad, a costa de tan grandes sacrificios la he alimentado, que ha acabado por encarnarse: de la abstracción que era, ahora palpita irguiéndose ante mí, aplastándome con toda la vida que le he dado.


Quien vive sin memoria no ha salido aún del Paraíso: las plantas continúan deleitándose en él. Ellas no fueron condenadas al Pecado, a esa imposibilidad de olvidar; pero nosotros, remordimientos ambulantes, etc., etc.


«Señor, sin ti estoy loco, pero más loco aún contigo.» Ese sería, en el mejor de los casos, el resultado de la reanudación del contacto entre el fracasado de abajo y el fracasado de arriba.


¡Cuantos problemas para instalarse en el desierto! Más espabilados que los primeros ermitaños, nosotros hemos aprendido a buscarlo en nosotros mismos.


De todo lo concebido por los teólogos, las únicas páginas legibles, las únicas palabras verdaderas, son las dedicadas al Diablo. Su tono cambia y se aviva su elocuencia cuando, dando la espalda a la Luz, se consagran a las Tinieblas. Se diría que vuelven a su elemento, que lo descubren de nuevo. Al fin pueden odiar, por fin les está permitido; se acabó el ronroneo sublime o la salmodia edificante. El odio puede ser abyecto; extirparlo es, sin embargo, más peligroso que abusar de él. La Iglesia ha sabido evitar a los suyos, sabiamente, tales riesgos; para que puedan satisfacer sus instintos, los excita contra el Demonio; ellos se aferran a él y le roen: por fortuna es un hueso inagotable... Si se lo quitaran, sucumbirían al vicio o a la apatía.


Cuando, por apetito de soledad, hemos roto nuestros lazos con los demás, el Vacío nos embarga: nos quedamos sin nadie a nuestra disposición. ¿A quién liquidar ahora? ¿Dónde encontrar una víctima duradera? -Semejante perplejidad nos abre a Dios: al menos con El estamos seguros de poder romper indefinidamente...


En la búsqueda del tormento, en la obstinación de sufrir, únicamente el celoso puede competir con el mártir. Sin embargo, se canoniza a uno y se ridiculiza al otro.


¿Quién abusaría del sexo sin la esperanza de perder en él la razón algo más de un segundo, para el resto de sus días?


En la voluptuosidad, lo mismo que en el pánico, regresamos a nuestros orígenes; el chimpancé, injustamente relegado, alcanza por fin la gloria -mientras dura un grito.


La dignidad del amor consiste en el afecto desengañado que sobrevive a un instante de baba.

 
¿La «experiencia hombre» ha fracasado? Había fracasado ya con Adán. Sin embargo, es legítimo preguntar: ¿tendremos la suficiente inventiva para parecer aún innovadores, para agravar semejante descalabro?



Esperándolo, perseveremos en el error de ser hombres, comportémonos como farsantes de la Caída, seamos terriblemente frívolos.


Antes se pasaba con gravedad de una contradicción a otra; ahora sufrimos tantas a la vez que no sabemos ya por cuál interesarnos ni cuál resolver.

 
Sin poseer la facultad de exagerar nuestros males, nos sería imposible soportarlos. Atribuyéndoles proporciones inusitadas, nos consideramos condenados escogidos, elegidos al revés, halagados y estimulados por la fatalidad.



Afortunadamente, en cada uno de nosotros existe un fanfarrón de lo Incurable.


Una naturaleza religiosa se define menos por sus convicciones que por su necesidad de prolongar sus sufrimientos más allá de la muerte.

 
He adquirido mis dudas penosamente; mis decepciones, como si me esperasen desde siempre, han llegado solas -iluminaciones primordiales.



(E.M. Cioran, París, 1952)
Silogismos de la amargura


Simone Boué y Cioran
Supremacía de lo adjetivo.


Como no puede haber sino un número restringido de posiciones de cara a los problemas últimos, el espíritu se encuentra limitado en su expansión por ese límite natural que es lo esencial, por esa imposibilidad de multiplicar indefinidamente las dificultades capitales: la historia se atarea únicamente en cambiar el rostro de una cantidad de interrogantes y soluciones. Lo que el espíritu inventa no es más que una serie de calificaciones nuevas; vuelve a bautizar los elementos o busca en sus léxicos epítetos menos usados para un mismo e inmutable dolor. Siempre se ha sufrido, pero el sufrimiento ha sido o "sublime" o "justo" o "absurdo", según la visión de conjunto que el momento filosófico mantenía. La desgracia constituye la trampa de todo lo que respira; pero sus modalidades han evolucionado: han compuesto esa sucesión de apariencias irreductibles que inducen a cada instante a creer que es el primero en sufrir así. El orgullo de esta unicidad le incita a enamorarse de su propio mal y a hacerlo durar. En un mundo de sufrimientos, cada uno de ellos es solipsista con respecto a todos los otros. La originalidad de la desgracia es debida a la calidad verbal que la aísla en el conjunto de las palabras y las sensaciones...


Los calificativos cambian: ese cambio se llama progreso del espíritu. Suprimidos todos: ¿qué quedaría de la civilización? La diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad. Incluso Dios no vive más que por los adjetivos que se le añaden; esta es la razón de ser de la teología. Así, el hombre, calificando siempre diferentemente la monotonía de su infelicidad, no se justifica ante el espíritu más que por la búsqueda apasionada del nuevo adjetivo.


(Y sin embargo, esa búsqueda es lamentable. La miseria de la expresión, que es la miseria del espíritu, se manifiesta en la indigencia de las palabras, en su agotamiento y degradación: los atributos merced a los que determinamos las cosas y las sensaciones yacen finalmente ante nosotros como carroñas verbales. Y dirigimos miradas llenas de nostalgia al tiempo en el que no desprendían más que un olor a cerrado. Todo alejandrinismo proviene finalmente de la necesidad de airear las palabras, de prestar a su marchitamiento el suplemento de un refinamiento alerta; pero acaba en un agotamiento donde el espíritu y el verbo se confunden y descomponen. (Etapa idealmente postrera de una literatura y de una civilización: imaginemos un Valéry con el alma de un Nerón...)


Mientras nuestros sentidos frescos y nuestro corazón ingenuo se reencuentran y deleitan en el universo de las calificaciones, prosperan el azar del adjetivo, el cual, una vez disecado, se revela impropio y deficiente. Decimos del espacio, el tiempo y el sufrimiento que son infinitos: pero infinito no tiene más alcance que: hermoso, sublime, armonioso, feo... ¿Quiere uno restringirse a ver el fondo de las palabras? No se ve nada, pues éste, separado del alma expansiva y fértil, es vacío y nulo. El poder de la inteligencia se ejercita en proyectar sobre él un lustre, en pulirlo y hacerlo deslumbrante; este poder, erigido en sistema, se llama cultura, fuego de artificio sobre trasfondo de nada.)


Tomado Del inconveniente de haber nacido.

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