Autorretrato 1888 |
Gauguin en el paraíso recobrado
Siento que quizá el mayor atractivo de la obra de Paul
Gauguin (1848-1903) estriba en la providencial conjunción biográfica, estética
y plástica que ocurriera a partir de su personal renuncia y huida del mundo Occidental
industrializado y burgués, que le impulsara a la búsqueda y posterior encuentro
del paraíso perdido donde moraba el hombre primitivo anclado en la sociedad
agrícola y tribal, encarnación del buen salvaje idealizado por su héroe y
compatriota Jean-Jaques Roussesau, que luego plasmara en sus cuadros que
cimbraran el arte moderno y conmovieran al espectador hasta el día de hoy.
Muchachas con flores de mango |
Hay una visión romántica en la exaltación del
primitivismo exótico aun no contaminado por el mundo occidental industrializado,
materialista y capitalista, en la que el artista se concentra, prácticamente de
manera exclusiva, para mostrar la vida y las costumbres de los habitantes de
Tahití, como reflejo vivo del mito del buen salvaje difundido en algunos
sectores de la intelectualidad europea de la época. Las tareas de la vida
cotidiana, los momentos de ocio, los paisajes de la isla, elementos de la
religiosidad popular y, sobre todo, la belleza y sensualidad de las nativas.
Ciertamente ese es sólo un aspecto, probablemente el más
destacado, de Gauguin como artista y pintor, sin embargo la peculiaridad de su
obra –plástica y temática- influyó notablemente en las nuevas vanguardias
pictóricas. En efecto, como se indica más adelante "Paul Gauguin, el
artista mítico que se hizo salvaje para encontrar una nueva visión para el arte
se convirtió en el nuevo canon exótico para los expresionistas alemanes, los
primitivistas rusos y los fauvistas franceses. Mientras que muchos de ellos,
como Ernst L. Kirchner, Erich Heckel o André Derain, estudiaron el arte
primitivo en los museos etnográficos, otros, como Emil Nolde o Max Pechstein,
se embarcaron hacia tierras lejanas en busca del Otro." Gauguin enfatiza en aspectos etnográficos como elementos de inspiración artística.
He querido reanudar mis entregas al blog El Arte de la
Fuga, con esta dedicada a Paul Gauguin a propósito de la gran exposición
"Gauguin y el viaje a lo exótico" que actualmente se exhibe en el
Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid (9/oct/12-13/ene/13), de la que se dará cuenta aquí mismo, junto
a otros aspectos de la vida y obra de este peculiar, fascinante y encantador
artista, cuya obra engrandece con el tiempo. Se incluye una estupenda reseña de Antonio Muñoz Molina. Quiero destacar, asimismo, un
comentario crítico, estudio y análisis que la National Gallery of Art de
Washington, D.C., ha elaborado sobre un Autorretrato de 1889 del pintor. F.Z.
Gauguin y el
viaje a lo exótico
Presentación.
La exposición
aborda tres cuestiones que van encadenándose e interrelacionándose. La primera,
y fundamental, es la figura de Paul Gauguin, cuya huida a Tahití, donde
reconquistó el primitivismo por la vía del exotismo, funciona como hilo
conductor de todo el recorrido. Sus pinturas icónicas, creadas a través del
filtro de Polinesia, no sólo se han convertido en las imágenes más seductoras
del arte moderno sino que además ejercieron una influencia esencial en los
movimientos artísticos de las primeras décadas del siglo xx, como el fauvismo
francés y el expresionismo alemán. La segunda trata del viaje, el viaje como
escape de la civilización, que servirá de impulso renovador a la vanguardia, y
el viaje como salto atrás a los orígenes, a ese estado edénico, utópico y
elemental que anhelaba el primitivismo. La tercera, y última, se refiere a la
concepción moderna de lo exótico y sus vinculaciones con la etnografía.
Invitación al
viaje
Las escenas de
la indolencia femenina que pintó Gauguin durante su periodo tahitiano reflejan
cierta influencia del exotismo de Eugène Delacroix. El pintor romántico francés
fue uno de los primeros en viajar al norte de África y también un precursor en
el modo de concebir la obra de arte como producto de la imaginación creadora.
El movimiento rítmico y el seductor colorido de sus románticas representaciones
del “esplendor del Oriente”, serían un precedente fundamental para algunos
artistas de la modernidad.
Idas y venidas,
Martinica
En los años 1880
la breve pero intensa estancia de Gauguin en Martinica, junto a su amigo
Charles Laval, supuso un giro trascendental en su carrera de pintor. En esta
primera experiencia viajera, frente a la espesura tropical y el encanto de sus
gentes, el lenguaje pictórico de Gauguin toma finalmente forma propia.
Paraíso
tahitiano
Desaparecido del
mundo en el fondo de Oceanía, Gauguin se volcó en la representación de la
deslumbrante naturaleza y de la cultura maorí, en proceso de desaparición, con
su particular estilo sintetista construido mediante grandes superficies de
color y un profundo contenido simbólico y mítico.
Bajo las
palmeras
Cuando Gauguin
llegó a Tahití, al integrar lo primitivo y lo salvaje, logró acrecentar la
liberación de su creatividad. Desde su anterior periodo bretón ya tenía claro
que la pintura tenía que desafiar las convenciones de la imitación naturalista
y servirse de las sensaciones asociadas a la contemplación de la naturaleza a
través del sueño.
Como puede
observarse en esta sección, no sólo para Gauguin sino también para artistas
como Henri Rousseau o Henri Matisse, Emil Nolde o Max Pechstein, August Macke o
Franz Marc la relación con la naturaleza salvaje, real o imaginaria, se
convirtió en el modo idóneo de recuperar la inocencia y la felicidad, el
verdadero sentido del arte. El mundo de la jungla les brindaba a todos ellos un
medio para superar la crisis de valores, estéticos, morales y políticos, y
saltarse los límites del lenguaje artístico vigente.
En tiempos de
Gauguin, la atracción por la alteridad que propició el desarrollo del
primitivismo se pone de manifiesto en una nueva relación de los artistas con la
etnografía. El primitivismo nos conecta con el otro a través de una especie de
imagen reflejada en la que contemplamos algo extraño, algo diferente. Pero,
como defendía Victor Segalen, “no nos preciemos de asimilar las costumbres, las
razas, las naciones, de asimilar a los demás; sino por el contrario,
alegrémonos de no poderlo hacer nunca; reservémonos así la perdurabilidad del
placer de sentir lo Diverso”. Lo que importa no es descubrir el sistema de la
diferencia, sino la extrañeza irreductible de las culturas, de las costumbres,
de los rostros, de los lenguajes. A Gauguin y a los artistas expresionistas les
unió el compromiso de la diferencia, de la distancia, de una mirada “estética”
frente al otro.
Paul Gauguin, el
artista mítico que se hizo salvaje para encontrar una nueva visión para el arte
se convirtió en el nuevo canon exótico para los expresionistas alemanes, los
primitivistas rusos y los fauves franceses. Mientras que muchos de ellos, como
Ernst L. Kirchner, Erich Heckel o André Derain, estudiaron el arte primitivo en
los museos etnográficos, otros, como Emil Nolde o Max Pechstein, se embarcaron
hacia tierras lejanas en busca del Otro.
La luna del sur
A comienzos del
siglo XX los artistas modernos que viajaron a países lejanos abordaron lo
exótico como una verdadera estrategia de vanguardia y su principal objetivo fue
buscar respuesta a sus indagaciones artísticas. La experiencia estética de
Wassily Kandinsky durante el viaje a Túnez en 1905 le descubrió una pintura de
factura más experimental y un colorido más brillante, esencial para el futuro
desarrollo de la abstracción. Diez años después, también visitaron Túnez August
Macke y Paul Klee, donde lograron descubrir la liberación de la forma y del
color. Matisse, por su parte, encontró inspiración en Oriente a través del
arabesco, un modo de organización visual decorativa propia del arte islámico, y
Robert y Sonia Delaunay reinterpretaron el folclorismo de la península Ibérica
a través de su estilo de contrastes simultáneos. (Arriba, a la derecha, cuadro de Henri Rosseau, El sueño, 1910).
La exposición se
cierra con la estancia de Henri Matisse en la Polinesia francesa en 1930, donde
coincide con el director del cine expresionista alemán F. W. Murnau que está
inmerso en el rodaje de Tabú. Si Gauguin había planeado su viaje como escape de
la civilización, Matisse lo proyectó como unas vacaciones de placer para
intentar salir de un periodo de inquietud y desasosiego, pero terminó
convirtiéndose en el punto de arranque de una nueva etapa artística.
Los recuerdos y ensoñaciones de Tahití se tradujeron
en las experimentaciones de sus años finales con papiers découpés (papeles
recortados), reverenciados como la culminación de su carrera y de su principio
rector baudelairiano: “orden y belleza, lujo, calma y voluptuosidad” y,
asimismo, como el último soplo de utopía de las vanguardias.
Gauguin y Tahití,
sueños sucesivos
-El
Thyssen dedica a Gauguin una de las muestras de la temporada. Su exposición del
vigésimo aniversario sitúa en los viajes del pintor el origen de la ruptura del
arte moderno y la semilla de las corrientes visuales más fértiles del siglo XX-
ANTONIO MUÑOZ MOLINA, EL
PAÍS, 5 de oct. 2012.
Una buena exposición cuenta una historia y
formula una hipótesis. En Gauguin
y el exotismo, su
comisaria, Paloma Alarcó, ha contado la huida de Paul Gauguin a los mares del
Sur como el gran viaje de ruptura del arte moderno, que tiene su origen en los
viajes románticos de la época de Chateaubriand y Delacroix y se proyecta hacia
delante en la fascinación por lo salvaje de los expresionistas alemanes, y en
una mitología de la aventura exótica prolongada por el cine. En el arte, las
obras individuales se comprenden mejor cuando pueden verse en el juego de sus
conexiones y sus resonancias. Paul Gauguin es uno de los pocos artistas
inmediatamente reconocibles, dueño de un estilo y de un catálogo de imágenes
que casi cualquiera identifica sin vacilación como suyos. Pero para comprender
su originalidad es muy útil relacionarlo con los modelos en los que se fijó, y
su relevancia no sería tan grande si no hubiera inspirado algunas de las
corrientes visuales más fértiles del siglo XX.
Ahora que
el arte y el capitalismo viven en una armonía tan perfecta, y que los artistas
vivos más celebrados por la crítica y canonizados por los museos se mueven con
una solvencia de especuladores financieros, probablemente resultará pintoresco
recordar en qué medida los grandes forjadores del arte moderno fueron
fugitivos, marginales, renegados de una sociedad burguesa que cuanto más se
afianzaba menos sitio dejaba para ellos. La huida, la expulsión, no son solo,
con mucha frecuencia, circunstancias biográficas, sino rasgos fundamentales de
una actitud. En el mundo moderno no había sitio para el artista moderno.
Rembrandt o Velázquez habían padecido inseguridades sobre el lugar que les
correspondía en el orden social, pero no dudaban de que ese lugar existía para
ellos: al servicio de clientes ricos, o de los personajes de la corte. Pero en
el siglo XIX, cuando la industrialización desbarata los modelos de producción
artesanal a los que se había asimilado el trabajo de los pintores, y cuando
éstos, igual que los músicos o que los literatos, ya no tienen príncipes ni
arzobispos que los patrocinen, la única salida es la intemperie del mercado: el
pintor, el escritor, el músico, trabajadores solitarios, compiten en desventaja
con la industria poderosa del entretenimiento, y si no se rebajan a secundar el
gusto dominante se saben condenados a la penuria y a la irrelevancia.
El artista
moderno, literalmente, es un descastado. Su rebeldía estética es también
política y existencial. Delacroix había estado con los revolucionarios de 1830
y Baudelaire, a su manera atrabiliaria, con los de 1848; Rimbaud con los de la
Comuna, en 1871, y Gauguin con los anarquistas y con los republicanos españoles
que conspiraban en París contra la Restauración borbónica de Alfonso XII. La
negación de las convenciones académicas se corresponde con esa rebeldía
política. El fracaso de las revoluciones y la fortaleza abrumadora de la
sociedad burguesa no deja más salidas que el nihilismo bohemio o la huida.
Lo que va
descubriendo Gauguin es que ni las rupturas estéticas son absolutas ni las
huidas verdaderas. En sus cuadros un solo plano de formas hechas de colores
puros quiebra la profundidad ilusionista de la perspectiva, y sus paisajes de
Tahití y las figuras que los pueblan proponen un mundo visual ajeno a la
tradición europea; pero por debajo del evidente exotismo hay una fidelidad
escrupulosa a aquello mismo que el fugitivo rechazaba: la idea occidental y
cristiana del Paraíso Terrenal, con su serpiente tentadora y sus arcángeles
punitivos, la añoranza melancólica de una Arcadia entre pagana y neoclásica que
habría sido inteligible para un artista tan comedido como Poussin.
En cuanto
a la huida física, su imposibilidad proviene de una paradoja que a una persona
tan aguda políticamente como Gauguin no podía escapársele: el artista que huye
de las metrópolis sofocantes del capitalismo viaja no a territorios
inexplorados sino a los confines de la expansión colonial. Ese mundo romántico
de los descubrimientos que excita —a través de los libros de viajes, los
grabados, las fotografías, las postales— la vocación de escapar y la conciencia
de que la verdadera vida está en otra parte, es también el de la destrucción de
sociedades y ecosistemas tan frágiles que no resisten el choque con los invasores
europeos. El Tahití al que llega Gauguin no es un paraíso intacto sino un
paisaje de ruinas, poco más de un siglo después de aquellos viajes de
Bougainville y del capitán Cook que hicieron tanto por difundir en Europa la
leyenda del Buen Salvaje, del estado de naturaleza. Recién llegado a la capital
de Tahití, Papeete, después de una larguísima travesía, Gauguin comprueba que
allí no está el paraíso y lo busca un poco más allá, en Mataiea. Y al cabo de
unos años lo sigue buscando en las islas Marquesas. Su huida termina porque se
le acaba la vida y porque ya no queda otro lugar más allá hacia el que seguir
escapando. Y hasta su mismo final vive en rebeldía contra los funcionarios
coloniales.
El
sentimiento de capitulación que debió de abatirlo mientras la enfermedad y el
aislamiento lo gastaban contrasta con la magnífica irradiación de su obra:
fugitivo sedentario, el aduanero Rousseau paseaba por el Jardin des Plantes de
París viendo en él criaturas y paisajes fabulosos que no habría imaginado sin
el ejemplo de Gauguin. En Alemania, la hermosa furia de su colorido y el
descaro de su erotismo desatan la audacia de los expresionistas y refuerzan en
ellos una variante autóctona de rebeldía contra las ortodoxias sofocantes del
régimen imperial. En 1914 Emil Nolde y Max Pechtein viajan a los mares del Sur
en una expedición etnográfica y en sus retratos de los nativos son capaces,
gracias sin duda al ejemplo de Gauguin, de mirar con respeto y asombro en vez
de incurrir en los estereotipos de lo exótico. Viajar al sur es viajar al
color: basta una acuarela del viaje a Túnez de Paul Klee para imaginar el
deslumbramiento literal de tantos pintores educados en las gradaciones suaves y
en las luces grises del norte de Europa.
El círculo
casi se cierra cuando, en 1930, Matisse viaja a Tahití, y allí coincide con
Murnau, que está rodando su propia versión del sueño de la huida a los mares
del Sur, Tabú. 15 años después, ya muy viejo, en otra
posguerra, Matisse recorta y pega figuras de papel y sus composiciones son como
un vocabulario visual cifrado de un sueño mucho más duradero que la realidad:
caracolas, peces, hojas de árboles tropicales, plantas o criaturas submarinas,
pájaros. Gauguin había viajado a Tahití para pintar un Tahití imaginario. En su
retiro de Niza, recortando y pegando, el viejo Matisse invocaba el Tahití de
sus recuerdos.
Guaguin en los
trópicos
En la primavera
de 1891, un buque elegante y confortable de nombre Océanien surcaba el Índico
rumbo a las colonias francesas de Nueva Caledonia. Su pintoresco pasaje,
dividido en tres clases dentro de la cubierta, abarcaba desde grandes
funcionarios y terratenientes en el Pacífico hasta jóvenes de las clases más
humildes que viajaban a las colonias en busca de un futuro que la vieja Francia
ya no les podía proporcionar. En otras palabras, los buques transoceánicos eran
en esa época un auténtico zoológico humano, un circo con tantos actores en el
que sin duda nadie se fijaba en un hombre de mediada edad, de poderoso bigote y
mirada vacía, que pasaba las largas jornadas con la vista perdida en el
horizonte. No obstante, aquel anónimo personaje que ocupaba uno de los humildes
camarotes de la tercera clase, no era un viajero más. Era ya un admirado pintor
llamado Paul Gauguin que viajaba rumbo a Tahití en busca de una redención
artística, una búsqueda de lo primitivo y exótico que le ayudase a encontrar el
camino por el cual podría purificar su arte, según sus propias palabras,
"Occidente está podrido (.) y todo el que es Hércules puede, como Anteo,
cobrar nuevas fuerzas tocando el suelo de allá lejos. Y volver uno o dos años después,
sólido"
No obstante, el
viaje de Gauguin tampoco era precisamente una odisea de vagabundo. De hecho,
hizo que el embajador en persona lo recibiera en el puerto de Papeete, la
capital tahitiana, como enviado oficial del Estado francés. Además, Papeete ya
no era el paraíso en los trópicos, el pueblo exótico y misterioso que pudieron
encontrar los grandes viajeros de épocas anteriores como el legendario capital
Cook. Los colonos, fuesen civiles o militares, y por supuesto religiosos,
habían contaminado el pueblo con toda la miseria propia de una capital
colonial. Sin embargo, aún subsistía, sobre todo en poblaciones lejanas a la
capital, parte de la cultura autóctona y primitiva que Gauguin buscaba.
¿FUE GAUGUIN UN
COLONIZADOR?
En las últimas
décadas, los críticos e historiadores -mucho más documentados, perspicaces, y
también malintencionados que en épocas anteriores- han encontrado en este
recibimiento y en la actitud de cierta superioridad paternalista del primer
Gauguin (que califica a los polinesios como "mansos hasta la
necedad") de Tahití unas intenciones equiparables a la de los primeros
colonizadores, intentando imponer a los nativos las costumbres y creencias del
viejo occidente. Sin embargo, el asunto no es ni mucho menos así de simple.
En "Ia
Orana Maria (Salve, María)" (Nueva York, Metropolitan Museum), obra
fechada en 1891, primer año de Gauguin en Tahití, Gauguin ha trasladado al
exótico Pacífico Sur la temática cristiana: la Vírgen y el niño, al igual que
las dos mujeres adoradoras, e incluso el ángel de alas doradas que se intuye
entre el follaje, son claramente nativos polinesios. Gauguin acerca así la fe
católica a la cultura local introduciendo a los nativos en lo más profundo de
la religión cristiana. No obstante, esta obra, que se aleja claramente de la
iconografía clásica, hasta el punto de que somos incapaces de dilucidar si se
trata de una Anunciación o de una Adoración , pronto da paso a composiciones en
las que las creencias ancestrales de los nativos toman protagonismo, como es el
caso de "Manao tupapau (El espíritu de los muertos te vigila"
(Buffalo, Albright-Knox Art Gallery), considerado por el propio pintor como una
de sus obras maestras del primer periodo tahitiano, que Gauguin explicaba así:
"Este pueblo tiene por tradición un miedo muy grande al espíritu de los
muertos (.) Hago el aparecido simplemente una mujercita porque la muchacha (.)
no puede ver sino ligado al espíritu del muerto el muerto mismo, esto es, una
persona como ella misma"
ÍDOLOS Y DIOSES
Ya casi al final
de su vida, en las Islas Marquesas, Gauguin reflexionaba sobre la tradición
escultórica de Polinesia: "Este arte ha desaparecido por culpa de los misioneros,
que han considerado que esculpir, decorar, era fetichismo, ofender al Dios de
los cristianos". En efecto, ya a finales del siglo XIX la casi totalidad
de las antiguas tallas de madera polinesias habían sido destruidas por las
devastadoras misiones cristianas. Gauguin emprende así una misión épica:
devolver a los nativos polinesios su destruida mitología.
Por desgracia,
la mayoría de las tallas que Gauguin creó fueron talladas en una madera de baja
calidad, lo que provocó su prematura destrucción. No obstante, en el Museo del
Orsay se conservan dos estatuillas definidoras de este Gauguin recuperador : el
Ídolo de la concha y el Ídolo de la perla . La datación de ambas, si bien no la
conocemos con exactitud, puede situarse en torno a 1892. En ambas figuras,
Gauguin representa al dios polinesio Taaroa, cuya concha contiene -según la
tradición polinesia- el universo en el que vivimos. Pero no sería hasta 1894,
ya de vuelta en Paris (capítulo que veremos a continuación), cuando Gauguin
crearía su obra maestra escultórica: la figura de Oviri (Paris, Orsay),
siniestra representación del dios polinesio de la muerte y el duelo. La figura,
a la que Gauguin llamaba La Tueuse (La matadora) es una inquietante figura
femenina de rasgos toscos y primitivos, larga cabellera y enormes ojos, que se
alza sobre la horrenda figura de un lobo muerto.
Pero esta
recuperación iconográfica que lleva a cabo Gauguin no se ciñe sólo a las obras
tridimensionales: en años posteriores, el artista traslada su iconografía
inventada a las pinturas, donde encuentra mayores posibilidades compositivas:
en la pinturas los ídolos o dioses pueden variar su escala, hasta convertirse
en protagonistas de la escena ("El día de los dioses") o en espíritus
como inquietantes apariciones ("Jinetes en la playa")
EL INTERMEDIO
FRANCÉS
Pero la estancia
de Gauguin en Tahití distaba mucho de ser paradisíaca: a la desoladora soledad
y la perenne falta de dinero se le añadió, ya a finales del año 1892, una
enfermedad en los ojos, añadida a constantes diarreas y vómitos -en ocasiones
incluso de sangre- que le obligaron a ser hospitalizado durante mucho tiempo.
Desesperado, escribió al Ministerio francés rogando su repatriación, que se
haría efectiva a comienzos del año próximo.
De vuelta a
casa, tras ser hospitalizado en Paris en mejores condiciones que en las islas
polinesias, y cobrar la herencia del tío Isidoro, mejora su situación física y
económica. Alquila un apartamento en la capital francesa donde vive junto con
Annah la javanesa. Además, Gauguin consigue que nada menos que medio centenar
de obras suyas sean expuestas en una gran sala de la exposición de arte moderno
de Copenhague. En resumen, nada podía hacer pensar que Gauguin, el viajero que
había aguantado ni dos años en los exóticos mares del sur, volvería a pisar
tierras polinesias.
Pero Gauguin
volvió. Volvió dos años después, tras descubrir que había contraído la sífilis.
Volvió tras fracturarse el tobillo en una reyerta con unos marineros de
Bretaña. Volvió tras pintar en Paris una loa, una ensoñación a la cultura
tahitiana, la obra maestra "Mahana no Atua (El día de los dioses)"
(Chicago, Art Institute), en la que la diosa Hina es adorada por un grupo de
mujeres que danzan rodeadas de aguas multicolores. Volvió, en definitiva, tras
darse cuenta de que su lugar ya no estaba entre sus colegas de la vieja Europa.
"¡Qué vida tan tonta, la forma de vida de los europeos!". El 3 de
abril, Gauguin abandona Europa, a la que jamás volvería en vida.
"SOY UN
DELINCUENTE." - DE NUEVO EN TAHITÍ
"Quiero acabar
mi vida aquí, en la soledad de mi cabaña. Ah, sí. aquí soy un delincuente, ¿y
qué? Miguel Ángel también lo era."
De vuelta a
Tahití, Gauguin se siente liberado, libre de cualquier corsé artístico y
social. En su progresiva separación de cualquier vestigio de la sociedad
europea, abandona Papeete y se traslada a una cabaña en el interior del país,
tal vez buscando ese valle ensoñado en el "Matamua".
Liberado de
estos corsés sociales, Gauguin no duda a la hora de convertir a la mujer
tahitiana en la nueva imagen de la Eva artística. El artista nunca ha ocultado
su admiración por las jóvenes tahitianas, incluso por las demasiado jóvenes (su
amante Pau'ura tiene apenas 14 años) y en intermedio francés presumía ante sus
colegas de que todas las noches jóvenes nativas se metían en su cama "
como poseídas por el demonio" sin que, por supuesto, él hiciera algo por
ahuyentarlas (actitud que le proporcionó una hermosa sífilis) La figura
femenina es la protagonista en obras célebres como "Te arii Vahine (La reina
de la belleza)" (1896, Moscú, Museo Pushkin), " Muchachas con flores
de mango (o dos tahitianas)" (1899, Nueva York, Metropolitan Museum)
Una obra
paradigmática de este periodo es la famosa "Nevermore" ("Nunca
más", 1897, Courtauld Institute, London) obra en la que el desnudo
femenino vuelve a saltar al primer plano. Sin embargo, algo de la vieja Europa
sigue estando presente en el cuadro: el título hace referencia al famoso poema
de Edgar Allan Poe, que Gauguin había oído recitar en el Café Voltaire. No
obstante, el cuervo, protagonista de la historia del poeta americano, y que
debe imaginarse como siniestro y amenazante, queda en un segundo plano frente a
la fuerza del desnudo femenino.
El mismo Gauguin
afirmó que tras pintar "¿De donde venimos? ¿ Quienes somos? ¿A dónde
vamos?" (1897, Boston, Museum of Fine Arts) había intentado suicidarse.
Sea esto cierto o no, lo cierto es que meses antes de pintar su obra maestra,
las cosas se torcieron de tal manera que todo hacía presagiar un trágico final
que sin embargo tardaría un lustro en llegar: su situación económica se vuelve
prácticamente insostenible -lo cual no le impediría, sin embargo, rechazar una
asignación del Ministerio francés por considerarlo una "limosna"- y
la sífilis y el alcoholismo convierten su estado físico en una tortura. No
obstante, el más duro golpe le llegó literalmente por correo: en la primavera
de 1897, una carta le informaba de la muerte, con apenas 21 años, de su hija
Aline. Esta muerte supuso no sólo la ruptura del artista con su esposa, a la
que acusó irracionalmente de la pérdida de su hija, sino con la Fe que aún
podía conservar. En una devastadora carta fechada ese mismo año, Gauguin
afirma: "Mi hija ha muerto. Ya no quiero a Dios."
En este estado
mental Gauguin emprende la titánica tarea de pintar su testamento artístico, la
obra que reúne en si misma todas las demás obras del artista: "¿ Quienes
somos? ¿De donde venimos? ¿A dónde vamos?" no es simplemente la obra más
colosal que Gauguin pintó vida (139- 375 cm .) sino que desarrolla por completo
la doctrina filosófica y pictórica del artista.
Con un formato
llamativamente horizontal, el lienzo sigue una evolución cronológica inversa,
comenzando en su extremo izquierdo con la desoladora figura de una momia que,
en posición fetal, tapa sus oídos como intentando mantenerse ajena a toda la
escena; mientras que en el extremo izquierdo, un bebé, símbolo de la inocencia
y la vida, es cuidado por tres jóvenes tahitianas. En el centro, la figura del
hombre que coge un fruto simboliza la tentación y caída del hombre.
Estructurando el cuadro en un sentido cronológico inverso, Gauguin parece
señalar lo primitivo, lo inocente, como único camino a seguir por el artista.
EL ÚLTIMO ACORDE
- HUÍDA A LAS MARQUESAS
En septiembre de
1901, Gauguin abandonó Tahití con destino a las Islas Marquesas. El porqué de
su huida aún no está del todo claro: mientras que los admiradores sugieren que
el artista buscaba un nuevo escenario para sus inquietudes artísticas, no pocos
historiadores señalan al hecho de que su evidente deterioro físico le había
hecho perder encanto entre las tahitianas, forzándole a largos periodos de
abstinencia. Sea cual sea el motivo, Gauguin se estableció en Hiva Da,
principal isla del archipiélago de las Islas Marquesas, y establece su casa
sobre terrenos de la Iglesia Católica. Antes de partir, pinta una bonita
despedida a Tahití en su "Idilio en Tahití" (1901, Zurich, colección
E. G. Buhrle)
No obstante,
Gauguin comienza pronto a intuir su cercana muerte: su deterioro físico es ya
imparable, y el artista siente, por primera vez en años, impulsos de regresar a
Europa. Aun así saca fuerzas para pintar. Sus composiciones de estos últimos
años están llenas de metáforas relacionadas con la muerte, como es evidente en
su última obra maestra, las dos versiones de "Jinetes en la playa"
(Essen, Museo Folkwang, y colección Niarchos) En esta especie de tributo a las
pinturas de carreras de Degas, Gauguin ha representado a los jinetes en una
playa aparentemente infinita. Toda la pintura está impregnada del melancólico
sentimiento de una despedida, como prediciendo la muerte del propio artista
pocos meses después: los jinetes se aproximan tranquilamente hacia la costa,
donde una ola rompiente marca el límite entre la tierra y el mar -o entre la
vida y la muerte- de donde dos misteriosos y coloridos espíritus han aparecido,
quizás para acompañar a los vivos en su último viaje. La hermosa y colorida
obra es el testamento pictórico de Gauguin y una elocuente oda a la vida
polinesia.
El 8 de mayo de 1903, en medio de problemas físicos,
económicos y judiciales, Gauguin murió. Cuenta la leyenda, la no siempre fiable
y verídica leyenda, que los nativos, al enterarse de su muerte, gritaban:
"¡Gauguin ha muerto! ¡Estamos perdidos!".
National
Gallery of Art, Washington, D.C.
Paul Gauguin (artist)
French, 1848 - 1903
Self-Portrait, 1889
oil on wood
overall: 79.2 x 51.3 cm (31 3/16 x 20 3/16 in.)
Chester Dale Collection
1963.10.150
French, 1848 - 1903
Self-Portrait, 1889
oil on wood
overall: 79.2 x 51.3 cm (31 3/16 x 20 3/16 in.)
Chester Dale Collection
1963.10.150
Los autorretratos constituyeron un elemento importante
de la producción de Gauguin, sobre todo entre 1888 y 1889. Éste interés fue
motivado en parte por la serie de Van Gogh de retratos de 1888 como La Mousmé,
que aquél sabía por las cartas de Van Gogh. Además, Van Gogh esperaba
establecer una colonia de artistas en el sur, que podría ser análogo al círculo
de Gauguin en Bretaña, y propuso un intercambio de autorretratos. Sólo por
declaraciones de Gauguin sabemos sobre su autorretrato que pintó en respuesta a
Van Gogh. Describió la manipulación de su imagen de acuerdo con un programa
predeterminado simbólico, un programa un tanto similar al Autorretrato de 1889
y en referencia a la descripción de 1888 como "el rostro de un criminal ...
con una nobleza interior y la dulzura", un rostro que es "símbolo del
pintor impresionista contemporáneo" y "un retrato de todas las
víctimas miserables de la sociedad."
El Autorretrato de 1889 fue pintado en una parte de la
puerta de un armario del comedor de una posada en la aldea bretona Le Pouldu;
es una de las pinturas más importantes y radicales de Gauguin. Su cabeza
aureolada y la mano derecha sin cuerpo, una serpiente inserta entre los dedos,
flotan en las zonas amorfas de color amarillo y rojo. A los elementos
caricaturescos añade una inflexión irónica y ambivalente, agresiva y de
afirmación de la superioridad artística pintada de Gauguin que hace de él el
héroe sardónico de su sistema de nueva estética.
Paul Gauguin, francés, 1848 - 1903. Esta famosa imagen
de Paul Gauguin como un occidental "salvaje", fue producto de su
propia concepción sobre la realidad. Esa persona idealizada era, para él, la
manifestación moderna del "hombre natural" construido por su ídolo,
el filósofo y escritor Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). El rechazo de Gauguin
del Occidente industrializado lo llevó a abrazar las artes y artesanías hechas
a mano como los esfuerzos creativos equivalentes a otras formas de arte más
convencionalmente aceptados. En su propio rol concebido como ideal
artista-artesano, produjo un cuerpo original y una rica historia de trabajo en
diversos medios, disolviendo las fronteras tradicionales entre arte elevado y
la decoración.
El artista y su hermana mayor, Marie nació en París,
en una clase social altamente culta e ilustrada de clase media-alta de Francia
y Perú. Los primeros años de vida de Gauguin fueron marcados por el activismo
político liberal de su familia y sus lazos de sangre que abarca el Viejo y el
Nuevo Continente. Su padre, Clovis Gauguin, fue un periodista, su abuela
materna, Flora Tristán (Flora Tristán y Moscoso), fue una criolla peruana y
célebre militante socialista en Francia.
En 1849 los padres de Gauguin huyeron de Francia al
Perú con sus dos hijos pequeños, por temor a las repercusiones de Luis Napoleón
(más tarde emperador Napoleón III), que no había recibido el apoyo de Clovis
como candidato presidencial de la república. Clovis Gauguin murió durante la
travesía, el joven Paul pasaría su infancia en la Lima colonial, y su adolescencia
en la ciudad natal de su padre de Orleans, Francia. Aunque su madre viuda tenía
pocos medios más allá de un modesto salario como costurera en Orleans, el
muchacho se vio envuelto en ambas ciudades por la prosperidad y la cultura,
gracias a la familia y amigos.
A finales de 1860 Gauguin viajó por el mundo con la
marina mercante como marinero militar de tercera clase. Comenzó a pintar y
crear una colección de arte cuando se estableció en París como agente de bolsa
en 1872. Habiendo heredado los fondos fiduciarios de sus abuelos y ganar buen
dinero en su nueva carrera, vivió así hasta casarse con una mujer danesa de
clase media, Mette, en 1873, con quien tuvo cinco hijos. Después de aprender a
pintar utilizando modelos en su propio estudio con vecinas profesionales.
Intelectualmente inquieto e independiente, buscó y absorbió información de múltiples fuentes, sintetizándolas en su propia estética. En 1879, Gauguin se unió a los "Independientes" (impresionistas), gracias en parte a Camille Pissarro, otro trasplante Nuevo Mundo (del danés Saint-Thomas) que se convirtió en un mentor especial. Gauguin expone con regularidad con ellos, ganándose una modesta atención crítica, hasta que el grupo se disolvió en 1886.
Intelectualmente inquieto e independiente, buscó y absorbió información de múltiples fuentes, sintetizándolas en su propia estética. En 1879, Gauguin se unió a los "Independientes" (impresionistas), gracias en parte a Camille Pissarro, otro trasplante Nuevo Mundo (del danés Saint-Thomas) que se convirtió en un mentor especial. Gauguin expone con regularidad con ellos, ganándose una modesta atención crítica, hasta que el grupo se disolvió en 1886.
Gauguin perdió su trabajo en el mundo de corretaje
tras la crisis financiera de 1882. Se mudó con su familia a la ciudad de Rouen
más asequible y se convirtió en representante de ventas de un fabricante de
lienzos. Sin embargo, su enfoque en el activismo artístico y político se
intensificó. Se realizaron misiones de la frontera española para promover la
causa republicana española. Alarmada por el cambio dramático que su vida estaba
tomando, Mette llevó a los niños a su Copenhague natal. Gauguin siguió, pero
pronto declaró que la ciudad era inadecuada para su carrera y temperamento. Él
se fue para perseguir una vida independiente, aunque se mantuvo en contacto
permanente con su esposa e hijos, principalmente por correspondencia, para el
resto de su vida.
Sobrevivió a trabajos esporádicos y a menudo sin dinero
en efectivo, Gauguin empezó su existencia nómada para el resto de su vida en
1886, viajando entre París y varias regiones "exóticas". En el
proceso se hizo conocido como un colorido y controvertido artista de
vanguardia, sobre todo a través de trabajos enviados desde los sitios remotos
para la venta y exposición en Europa. Gauguin hizo varios viajes incluidos
algunos aciagos, se traslada a Panamá y Martinica.
En 1888, Gauguin empezó a pasar tiempo adicional en
las provincias francesas. Primero fue a Pont-Aven, Bretaña, donde se
familiarizó con el arte de Émile Bernard (1868-1941), que trabajó en un estilo
de formas atrevidas y planas. Luego fue a Arles para unirse a Vincent van Gogh,
que resultó ser un importante, aunque emocionalmente tumultuoso encuentro
artístico para los dos hombres. A continuación, regresó a Bretaña, a la aldea
de Le Pouldu.
El movimiento final de Gauguin a las Islas del Pacífico,
con retornos esporádicos a París, se produjo en 1891 con su traslado a Tahití
como jefe de una misión artística financiada por el gobierno francés. Encontró su sueño
de un paraíso virgen terrenal severamente comprometido. Al igual que en Europa,
vio la discordia y la cultura nativa superar los valores
occidentales-incluyendo la necesidad de capital para vivir. Sin embargo produjo
prolíficamente, en medio de disputas con las autoridades, escándalos y enlaces
románticos.
Varias enfermedades dejan a Gauguin cada vez más
inmovilizado durante sus últimos años. Murió en 1903 y fue enterrado en Atuona
(Islas Marquesas). Nota: traducción libre del inglés de Federico Zertuche.
2 comentarios:
De Ana Pellicer
Gracias Federico por tu interesante e importante información. Saludos,
Ana
De Irma de la Fuente
Querido Federico:
Primero que todo, te felicito que vuelvas a tu blog, lo extrañaba. Muy buena tu idea de poner tus comentarios, los de Muñoz Molina sobre la fabulosa exposición en el Thyssen y la atinada crítica del autorretrato. En efecto, su obra dejó un profundo impacto en el mundo del arte y lo podemos ver perfectamente en diversos pintores y corrientes. Sabía pero no había profundizado en el hecho de que los pintores de este tiempo carecían de los grandes mecenas como en los siglos anteriores, esta profesión se volvió mucho más difícil. Doblemente loable que siguieran crean con tantas penurias. Un abrazo,
Irma
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