Miguel Hernández
1910-2010
Brevísima antología poética y nota biográfica en ocasión del centenario de su nacimiento.
Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de muerte.
Con tres heridas yo:
la de la muerte,
la de la vida, la del amor.
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Un carnívoro cuchillo
de ala dulce y homicida
sostienen un vuelo y un brillo
alrededor de mi vida.
Rayo de metal crispado
fulgentemente caído,
picotea mi costado
y hace en él un triste nido.
Mi sien, florido balcón
de mis edades tempranas,
negra está, y mi corazón,
y mi corazón con canas.
Tal es la mala virtud
del rayo que me rodea,
que voy a mi juventud
como la luna a la aldea.
Recojo con las pestañas
sal del alma y sal del ojo
y flores de telarañas
de mis tristezas recojo.
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¿A dónde iré que no vaya
mi perdición a buscar?
Tu destino es de la playa
y mi vocación del mar.
Descansar de esta labor
de huracán, amor o infierno
no es posible, y el dolor
me hará, a mi pesar eterno.
Pero al fin podré vencerte,
ave y rayo secular,
corazón, que de la muerte
nadie ha de hacerme dudar.
Sigue, pues, sigue cuchillo
volando, hiriendo. Algún día
se pondrá el tiempo amarillo
sobre mi fotografía.
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¿No cesará este rayo que me habita
El corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?
¿No cesará esta terca estalactita
de cautivar sus duras cabelleras
como espadas y rígidas hogueras
hacia mi corazón que muge y grita?
Este rayo ni cesa ni se agota:
de mí mismo tomó su procedencia
y ejercita en mi mano sus furores.
Esta obstinada piedra de mí brota
Y sobre mí dirige la insistencia
de sus lluviosos rayos destructores.
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Por tu pie, la blancura más bailable,
donde cesa en diez partes tu hermosura,
una paloma sube a tu cintura,
baja a la tierra un nardo interminable.
Con tu pie vas poniendo lo admirable
del nácar en ridícula estrechura,
y adonde va tu pie va la blancura,
perro sembrado de jazmín calzable.
A tu pie, tan espuma como playa,
arena y mar, me arrimo y desarrimo
y al redil de su planta entrar procuro.
Entro y dejo que el alma se me vaya
por la voz amorosa del racimo:
pisa mi corazón que ya es maduro.
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Una querencia tengo por tu acento,
una apetencia por tu compañía
y una dolencia de melancolía
por la ausencia del aire de tu viento.
Paciencia necesita mi tormento
urgencia de tu garza galanía,
tu clemencia solar mi helado día,
tu asistencia la herida en que lo cuento.
¡Ay, querencia, dolencia y apetencia!:
tus sustanciales besos, mi sustento,
me faltan y me muero sobre mayo.
Quiero que vengas, flor, desde tu ausencia,
a serenar la sien del pensamiento
que desahoga en mí su eterno rayo.
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Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío:
claridad absoluta, transparencia redonda,
limpidez cuya entraña, como el fondo del río,
con el tiempo se afirma, con la sangre se ahonda.
¿Qué lucientes materias duraderas te han hecho,
corazón de alborada, carnación matutina?
Yo no quiero más día que el que exhala tu pecho.
Tu sangre es la mañana que jamás se termina.
No hay más luz que tu cuerpo, no hay más sol: todo ocaso.
Yo no veo las cosas a otra luz que tu frente.
La otra luz es fantasma, nada más, de tu paso.
Tu insondable mirada nunca gira al poniente.
Claridad sin posible declinar. Suma esencia
del fulgor que ni cede ni abandona la cumbre.
Juventud. Limpidez. Claridad. Transparencia
Acocando los astros más lejanos de lumbre.
Claro cuerpo moreno de calor fecundante.
Hierba negra el origen; hierba negra las sienes.
Trago negro los ojos, la mirada distante.
Día azul. Noche clara. Sombra clara que vienes.
Yo no quiero más luz que tu sombra dorada
Donde brotan anillos de una hierba sombría.
En mi sangre, fielmente por tu cuerpo abrasada,
para siempre es de noche: para siempre es de día.
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Elegía
(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me
ha muerto como el rayo, Ramón Sijé,
a quien tanto quería.)
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler, me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo voy
de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano está rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes,
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero mirar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera,
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas
y tu sangre se irá a cada lado,
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas,
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
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Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.
Sobre la pena duermo solo y uno,
pena en mi paz y pena en mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.
Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y de cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!
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La boca
Boca que arrastra mi boca,
boca que me has arrastrado:
boca que vienes de lejos
a iluminarme de rayos.
Alba que das a mis noches
un resplandor rojo y blanco.
Boca poblada de bocas:
pájaro lleno de pájaros.
Canción que vuelve las alas
hacia arriba y hacia abajo.
Muerte reducida a besos,
a sed de morir despacio,
das a la grama sangrante
dos tremendos aletazos.
El labio de arriba el cielo
y la tierra el otro labio.
Beso que rueda en la sombra:
beso que viene rodando
desde el primer cementerio
hasta los últimos astros.
Astro que tiene tu boca
enmudecido y cerrado,
hasta que un roce celeste
hace que vibren sus párpados.
Beso que va a un porvenir
de muchachas y muchachos,
que no dejarán desiertos
ni las calles ni los campos.
¡Cuánta boca ya enterrada,
sin boca, desenterramos!
Bebo en tu boca por ellos
brindo en tu boca por tantos
que cayeron sobre el vino
de los amorosos vasos.
Hoy son recuerdos, recuerdos
besos distantes y amargos.
Hundo en tu boca mi vida,
oigo rumores de espacios,
y el infinito parece
que sobre mí se ha volcado.
He de volver a besarte,
he de volver. Hundo, caigo,
mientras descienden los siglos
hacia los hondos barrancos
como una febril nevada
de besos enamorados.
Boca que desenterraste
el amanecer más claro
con tu lengua. Tres palabras,
tres fuegos has heredado:
vida, muerte, amor. Ahí quedan
escritos sobre tus labios.
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Menos tu vientre
todo es confuso.
Menos tu vientre
todo es futuro
fugaz, pasado
baldío, turbio.
Menos tu vientre
todo es oculto,
menos tu vientre
todo inseguro,
todo es postrero
polvo sin mundo.
Menos tu vientre
todo es oscuro,
menos tu vientre
claro y profundo.
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Nanas de la cebolla
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma, al oírte,
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pones alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
y el niño como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!
Desperté de ser niño;
nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
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Aceituneros
Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma:
Quién, quién levanto los olivos.
No los levanto la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.
Unidos al agua pura
y a los planetas unidos,
los tres dieron la hermosura
de los troncos retorcidos.
Levántate, olivo cano,
dijeron al pie del viento.
Y el olivo alzó una mano
poderosa de cimiento.
Andaluces de Jaén, aceituneros
altivos, decidme en el alma:
Quién, amamantó los olivos.
Vuestra sangre, vuestra vida,
no la del explotador
que se enriqueció en la herida
generosa del sudor.
No la del terrateniente
que os sepulto en la pobreza,
que os pisoteo la frente,
que os redujo la cabeza.
Árboles que vuestro afán
consagró al centro del día
eran principio de un pan
que solo el otro comía.
Cuantos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna,
pesan sobre vuestros huesos.
Andaluces de Jaén, aceituneros
altivos, pregunta mi alma:
de quién, de quién son estos olivos.
Jaén, levántate brava
sobre tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares.
Dentro de la claridad del aceite
y sus aromas, indican tu libertad
la libertad de tus lomas.
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Canción del esposo soldado
He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.
Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hasta mí dando saltos
de cierva concebida.
Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.
Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.
Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.
Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.
Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.
Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano.
Y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.
Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.
Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos,
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.
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Canción última
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruinosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas,
y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.
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Nota biográfica.
Miguel Hernández Gilabert, el excepcional poeta español, nació en Orihuela el 30 de octubre de 1910 y murió en una cárcel de Alicante el 28 de marzo de 1942, donde cumplía condena impuesta por el franquismo por ser "izquierdista y poeta". Desapareció de este mundo a los treinta y un años de edad tuberculoso, amargado, hambriento y con el puñal del fracaso en la frente. Hijo de campesinos, él mismo hubo de apacentar –según propia confesión- el humilde rebaño paterno. Alcanzada la adolescencia, su fuerte vocación, su honda y dramática espiritualidad, le hacen frecuentar el trato de los amigos de las letras de su ciudad natal, fundando una revista, El Gallo Crisis, con Ramón Sijé, en la que publica sus primeros versos, que aparecen después en su libro Perito en lunas. En 1935, Miguel Hernández llega a Madrid, donde es ampliamente acogido por los grupos literarios del momento, que saludan en él el advenimiento de un gran poeta telúrico, pasional y magnífico. En 1936publica su libro de poemas El rayo que no cesa. En Madrid le sorprende la guerra civil, y su torbellino le arrebata, como arrebató a todos los españoles.
Libros recomendados:
El rayo que no cesa
Colección Austral, Espasa-Calpe.
Poemas de amor
Alianza-Alfagura, Alianza Editorial.
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