domingo, 17 de enero de 2010

Balduino El Leproso

Balduino IV el Leproso
Por: Federico Zertuche
Balduino IV El Leproso


El caso del rey leproso es único y emblemático en toda la historia de la realeza europea. No encontramos en los anales de reyes, reinas o príncipes ningún otro personaje semejante a Balduino IV (1151-1185), ni antes ni después del paso por este mundo del joven monarca de Jerusalén.

La saga de Baldunio IV nos remonta a la Primera Cruzada (1096-1099), y al establecimiento del llamado reino franco de Siria en Tierra Santa hasta su ulterior caída en 1188, tras la victoria de los poderosos ejércitos musulmanes dirigidos por Salah Al-din (Saladino) el legendario atabeg (rey) de Damasco y Alepo.

Como sabemos, quien tuvo la primera idea de una Cruzada, tal y como se
El Papa Urbano II bendice a los cristianos
comprendió entonces y luego se realizara, fue sin duda el papa Urbano II (1088-1099), quien contó con el importante apoyo del conde de Tolosa, Raimundo de Saint-Gilles, principal propagandista y ejecutor de la guerra santa en aquella Europa de la Plena Edad Media.

Al poco tiempo del llamado de Urbano durante el Concilio de Clermont, el vulgo quiso atribuir a ambos un papel secundario concediendo principal protagonismo como “verdadero” iniciador de la Cruzada a un personaje muy popular, legendario y célebre en la cristiandad de entonces: Pedro el Ermitaño, a quien Jesucristo habría aparecido en sueños y entregado una carta dirigida al Pontífice. Cuenta la leyenda que Pedro habría ido a Roma a ver al papa para darle parte de su visión y mostrarle la milagrosa misiva, en la que, por intermedio de san Pedro, Cristo mandaba a Urbano II predicar la guerra santa a fin de liberar Jerusalén.



Pedro El Hermitaño

Aunque no hay nada que pruebe tales versiones, particularmente que haya estado en Roma en ningún año antes del Concilio, ni hubiese visto jamás al papa, lo cierto es que la fama y popularidad de Pedro el Ermitaño eclipsó desde un principio la de los demás participantes y protagonistas de la Cruzada, sobre todo si tenemos en cuenta que éste hombre se dirigía al vulgo sin tener relación estrecha ni con la Iglesia ni con los barones cruzados.

“El pequeño Pedro”, era menudo y delgado e iba siempre pobremente vestido montando un diminuto burro. Cuando se llamó a la Cruzada Pedro ya era un predicador muy conocido y popular en todo el norte y noroeste de Francia, había pasado años recorriendo Normandía, Champaña, Picardía, y la Isla de Francia, seguido de muchedumbres de fieles que, llevados por su ejemplo, habían elegido la vida errante de los apóstoles.

Se calcula que la masa que logró atraer Pedro el Ermitaño para participar en la Cruzada se elevó entre cuarenta y cincuenta mil personas, exorbitante para la época. La gran mayoría era del pueblo llano, campesinos empobrecidos, iletrados e ignorantes en las artes de la guerra, movidos por la pasión religiosa y fanática. Por ello, no es de extrañar que apenas desembarcaron en Asia Menor, al pretender temerariamente sitiar y arrebatar a los turcos la ciudad de Nicea, aquella turba del pequeño Pedro fuera sorprendida y masacrada por las tropas del sultán Quilich-Arsalan reduciéndola a apenas dos o tres mil supervivientes, en su mayoría rezagados que no estuvieron presentes en el lugar de la batalla.

Por su parte el ejército o ejércitos de los barones eran de consideración, sumando varios miles de caballeros bien entrenados, armados y dispuestos para la guerra. “Raimundo de Saint-Gilles, Godofredo de Bouillon y Roberto de Normandía, mandaban cada uno mil caballeros, el conde de Blois y el conde de Flandes a varios centenares, y Bohemundo de Tarento mandaba un ejército de siete a ocho mil hombres y no menos de quinientos caballeros. El caballero, a su vez, representaba una unidad combatiente que comprendía, además de él, cinco o seis soldados escogidos. Aparte de los caballeros, éstos ejércitos contaban con arqueros, con toda clase de técnicos desde ingenieros hasta simples encargados de las máquinas de guerra, un extenso número de personal auxiliar y de servicio y de todos los profesionales del oficio de las armas; y los soldados rasos, gente de a pie armada con lanzas pequeñas, garrotes y cuchillos, quienes también tenían criados a su cargo que no combatían pero que se empleaban en otras mil tareas de campamento y de asedio.” (1)



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En todo caso, en el siglo XII, como consecuencia del éxito de la primera Cruzada, los cristianos establecieron el llamado reino franco de Siria que comprendía varias provincias del Medio Oriente incluyendo Jerusalén.

La majestad santa de la ciudad exigía que fuese capital de un reino, había necesidad, pues, de nombrar a un rey de Jerusalén. La elección de los barones y clérigos recayó en Godofredo de Bouillon, duque de Baja Lorena, candidato natural. Godofredo declinó el título de rey a cambio del de “defensor del Santo Sepulcro”. A la postre, éste imponente y rubio barón franco, descendiente de Carlomagno, pasaría a formar parte del elenco más selecto del panteón de los héroes de la épica europea.

Cabe aclarar que si bien Jerusalén fue en muchos sentidos un reino franco, por lengua y por tradición, por haber sido francos sus príncipes, aristocracia y buena parte de su población, en cambio, conforme a derecho era una especie de Estado internacional, así como los Santos Lugares que estaban confiados a ellos eran propiedad de todo cristiano y en particular de los cristianos occidentales. Ingleses, italianos, alemanes, escandinavos, iban a Jerusalén en peregrinación o cruzados, sin tener por ello que ponerse al servicio de los francos. Ahí todos los hombres estaban al servicio de Dios. Es sumamente interesante constatar dicha perspectiva supranacional y supraestatal, germen de la entonces muy lejana Unión Europea.





“La Jerusalén cristiana, la Jerusalén de los cruzados y del Reino franco, se convirtió en la ciudad-templo, a donde acudían de todos los rincones de la cristiandad, ya fuera latina o griega, ortodoxa o herética, afluían los peregrinos que rivalizaban en fervor y se aglomeraban en masa en el Santo Sepulcro y el Gólgota y en todos los santuarios de la ciudad y de los alrededores con una libertad jamás conocida en tiempos de la dominación musulmana.” (2)

Sigamos pues, tras la muerte del célebre Godofredo le sucede su hermano
Godofredo de Bouillon
Baldunio de Bolonia, quien el día de Navidad del año 1100 es coronado rey de Jerusalén bajo el nombre de Balduino I. Una de sus principales acciones bélicas fue la ajustada derrota que inflingió a un poderoso ejército egipcio enviado por el visir Al-Afdal con la intención de reconquistar Jerusalén. Baldunio, que había perdido la mitad de sus tropas y a quien se creía vencido, arremetió contra sus enemigos con tal furia y eficacia que logró sembrar el pánico en el campo adversario y hacerlos huir en el más completo desorden.

En el momento en que se le daba ya por muerto en Jerusalén como en Jaffa, Balduino se presentó ensangrentado y cargado de despojos y de un botín ante las murallas de Jaffa, junto al obispo de Ramlah que portaba en alto la Vera Cruz. Esta reliquia (un trozo de madera considerado como tal y que se guardaba en el Santo Sepulcro), que había tomado parte en la batalla y dado fuerzas a los combatientes, iba a estar presente en todas las batallas y a adquirir gran renombre no sólo entre los cristianos sino también entre los musulmanes.

Balduino I fallece sin dejar descendencia ni designar sucesor, por lo que los barones tuvieron que elegir un rey, quienes en contra de la legitimidad más estricta se inclinaron por Balduino de Bourg, que accedió al trono como Balduino II y gobernó no sin dificultades.

Entretanto, a la muerte de Balduino II, le sucede en el trono de Jerusalén Fulco V de Anjou quien reinó entre 1131 y 1143, a éste le sucede Balduino III que gobierna hasta 1157, año en que accede al trono su hermano Amalarico ya aquel que no tuvo hijos.

Amalarico gobernó hasta morir víctima de una disentería a la edad de 39 años. Para acceder al trono Amalarico, había sido obligado a repudiar a su primera esposa, Inés de Courtenay, a quien los barones consideraban indigna para ser reina de Jerusalén, y con quien tuviera dos hijos: Balduino y Sibila. Después contrajo segundas nupcias con María Comneno, sobrina nieta del emperador de Bizancio con quien tuvo solo una hija. De tal manera que al fallecer, el trono le correspondía por derecho hereditario al joven príncipe Balduino quien asumiría el trono como Balduino IV.

El heredero al trono, se hallaba desde su más tierna infancia aquejado por un
Balduinio IV de niño
mal misterioso que ningún remedio había podido curar. Cuando el niño hubo cumplido diez años, los médicos y cuantos le rodeaban tuvieron que rendirse a la evidencia: el pequeño Balduino era leproso.

La lepra era entonces una enfermedad bastante común, sobre todo en Oriente, y aunque no era tema tabú, por cuestiones de higiene y salud pública existían leyes que ordenaban una rigurosa exclusión de los leprosos de la vida social amén de la pérdida sus derechos civiles. No obstante, al pequeño Balduino nunca se le consideró impuro ni indigno de reinar, sobre todo por el hecho de ser el único hijo barón del rey, y heredero legítimo.

Según relata el cronista Guillermo de Tiro, quien fuera su preceptor, Balduino era “...durante su infancia, muy guapo, de espíritu rápido y abierto, cabalgaba muy bien, mejor que ninguno de sus predecesores...”. “No olvidaba nunca un insulto, y menos aún una buena acción.” Tenía “una excelente memoria, era muy instruido, recordaba bien las historias y las contaba con gusto...”.

El joven príncipe debió comprender enseguida que su enfermedad era incurable, por lo que quiso olvidarse de ello y hacer olvidar a los demás que estaba enfermo. A la muerte de su padre, la enfermedad había progresado tanto que comenzaba a hacerse visible. Las gentes del reino sentían gran dolor al verlo.

Durante los primeros años, debido a la minoría de edad del rey, gobernaron Jerusalén dos regentes, primero, el senescal Milón de Plancy, caballero francés, amigo íntimo de Amalarico, hasta que fuera asesinado a puñaladas en plena calle por una banda de conjurados. Le sucedió en el cargo el entonces conde de Trípoli, Raimundo III, primo hermano del rey difunto y primer barón del reino latino ya que Bohemundo III, príncipe de Antioquía, había pasado a formar parte de los adeptos del Imperio Bizantino abandonando al reino.




A partir de 1175 el regente Raimundo y los barones de Jerusalén pudieron contar en sus batallas y correrías bélicas con un auxilio inesperado y más valioso de lo que podían creer. El joven rey de apenas catorce años, se estaba revelando como un intrépido guerrero, capaz de arrastrar las tropas a combate, y más tarde, de mandarlas y dirigirlas en una batalla. Era para sus hombres un símbolo y un estímulo, todos combatían mejor sabiéndose bajo las órdenes de un rey legítimo. A esa edad y con su enfermedad a cuestas, Balduino tenía que cabalgar decenas de kilómetros a menudo completamente armado, con cota de malla y casco, bajo un calor sofocante, y había que lanzarse contra el enemigo con escudo y lanza en mano.

Había recibido una esmerada educación como corresponde a un príncipe, por caballeros y maestros de armas, y también por eclesiásticos, entre ellos el historiador Guillermo de Tiro; éstos le inculcaron la virtud de la paciencia y fortaleza para la dura prueba que sería su vida. También despertaron en él el sentido del deber, el orgullo de ser rey de Jerusalén y defensor del Santo Sepulcro. En todo caso, Balduino IV parecía poco dado a compadecerse de sí mismo.

Balduino contrajo la enfermedad desde chico que en la pubertad comenzó a progresar con mayor rapidez, al final de su vida sus miembros se le caían literalmente a trozos y se le soltaban del cuerpo. A los quince años es nombrado rey tras la muerte de su padre, y fallece en 1185 luego de doce años de reinado sin haber cumplido los veinticinco de edad.

Sin embargo, fue sumamente respetado, admirado y ciegamente obedecido por sus súbditos dadas sus grandes dotes y cualidades para el gobierno y la guerra, así como por su tremenda determinación ante la adversidad de su enfermedad, pues sabiéndose con tal defecto físico quiso demostrar al mundo y a si mismo que era capaz de igualar y superar a los demás.

Como diría la medievalista experta en Cruzadas, Zoé Oldenbourg: “Con el

ardor del adolescente que sabiéndose poseedor de tal defecto físico y enfermedad, quiso demostrar a todo el mundo y a sí mismo que era capaz de igualar y aún superar a los otros, el rey niño superaba su mal, porque si bien era un rey que tenía la desgracia de ser leproso, era también un leproso que tenía la suerte de ser rey”. (3)

Le gustaba ejercer el poder, no tenía otra cosa que hacer en la vida, y estando predispuesto por herencia para ello, lo hacía con todo empeño y vigor. No toleraba desobediencia alguna, sin que ello supusiera tiranía; ésta la contenía, no obstante su juventud, debido a una viva inteligencia que le había hecho madurar antes de tiempo, así como a un fuerte sentido del deber que le hacía actuar siempre por el bien del reino antes que cualquier otro motivo.

Había nacido para la acción, por lo que hasta el último momento, cuando sus miembros se le caían literalmente a trozos quedándose sin manos ni pies así como otras partes de la cara y del cuerpo, quiso ser rey, mandar y ser obedecido, pues tal era su única manera de aferrarse a la vida merced a un fortísimo espíritu de lucha.

A la muerte de Amalarico, reaparece en la corte luego de largos años de ausencia, Inés de Courtenay, la esposa repudiada a quien los barones habían impedido ser reina, la habían separado de sus hijos cuando éstos eran aún muy pequeños, obligándola a un exilio ruinoso y humillante. Durante este tiempo contrajo nupcias en tres ocasiones y llegó a tener fama de bastante desconsiderada, pues, aunque tenía unos cuarenta años no renunciaba a sus aventuras amorosas, de las que más tarde llegaría a ser gala descaradamente.

En todo caso, muerto el rey Amalarico nada podía impedir su retorno en calidad de madre del rey Baldunio y de su hermana la princesa heredera Sibila. Balduino, carente de afectos y de amistades, recibió de buena gana a su madre que pronto tendría gran ascendencia sobre su pequeño, desvalido y enfermo hijo, y por tanto en la corte. A partir de entonces, casi todas las intrigas palaciegas y sucesorias serían auspiciadas e instigadas por Inés.

En noviembre de 1177 mientras los ejércitos francos se distraían en una

expedición contra Egipto y sitiaban la ciudad de Harim, en el norte de Siria, Saladino quiso aprovechar las circunstancias para atacar el reino por el Sur a un costado de Ascalón, cerca de Gaza. Creía que podría apoderarse con facilidad de un país sin defensores, por lo que dejó que sus ejércitos se desbandaran a fin de devastar los campos.

Balduino IV, que había reunido a todos los caballeros que le quedaban y había llevado consigo la Vera Cruz, corrió primero a refugiarse a Ascalón, y desde ahí se lanzó sobre el enemigo. El país franco creía que se encontraba al borde la invasión, sin posibilidad de resistir a las tropas de Saladino formadas por 27 mil hombres.

El rey de Jerusalén, cuyas tropas no sobrepasaban los 4 mil, llevaba a 375 caballeros de los cuales 80 eran Templarios que iban a las órdenes de su maestre Eudes de Saint-Amand; al príncipe Reinaldo de Chatillon, y a Jocelin III de Courtenay, tío del rey y hermano de la reina madre, a otros nobles caballeros, así como al obispo de Belén portando la Vera Cruz, amén de numerosos soldados de infantería reclutados a toda prisa.

El ejército franco, muy inferior en número, cogió a Saladino por detrás y por
Saladino
sorpresa. Según un cronista musulmán de la época “los bagajes militares que llegaban en aquel momento obstruían el paso. De repente aparecieron los escuadrones francos. Surgieron ágiles como lobos y ladrando como perros. Atacaban en masa, ardientes como la llama. Las tropas musulmanas se hallaban diseminadas saqueando los pueblos de los alrededores. La suerte de los combates se volvió pues contra ellas”. Los musulmanes no llegaron a poder agruparse y fueron rechazados y sus cuerpos reducidos a pedazos unos tras otros, Saladino se salvó de milagro, gracias a la abnegación de los mamelucos de su guardia personal que murieron casi todos a su alrededor.

Para el gran jefe musulmán este hecho constituyó una terrible derrota y los propios cronistas así lo registran. El ejército de Saladino huyó en desbandada hacia Egipto a través del desierto, muriendo en el trayecto muchos de sed, perdiendo caballos y mulos, y acosados por su retaguardia por los francos.

Baldunio –y la Vera Cruz- regresaron a Jerusalén como héroes. La victoria de Montgisard del 25 de noviembre de 1177, registrada así por la historia, fue considerada milagrosa por los contemporáneos, había salvado a la Siria franca del mayor de los peligros hasta aquel día. Desde antes se rendía un culto muy especial por la Vera Cruz, reliquia sin precio encontrada en Jerusalén, que no era toda la Cruz, sino como es sabido un trozo de ella incrustada en una gran cruz y venerada en la iglesia del Santo Sepulcro. Los días de fiesta era llevada en procesión a través de las calles de Jerusalén, y durante las grandes batallas acompañaba al ejército del rey.

El rey concluyó una tregua con Saladino, y los señores francos se pusieron a consolidar sus fortalezas y a construir otras nuevas con el fin de conservar Jerusalén para la cristiandad.

El rey leproso continuó organizando y conduciendo otras expediciones

guerreas durante varios años más. Cuando estaba por cumplir los veinte años de edad, comenzó a verse seriamente aniquilado por su mal. Desfigurado, incapaz de servirse de las manos o de los pies, ya ni pensaba en montar su caballo ni correr al combate a la cabeza de sus ejércitos, no obstante que en algunas ocasiones lo hiciera sirviéndose de una litera; era el principio de su decadencia y la de su reino.

La corte de Jerusalén a imagen del rey leproso, se descomponía y se dislocaba a consecuencia de las intrigas desatadas por la ambición del poder y de la sucesión en ciernes, en la misma medida en que la salud del rey se desmoronaba. Inés de Courtenay y su hermano imponían su voluntad gracias a la benevolencia de un rey muy enfermo.

Al final de su vida, ya ciego e incapaz de moverse, fue llevado a la fortaleza del Krak de Moab, desde donde Reinaldo de Chatillon amenazaba las rutas del desierto y que fuera sitiada en toda regla por Saladino, la que pudo resistir por un tiempo, y ante la inminente llegada de las tropas reales mandadas por el conde de Trípoli y acompañado por el rey en persona, Saladino levantó el sitio y se retiró. Una vez más –y sería la última- Balduino IV hacía huir al gran Saladino.

Un año después, luego de elegir para la regencia del reino a Raimundo III,
conde de Trípoli, y prestar juramento a Balduino V su sobrino de apenas siete años, a quien hizo coronar solemnemente en la iglesia del Santo Sepulcro, Balduino IV murió en marzo de 1185, tras doce años de reinado, sin haber cumplido aún veinticinco de edad.

Zoé Oldenbourg, de quien nos hemos valido para elaborar este relato, resume esta semblanza del rey leproso: “Este ser apasionado y autoritario, sensible y lúcido, este joven terriblemente humillado en su carne y que, en el último grado de la decadencia física, podía sentir aún ‘una gran angustia’ y preguntarse ‘como podía socorrer’ a los sitiados del Krak; este mutilado, que, sin cara, manos ni piernas, se atrevía a reunir a sus barones y dictarles sus voluntades, es uno de los más grandes ejemplos de energía moral que la Historia nos ha dejado”(4). Así sea.


Notas bibliográficas

(1) Oldenbourg, Zoé, Las cruzadas, Ediciones Destino, Barcelona 1974, página 81.
(2) Oldenbourg, Zoé, Opus cit., página 208.
(3) Oldenbourg, Zoé, Opus cit., página 329.
(4) Íbidem, página 329.




1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola, don Federico Zertuche:

Espero que me recuerde, soy uno de sus leales detractores; he leído cómo usted y don Carlos Carrillo, como niños (dicen que los ancianos vuelven a ser infantes) se desgreñan una y otra vez en ese carnaval de vanidades que es El Minutario.
La última vez que polemizamos usted y yo, no pude contestar sus argumentos porque fui expulsado "en lo oscurito" por el señor Sheridan, quien no quiso que se enteraran los demás blogueros de que él también aplica la ley de la mordaza.
Sostiene Liborio actualmente un alegato sobre el idioma español, y don Carlos, torpemente como siempre, confunde la sintaxis con el anacoluto o con el culo.
Dice el censor de El Minutario que es incorrecto escribir "La exhibición (de) su ignorancia (del) uso (de) los diccionarios académicos". ¿Dónde está el error? ¿Acaso las preposiciones tienen sinónimos?
He leído algunas gramáticas donde esta aparente tautología ocurre una y otras vez. No cabe duda de que, en el caso de don Amado Carrillo "el Señor de los Cielos", es más peligroso saber poco que nada, pues dice puras sandeces.
Espero que maneje con cautela este comentario, pues le iré mandando las acaloradas polémicas lingüísticas que sostuve con Carlos Chorrillo, donde lo hice ver muy mal, y él quisiera ya no recordarlas. También le enviaré el mail que me mando Sheridan para expulsarme de su blog sin que nadie se diera cuenta.

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