Considerado mundialmente como uno de los mejores directores y guionistas de cine, es también talentoso intérprete de Jazz como clarinetista, así como genial y divertido escritor. De hecho su primer trabajo fue como humorista, escribía chistes para destacados periodistas de Nueva York hasta que se independizó a los 17 años y adoptó el seudónimo de Woody Allen, su verdadero nombre es Allan Stewart Königsberg, nacido en Nueva York en 1935.
Como humorista y relator de chistes actuó en numerosos locales de espectáculos y en programas de televisión como en The Colgate Happy Hour; todos los guiones, desde luego, eran suyos y aparecían ya con su nombre en la prensa desde 1955, hasta que incursionó en el cine como guionista y luego como director y actor de sus propias películas, mientras tocaba el clarinete con asiduidad con The New Orelans Jazz Band Aunque dirigió antes cuatro películas exitosas, es con Annie Hall, con la que obtuvo su primer Oscar como mejor director, y salta a la fama internacional. Luego vendría en 19179, Manhattan que lo consagraría como gran director, filmada en blanco y negro, con largas e imponentes tomas de la localidad de Manhattan es considerada como un clásico de la historia del cine, le siguió una larga y prolífica filmografía como director, guionista y actor que conocemos, disfrutamos y admiramos.
Entre sus numerosos libros, artículos, guiones y novelas destacan los siguientes:
Pura anarquía
Adulterios
Tres comedias en un acto
Annie Hall
Balas sobre BroadwayCómo acabar de una vez por todas con la cultura
Cuentos sin plumas
Hannah y sus hermanas
Interiores
La Bombilla que flota
Manhattan
Maridos y mujeres
Match point
Misterioso asesinato en Manhattan
No te bebas el agua
Perfiles
Sin plumas
Stardust Memories (Recuerdos)
Sueños de un seductor
Todo lo que usted quiso siempre saber acerca del sexo
Zelig
Conversaciones con Woody Allen
Para gozo y disfrute del lector de este blog, he seleccionado un texto de su libro Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, así como un artículo publicado en The New Yorker, titulado Colas de Manhattan, (traducido por Alexis Romay) que transcribo luego de la siguiente nota de prensa que incorporo tardíamente por considerarla de interés y muy oportuna. F.Z.
Woody Allen actúa en La Fenice, teatro a cuya restauración ha contribuido
LUCIA MAGGI, EL PAÍS,- Venecia - 31/03/2010
"Cada vez que subo al escenario y veo el teatro a rebosar, alucino". Cuando toca el clarinete con la New Orleans Jazz Band, Woody Allen (Nueva York, 1935) tiene esa actitud insegura y modesta que asume en los monólogos de sus películas.
"Si tuviera más talento me gustaría pasar la vejez tocando, pero soy un músico mediocre. De hecho, estoy seguro de que la gente compra la entrada no para escucharme, sino para verme. Si no hubiera realizado alguna película de éxito nadie vendría a mis conciertos", explica a través de un correo electrónico.
Sea por lo que sea, el director estadounidense y su banda pisaron anoche el mítico escenario del Teatro de La Fenice de Venecia. Como suele ocurrir con sus actuaciones, el concierto fue un pequeño acontecimiento en la ciudad y las entradas se agotaron hace ya dos meses. El teatro era un hervidero de hombres en esmoquin y mujeres enfundadas en vestidos largos, a pesar de que se había anunciado que por la noche habría acqua alta.
La relación del creador de Manhattan o Zelig con la ciudad de los canales siempre ha sido muy estrecha. "Adoro Venecia, no me canso de repetirlo", asegura. En esta relajante y tranquila ciudad se casó; a ella acude cada verano con puntualidad casi maniática a presentar una nueva película; en ella intentaba ligarse a través de sus puentes a la espléndida Julia Roberts en el musical Todos dicen I love you. Pero con La Fenice, joya de la corona de la tradición teatral italiana, Allen tiene algo más. Él ha contribuido económicamente a su resurrección tras el espantoso incendio que destrozó el edificio del siglo XVII en 1996.
La última vez que Woody Allen tocó en Italia fue precisamente en 1996 durante la gira Wild man Blues. Anoche, como entonces, fue todo improvisación. En sus conciertos no hay ni programa, ni ensayos y él aparece a los cinco minutos de apagarse las luces. Otra similitud con su manera de rodar las películas. "En mis filmes la improvisación lo es todo. Ignoramos habitualmente el guión, inventamos casi todo sobre la marcha. Sé que se parece a nuestra manera de tocar. Es igual".
Con la misma formación de músicos -Woody Allen (clarinete), Eddy Davis (director musical y banjo), Conal Fowkes (piano), Simon Wettenhall (trompa), Jerry Zigmont (trombón), John Gill (batteria), Greg Cohen (bajo)-, el director se exhibe todos los lunes por la noche en Manhattan, en un club que está debajo de su casa. "Una cita informal entre amigos".
El repertorio apuesta por piezas del jazz clásico de los años veinte y treinta. "Toco la música que escuchaba de pequeño, con la que me formé, la misma que suena en mis películas. Los nombres son Sidney Bechet, gran clarinetista, Woody Herman y la trompa de Bunk Jonhson. Pero también Jerry Martin, George Lewis, los divos de aquella belle époque de Nueva Orleáns. Se trata de un jazz de la vieja escuela, popular y salvaje. Del ragtime al blues y a lo espiritual. Sí, hacer películas es para mí como una terapia, porque durante el año vivo en una vida paralela. La música es mi pasión innata", termina.
Woody Allen como espertatozoide |
Las lista de Metterling
Por fin, Venal & Sons acaba de publicar el primer volumen tan largamente esperado de las listas de ropa de Metterling (Las listas completas de ropa de Hans Metterling, vol. I: 437 págs., con una introducción de XXXII págs..; índice; 18,75 dólares), con un comentario erudito del conocido estudioso de Metterling , Gunther Eisenbud. La decisión de publicar esta obra por separado, antes de que se termine la inmensa oeuvre en cuatro volúmenes, es satisfactoria e inteligente, ya que este libro contumaz y espumeante dejará de inmediato sin efecto los desagradables rumores según los cuales Venal & Sons, después de haber cosechado sustanciosas ganancias con las novelas, obras de teatro, cuadernos de anotaciones, diarios y cartas de Metterling, sólo procuraba seguir embolsando copiosos beneficios con el mismo material. ¡Cuán errados han estado los propagadores de esos rumores! Por cierto, la mismísima primera lista de ropa de Metterling
LISTA No. 1
6 pares de calzoncillos
4 camisetas
6 pares de calcetines azules
4 camisas azules
2 camisas blancas
6 pañuelos
Sin almidón
Es la perfecta y casi sublime introducción a este genio problemático, conocido por sus contemporáneos como el “Raro de Praga”. Esta primera lista fue garrapateada mientras Metterling escribía Confesiones de un queso monstruoso, obra de sorprendente importancia filosófica en la que demostró no sólo que Kant estaba equivocado acerca del universo, sino que tampoco nunca había cobrado un cheque. La repugnancia que sentía Metterllng por el almidón es típica de la época, y cuando este paquete de ropa le fue devuelto demasiado rígido, Metterling se puso de mal humor y sufrió un ataque de depresión. Su ama de llaves, Frau Weiser, comunicó a unos amigos que “hace días que Herr Metterling está encerrado en su habitación llorando porque le han almidonado los calzoncillos”. Breuer señaló ya en varias ocasiones la relación entre los calzoncillos almidonados y la sensación permanente que tenía Metterling de que hablaban de él hombres con carrillos (Metterling: Psicosis paranoinco-depresiva y las primeras listas, Zeiss Press). Este tema de la incapacidad para seguir instrucciones aparece en la única obra teatral de Metterling, Asma, cuando Needleman lleva por equivocación a Valhalla la pelota de tenis maldita.
Con Mia Farrow |
El evidente enigma de la segunda lista
Radica en los siete pares de calcetines negros, pues hace ya mucho tiempo que es vox populi que Metterling era sumamente proclive al azul. Sin duda, durante años, la mera mención de cualquier otro color lo ponía hecho una furia, y en cierta ocasión dio un empujón a Rilke y lo hizo caer sobre un montón de miel porque el poeta dijo que prefería las mujeres de ojos castaños. Según Ana Freud (“Los calcetines de Metterling como expresión de la madre fálica”, Journal of Psychoanalysis, nov. 1935), este cambio súbito a ropajes más sobríos está relacionado con la infelicidad que le produjo el “Incidente de Bayreuth”. Allí fue donde, durante el primer acto de Tristán, no pudo contener un estornudo e hizo volar el peluquín de uno delos más ricos patrocinadores del teatro. El público se convulsionó, pero Wagner salió en su defensa con el ahora ya clásico comentario: “Todo el mundo estornuda”. Para colmo, Cosima Wagner estalló en sollozos y acusó a Metterling de sabotear la obre de su marido.
Ya nadie duda de que Metterling se sentía atraído por Cosima Wagner; sabemos una vez le cogió la mano en Leipzig y cuatro años más atrde, una vez más, en el valle del Rhur. En Danzig, se refirió tangencialmente a la tibia de Cosima durante el tranbscurso de una tormenta y ella decidió que era mejor no volver a verlo nunca más. De regreso a su casa en estado de agotamiento, Metterling escribió Pensamientos de un pollo y dedicó el manuscrito original a los Wagner. Cuando éstos lo utilizaron para calzar la mesa de la cocina, que tenía una pata más corta, Metterling se enfadó y se cambió a calcetines oscuros. Su ama de llaves le rogó que conservara su azul tan amado o que, por lo menos, hiciera un intento con el marrón, pero Metterling la maldijo exclamando: “Perra, ¿y por qué no escoceses, eh?”.
En la tercera lista
LISTA No. 2
6 pañuelos
5 camisetas
8 pares de calcetines
3 sábanas
2 fundas de almohada
Se menciona por primera vez la ropa de cama: Metterling sentía pasión por la ropa de cama, en especial por las fundas que él y su hermana, cuando eran niños, se ponían sobre la cabeza cuando jugaban a los fantasmas, hasta que un día él se cayó de bruces en una cantera de piedra. A Metterling le gustaba dormir con ropa de cama limpia y lo mismo le sucede a sus personajes de ficción. Horst Wasserman, el herrero impotente de Filete de arenque, comete un asesinato por un cambio de sábana, y Jenny, en El dedo del pastor, está dispuesta a acostarse con Klinesman (a quien ella odia por haber frotado a su madre con mantequilla) “si esto significa dormir entre sábanas suaves”. Es una tragedia el que la lavandería jamás dejara la ropa de cama a satisfacción de Metterling, pero afirmar, como lo ha hecho Ptlatz, que su consternación al respecto no le permitió terminar A dónde vas, cretino, es absurdo. Metterling se permitía el lujo de enviar a lavar sus sábanas, pero no sentía dependencia por eso.
Con Diane Keaton en Annie Hall |
LISTA No. 4
7 pares de calzoncillos
6 pañuelos
6 camisetas
7 pares de calcetines negrosSin almidón
Servicio especial en 24 horas.
En 1884, Metterling conoció a Lou Andreas-Salomé y de pronto nos encontramos de que a partir de entonces exigió que se lavara la ropa todos los días. En realidad, los presentó Nietzsche, quien le dijo a Lou que Metterling podía ser un genio o un idiota y que intentara averiguarlo. En aquellos tiempos, el servicio especial en veinticuatro horas se estaba volviendo bastante popular en el Continente, sobre todo entre los intelectuales, y la innovación fue bien recibida por Metterling. Al menos era rápido, y Metterling adoraba la rapidez. Siempre se presentaba a las citas temprano –a veces varios días antes y entonces tenían que acomodarlo en el cuarto de huéspedes-. A Lou también le encantaba el envío diario de ropa limpia de la lavandería. Se ponía tan contenta como una niña; a menudo llevaba a pasear a Metterling por el bosque y allí abría el último envío del escritor. A ella le encantaban sus camisetas y pañuelos, pero más que nada adoraba sus calzoncillos. Escribió a Nietzsche que los calzoncillos de Metterling eran lo más sublime que había encontrado en su vida, incluyendo Así habló Zaratustra. Nietzsche se portó como un caballero al respecto, pero siempre sintió celos de los calzoncillos de Metterling y le contó a sus íntimos que le parecían “hegelianos en extremo”. Lou Salomé y Metterling se separaron después del Gran Desastres dela Melaza de 1886 y, sibien Metterling perdonó a Lou, ésta siempre dijo de él que “su mente tenía sombras de frenopático”.
La quinta lista
LISTA No. 5
6 camisetas
6 calzoncillos
6 pañuelos
Confundió siempre a los estudiosos, principalmente por la total ausencia de calcetines. (Por cierto, Thomas Mann, años más tarde, se interesó tanto por el problema que escribió toda una obra de teatro sobre el tema: Las calcetas de Moisés que, en un descuido, se le cayó de un albañal). ¿Por qué este gigante de la literatura sacó súbitamente los calcetines de su lista semanal? No fue, como afirman algunos estudiosos, una señal de su creciente locura, aun cuando Metterling por aquel entonces había adoptado ciertas extrañas características en su conducta. Por ejemplo, creía que lo seguían o que él seguía a otra persona. Contó a unos amigos íntimos algo acerca de una conspiración gubernamental para robarle el mentón; y, en cierta ocasión, durante unas vacaciones de Jena, no pudo decir otra cosa que la palabra “berenjena” durante cuatro días seguidos. Sin embrago, estos ataques fueron temporales y no explican la desaparición de los calcetines. Tampoco lo hace su emulación de Kafka quien, durante un breve período de su vida, dejó de llevar calcetines debido a un sentimiento de culpa. Peor Eisenbud nos asegura que Metterling siguió llevando calcetines. ¡Simplemente dejó de enviarlos a la tintorería! ¿Y por qué? Porque, en esa época de su vida, consiguió una nueva ama de llaves, Frau Milner, quien consintió en lavarle los calcetines a mano (gesto que emocionó tanto a Metterling que legó a esa mujer toda su fortuna, que consistía en un sobrero negro y un poco de tabaco). Asimismo, ella inspiró el personaje de Hilda en su alegoría cómica El icor de mamá Brandt.
Es obvio que la personalidad de Metterling empezó a fragmentarse en 1894, según podemos deducir en parte de la sexta lista:
LISTA No.6
25 pañuelos
1 camiseta
5 calzoncillos
1 calcetín
Ya no resulta sorprendente que, en aquel período, iniciara un análisis con Freud. Lo había conocido años antes en Viena cuando losdos acudieron a la representación de Edipo, ocasión en la que Freud tuvo que ser sacado del teatro presa de un ataque de sudor frío. Las sesiones fueron tormentosas y, si damos crédito a las anotaciones de Freud, el comportamiento de Metterling fue hostil. En cierto momento, amenazó con almidonar la barba de Freud y con frecuencia decía que éste le recordaba a su tintorero. Poco a poco, las extrañas relaciones de Metterling con su padre salieron a la palestra. (Los estudiantes de nuestro autor ya se habían familiarizado con el padre deMetterling, un pequeño funcionario que a menudo ridiculizaba a Metterling comparándolo con una salchicha). Freud escribe acerca de un sueño clave que le describió Metterling:
“Estoy en una cena con unos amigos cuando de pronto entra un hombre con un bol de sopa en una traílla. Acusa a mi ropa interior de traición y, cuando una dama me defiende, a ésta se le cae la cabeza. Lo encuentro divertido en el sueño y me río. Pronto todo el mundo se ríe salvo mi tintorero, que parece serio y se queda sentado poniéndose gachas en los oídos. Entra mi padre, recoge la frente de la dama y sale corriendo con ella. Corre hasta la plaza pública gritando: “¡Al fin! ¡Al fin! ¡Al fin! ¡Una frente propia! Ahora no tendré que depender de ese idiota de mi hijo”. Esto me deprime en el sueño y siento la urgente necesidad de besar la ropa del burgomaestre. (En este momento, el paciente se pone a llorar y se olvida del resto del sueño.)”.
Con los conocimientos adquiridos gracias a este sueño, Freud pudo ayudar a Metterling, y los dos se hicieron bastante amigos fuera del psicoanálisis, aunque Freud jamás permitió que Metterling se pusiera a sus espaldas.
En el volumen II, se anuncia que Eisenbud se hará cargo delas listas 7-25 que incluyen los años de la “tintorería particular” de Metterling y el patético malentendido con los chinos de la esquina.
Hace un par de semanas, Abe Moscowitz se murió de un infarto y vino a reencarnar en una langosta. Lo atraparon en la costa de Maine y lo enviaron a Manhattan, donde fue a parar a un tanque de un lujoso restaurante especializado en mariscos. En el tanque había otras langostas, una de las cuales lo reconoció: «¿Abe, eres tú?», preguntó la criatura levantando las antenas.«¿Quién es? ¿Quién me habla?», dijo Moscowitz, todavía confundido por el místico desbarajuste post-mórtem que lo había transmutado en un crustáceo.
«Soy yo, Moe Silverman», dijo la otra langosta.
«¡A-la-bao!», chilló Moscowitz al reconocer la voz de un antiguo compañero de gin rummy, un juego de cartas.
«Hemos renacido», explicó Moe. «Como un par de langostas de dos libras».
«¿Como langostas? ¿Así es como termino luego de haber vivido una vida justa? ¿En un tanque en Third Avenue?».
«El Señor trabaja de maneras misteriosas», explicó Moe Silverman. «Mira a Phil Pinchuck. El tipo se fue del aire por culpa de un aneurisma, y ahora es un hámster. Se pasa el día corriendo en la estúpida rueda. Durante años fue profesor en Yale. Lo que digo es que a estas alturas le gusta la rueda. Pedalea y pedalea, corriendo hacia ninguna parte, pero con una sonrisa».
A Moscowitz no le gustaba su nueva condición en lo absoluto. ¿Por qué un ciudadano decente como él, un dentista, un hombre a todo que merecía volver a la vida como un águila en pleno vuelo o acurrucado en el regazo —y recibiendo caricias en su pelaje— de una mujer sexy de la alta sociedad habría de regresar ignominiosamente como el plato fuerte en un menú? Era su cruel destino ser delicioso, convertirse en el “Especial del día”, acompañado de una patata asada y un postre. Esto llevó a un debate entre las dos langostas sobre los misterios de la existencia, de la religión, de cuán caprichoso era el universo cuando alguien como Sol Drazin, un pastuzo que ambos conocían del negocio de comida por encargo, había regresado luego de un infarto fatal como un semental que preñaba a unas adorables potrancas de pura raza y recibía por ello altos dividendos. Sintiendo lástima por sí mismo y furioso, Moscowitz nadó de un lado a otro, incapaz de adoptar la resignación budista de Silverman ante la posibilidad de ser servidos a la termidor.
«No me lo puedo creer», dijo, incrustando sus pequeños ojos —que asemejaban semillas de pimiento— en las paredes de cristal. «Ese ladrón que debería estar tras las barras, dando pico y pala en la roca, haciendo chapas de carros, se las agenció para escurrirse de la reclusión de su apartamento y ha venido a agasajarse con una cena de delicadezas marinas».
«No te pierdas la piedra de su inmortal amada», apuntó Moe, echándole un vistazo al anillo y los brazaletes de la señora M.
Moscowitz contuvo su reflujo ácido, una condición que lo perseguía de su vida anterior. «Él es la razón por la que estoy aquí», dijo ya en estado de agitación extrema.
«Dímelo a mí», dijo Moe Silverman. «Yo jugué golf con el hombre en la Florida —dicho sea de paso, el tipo mueve la bola con el pie cuando no estás mirando—».
«Cada mes me enviaba un extracto de cuenta», despotricó Moscowitz. «Yo sabía que esos números lucían demasiado buenos como para ser kosher, y cuando bromeé diciéndole que aquello parecía una estafa Ponzi, se atragantó con su kugel. Tuve que revivirlo con la maniobra de Heimlich. Al final, después de toda esa vida de altura, resulta que el tipo era un fraude y mi valor neto era igual a un quilo prieto. P.D.: Tuve un infarto al miocardio que fue registrado en unos laboratorios de oceanografía en Tokio».
«Conmigo se hizo el duro», dijo Silverman, buscando instintivamente en su carapacho una píldora de Xanax. «Al principio me dijo que no tenía espacio para otro inversor. Mientras más me rechazaba, más quería yo que me aceptara. Lo invité a cenar y como le gustaron los blintzes que cocinó Rosalee, prometió que la próxima vacante sería mía. El día que me enteré que se haría cargo de mi cuenta me emocioné tanto que corté la cabeza de mi esposa en nuestra foto de bodas y puse la suya. Cuando me enteré de que estaba en la ruina, me suicidé saltando del techo de nuestro club de golf en Palm Beach. Tuve que esperar media hora para el salto mortal: era el número doce en la cola».
En ese momento, el capitán escoltó a Madoff hasta el tanque de las langostas, en donde el astuto y fastidioso personaje analizó los diferentes candidatos de agua salada y sus potencialidades en términos de suculencia y señaló a Moscowitz y a Silverman. Una atenta sonrisa apareció en la cara del capitán mientras llamaba a un camarero para que extrajera el par de langostas del tanque.
«¡Esto es el colmo!», gritó Moscowitz, preparándose para la atrocidad suprema. «¡Me despoja de los ahorros de toda una vida y después me devora enchumbado en mantequilla! ¿Qué clase de universo es éste?».
Moscowitz y Silverman, cuya ira alcanzaba dimensiones cósmicas, empezaron a balancear el tanque hasta que lo derribaron de la mesa, rompiendo sus paredes de cristal y empapando el piso de lozas hexagonales. Las cabezas se volvieron mientras el alarmado capitán contemplaba el panorama atónito. Empecinadas en la venganza, las dos langostas se escabulleron rápidamente hacia Madoff. Llegaron a su mesa en un instante y Silverman se le tiró al tobillo. Moscowitz, canalizando la fuerza de un poseso, pegó un brinco desde el suelo y con una de sus tenazas gigantes engrampó fuertemente la nariz de Madoff. Gritando de dolor, el canoso artista de la estafa saltó de la silla en lo que Silverman le estrangulaba el empeine con ambas pinzas. Los comensales no podían dar crédito a sus ojos al reconocer a Madoff, y empezaron a vitorear a las langostas.
«¡Esto es por las viudas y las obras de caridad!», gritó Moscowitz. «¡Gracias a ti, el Hatikvah Hospital es ahora una pista de patinaje!».
Madoff, incapaz de librarse de los habitantes del Atlántico, salió disparado del restaurant y huyó chillando entre el tráfico. Cuando Moscowitz apretó el agarre de tornillo de banco en su tabique y Silverman le atravesó el zapato, persuadieron al tramposo de que se declarara culpable y pidiera perdón por su estafa monumental.
Al final del día, Madoff estaba en el Lenox Hill Hospital, lleno de verdugones y contusiones. Los dos renegados platos fuertes, saciadas sus iras, tuvieron sólo la fuerza suficiente como para dejarse caer en las frías y profundas aguas de Sheepshead Bay, donde, si no me equivoco, Moscowitz vive con Yetta Belkin, a quien reconoció de cuando hacía las compras en Fairway. En vida, ella siempre se había asemejado a un pez platija, y luego de su fatal accidente aéreo había regresado como tal.
7 pares de calzoncillos
5 camisetas
7 pares de calcetines negros
6 camisas azules
6 pañuelos
Sin almidón
No hay comentarios:
Publicar un comentario