La Sagrada Lanza
Por: Federico Zertuche
Durante la Edad Media las reliquias fueron objeto de gran veneración y devoción en todos los estamentos de la sociedad; los príncipes de la Iglesia y de la realeza se convirtieron en ávidos coleccionistas. A fin de custodiarlas mandaban elaborar relicarios en finos metales, generalmente oro y plata, ornamentados con piedras preciosas, e incluso dedicaban una iglesia o capilla edificada en su honor.
Las reliquias son parte o partes del cuerpo de un santo o algún otro objeto que hubiese sido tocado por él o por el mismo Cristo. Toda catedral o iglesia respetable tenía entre sus tesoros más preciados una o varias reliquias que, en todo caso, constituían el mayor atractivo para las multitudes de fieles que acudían a adorarlas y a pedirles favores y milagros.
El Santo Sudario de Turín, es un ejemplo de una reliquia muy conocida y venerada hasta la actualidad, aunque tiene una historia documentada de más atrás, fue adquirido por el duque Luis de Saboya en 1453 a la viuda de Humberto de Villersexel, Conde de la Roche, Señor de Saint-Hippolyte-sur-Doubs, a cambio de un castillo en Varambon, Francia, y desde entonces perteneció a la Casa de Saboya hasta 1983 cuando lo donaron a la Santa Sede.
El culto a los santos y la veneración de las reliquias representan hierofanías (algo que manifiesta lo sagrado) de trasfondo precristiano, pagano, que lindan con el fetichismo y el totemismo, de las que el hombre no prescinde fácilmente sin detrimento de su fe.
Siguiendo al profesor rumano Mircea Eliade, considerado el experto más insigne en religiones comparadas, es difícil delimitar la esfera de la noción de lo “sagrado”. Sin embargo, “todas las definiciones dadas hasta ahora del fenómeno religioso presentan un rasgo común: cada definición opone, a su manera, lo sagrado y la vida religiosa a lo profano y a la vida secular.” (1)
Es inquietante atestiguar la enorme heterogeneidad de los hechos sagrados, “pues se trata de ritos, de mitos, de formas divinas, de objetos sagrados y venerados, de símbolos, de cosmologías, de teologúmenos, de hombres consagrados, de animales, de plantas, de lugares sagrados, etc. Y cada categoría tiene su propia morfología, de una riqueza exuberante y frondosa.” (2)
La hierofanías son hechos, objetos, personas o documentos –ritos, mitos, cosmogonías o dioses- que revelan una modalidad de lo sagrado. Constituyen manifestaciones de lo sagrado en el universo mental de los que lo recibieron. Así tenemos una multiplicidad de hierofanías que Eliade describe: cósmicas, “por la sacralidad que se revela en diferentes niveles cósmicos, el cielo, las aguas, la tierra, las piedras.” Hierofanías acuáticas y celestes, hierofanías biológicas (los ritmos lunares, el sol, la vegetación y la agricultura, la sexualidad, etc.), hierofanías tópicas (lugares consagrados, templos, etc.). Así, podemos hablar de hierofanías telúricas, vegetales, agrarias, celestes, atmosféricas, solares, lunares, acuáticas, líticas, etc., etc.
Eliade incluye los mitos, símbolos e ideogramas: “Las hierofanías vegetales (es decir lo sagrado revelado a través de la vegetación) se encuentran tanto en los símbolos (el árbol cósmico) o en los mitos metafísicos (el árbol de la vida) como en los ritos populares (la ‘procesión del árbol de mayo’, la combustión de leña, los ritos agrarios), en las creencias ligadas a la idea de un origen vegetal de la humanidad, en las relaciones místicas que existen entre ciertos árboles y ciertos individuos o sociedades humanas...” (3) Los vascos, por ejemplo, veneran el histórico árbol de Gernika (el tronco petrificado de un antiquísimo roble), símbolo de sus antiguas tradiciones.
He querido apoyarme en Mircea Eliade con el objeto de tener una guía de primer orden, confiable y segura, sobre el fenómeno religioso, así como para tratar de emular su enfoque y perspectivas al abordar el tema que me he propuesto ofrecer al lector, a saber, las reliquias en Edad Media, y en particular La Sagrada Lanza.
Primeras reliquias.
Pues bien, desde que la madre del emperador Constantino, santa Elena, visitó Jerusalén en el año 326, mandó restaurar algunos lugares sacros y hacer las primeras excavaciones arqueológicas tanto en el Santo Sepulcro como en el Monte de los Olivos, donde obtuvieron diversos objetos que fueron considerados como reliquias, principalmente trozos de madera o clavos adjudicados a la Santa o Vera Cruz, que, desde luego, adquirieron inmensa fama y veneración.
Veamos otros antiguos testimonios de reliquias como el siguiente del año 757: “El rey Pipino celebró asamblea en Compiègne con los Francos. Y hasta allí se llegó Tasilón, duque de Baviera, quien se encomendó en vasallaje mediante las manos. Prestó múltiples e innumerables juramentos, colocando sus manos sobre las reliquias de los santos. Y prometió fidelidad al rey Pipino y a sus hijos, los señores Carlos [Martell] y Carlomán [Carlomagno], tal como debe hacerlo un vasallo, con espíritu leal y devoción firme, como debe ser un vasallo para con sus señores.” (4)
Cuenta la crónica de la Reivindicación del prestigio de Carlomagno por Otón III en el año 1,000, que fallecido Otón II, su hijo Otón, tercero de este nombre, ocupó el Imperio. Amaba la filosofía y se preocupaba de los intereses de Cristo para poder devolver duplicado el talento cuando se presentara ante el tribunal del Juez supremo. Con la voluntad de Dios, consiguió convertir a la fe de Cristo a las poblaciones de Hungría, así como a su rey (...)
En aquel tiempo, el emperador Otón fue impulsado en un sueño a exhumar el cuerpo del emperador Carlomagno, que estaba enterrado en Aquisgrán. Con el tiempo había venido el olvido y se ignoraba el emplazamiento exacto donde reposaba. Después de cumplir un ayuno de tres días fue descubierto en el lugar que había sido revelado al emperador en su visión. Estaba sentado en un trono de oro, en el interior de una cripta abovedada debajo de la basílica de Nuestra Señora: llevaba una corona de oro y piedras preciosas y tenía un cetro y una espada de oro puro. El cuerpo fue hallado intacto y, una vez exhumado, se le expuso a la contemplación del pueblo.
“El cuerpo de Carlos fue enterrado en el lado derecho del crucero de la basílica, detrás del altar de San Juan Bautista y se construyó un magnífico altar subterráneo de oro sobre el sepulcro. Desde entonces ha comenzado a adquirir celebridad por los numerosos prodigios que ha realizado. No se ha instituido una fiesta solemne para él sino que se limitan a honrarle con el rito común del aniversario de difuntos. Su relicario de oro fue enviado por el emperador Otón al rey Boleslao para contener las reliquias del mártir San Adalberto. Cuando hubo recibido el donativo, el rey Boleslao lo agradeció al emperador haciéndole llegar un brazo del cuerpo de este santo. El emperador lo recibió con alegría, hizo construir en honor al santo mártir Adalberto una magnífica basílica en Aquisgrán e instaló en ella a una congregación de siervas de Dios. También hizo construir en Roma otro monasterio en honor de mismo mártir.” (5)
Las Cruzadas, iniciadas en 1096, fueron ocasión propicia para el resurgimiento entusiasta y vehemente del culto a las sagradas reliquias. La Orden del Temple (Los Templarios) fundada en 1119, se convierte además de “la nueva caballería” creada para proteger a los peregrinos en Tierra Santa, en gran coleccionista y custodio de reliquias.
“Los templarios –señala el profesor en Historia Medieval, Malcolm Barber- también sacaban sus reliquias durante períodos de crisis. Cuando el clima no se mostraba favorable, como por ejemplo durante una sequía prolongada, llevaban su reliquia más preciada, una cruz hecha de una bañera o abrevadero en el que supuestamente se había bañado Cristo, por las calles de Acre en procesión penitencial. Se creía que la cruz tenía propiedades curativas, y muchos enfermos acudían a la iglesia templaria de Acre por esa razón.
En 1247, sigue Barber, fue un templario quien llevó a Londres un frasquito cristalino que contenía sangre de Cristo, derramada en la Cruz, que le habían enviado los maestres del Temple y del Hospital y cuya autenticidad había sido certificada por los sellos del patriarca de Jerusalén y otros prelados de Tierra Santa, mientras que en el año de 1272 Tomás Bérard envió a Londres fragmentos de la Verdadera Cruz, junto con reliquias de los santos Felipe, Elena, Esteban, Lorenzo, Eufemia y Bárbara. En Castilla, los templarios mandaron construir la iglesia de Segovia en un emplazamiento nada habitual, en un campo abierto y fuera de la muralla norte de la ciudad, con el propósito específico de que albergara un fragmento de la Verdadera Cruz.” (6)
La Primera Cruzada. (7)
Como se sabe, quien tuvo la primera idea de una Cruzada, tal y como se comprendió entonces y luego se emprendiera, fue el papa Urbano II (1088-1099), motivado por una carta que le enviara Alejo Comneno, emperador de Bizancio, rogando su auxilio y apoyo contra la amenaza que significaba para el cristianismo entero la expansión del imperio turco y del Islam en el Medio Oriente. En su empresa el papa contó con el importante apoyo del conde de Tolosa, Raimundo de Saint-Gilles, principal propagandista y ejecutor de la guerra santa.
El papa Urbano quería aprovechar la situación para dar comienzo a una era de colaboración entre las dos iglesias, la griega (bizantina) y la latina, que se habían separado desde 1054 y se trataban mutuamente de cismáticas. Esperaba que con la ayuda militar de Occidente, Bizancio acabaría por aceptar la reconciliación y primacía de la Santa Sede.
Los ejércitos de la Primera Cruzada eran cinco: el de los lorenenses, el de los provenzales, el de los flamencos y los franceses, el de los normandos y el de los normandos de Sicilia. Se cuenta que no sólo en Constantinopla, gobernada por el rey bizantino cristiano Alejo Comneno, sino en ningún otro país de la región se había visto jamás igual concentración de hombres en armas. Según cálculos de historiadores, una vez comparadas distintas versiones, cifras de la época y posteriores, dichos ejércitos sumaban entre 6 mil o 7 mil caballeros y 60 mil soldados de infantería.
Tan poderosa fuerza bélica había desembarcado en las costas de Asia Menor (hoy Turquía), cerca de Constantinopla, capital del imperio Bizantino, luego de permanecer ahí varios meses marchó rumbo a Jerusalén pasando por Nicea, Dorilea, Tarso y Edesa, ciudades éstas últimas que, una vez capturadas, quedaron bajo el mando de Balduino de Bolonia, hermano menor del legendario Godofredo de Bouillon, duque de Baja Lorena, iniciándose así y paulatinamente lo que a la postre sería el reino franco de Siria.
Luego los cruzados se dirigieron hacía Antioquía, plaza fuertemente amurallada y defendida que los cristianos debían tomar si es que querían llegar a Palestina. El sitio duró siete meses y medio, luego los cruzados quedaron a su vez sitiados en esa misma ciudad durante tres semanas.
Como se ha dicho, al poco que los cristianos tomaron Antioquía fueron a su vez sitiados por un poderoso y fresco ejército musulmán muy superior en número, al mando del temible guerrero Kurbuqa, gobernador de Mosul, que aunque había llegado tarde para ayudar en la defensa de Antoquía se aprestaba a retomarla, valido de su superioridad y del agotamiento y debilidad de los cristianos luego del largo asedio.
Los sitiadores cristianos, pues, pasaron a ser sitiados en condiciones sumamente desfavorables: en la ciudad faltaban víveres y el ejército se hallaba diezmado y sin fuerzas, al tiempo que Kurbuqa y sus emires multiplicaban sus ataques. Fue tanta la miseria sufrida en aquellas semanas del sitio que los soldados, muertos de hambre, se negaban a salir de sus moradas; hubo deserciones en masa, el famoso y popular predicador Pedro el Ermitaño intentó huir, pero Bohemundo le alcanzó y reprendió vivamente.
Muy graves resultaron las deserciones de Esteban conde de Blois, que huyó acompañado de sus hombres y de Guillermo de Grandmesnill, tomando el camino de regreso para buscar refugio junto a Alejo Comneno, el emperador de Bizancio. A la sazón, éste se dirigía con su ejército hacia Antioquía para socorrer a los cruzados, sin embargo al encontrarlo en el camino aquellos barones le aseguraron que la Cruzada había concluido, que Kurbuqa había aplastado al ejército cristiano y tomado la plaza, por lo que era inútil, peligroso e impensable seguir su marcha, convenciendo a Conmeno de renunciar a la empresa y dejando a los sitiados sin la esperada y ansiada ayuda de refuerzos, tornando su situación sumamente precaria.
La Sagrada Lanza. (8)
Parecía entonces que sólo un milagro podía salvar al ejército de Dios, desmoralizado y abatido, sin fuerzas para resistir y muchos de ellos sin obedecer a sus jefes. Y el milagro efectivamente ocurrió salvando a los cruzados. Todos los historiadores coinciden en este punto, no obstante las distintas maneras de interpretar los hechos.
El autor o vehículo del milagro fue un simple criado que formaba parte de los peregrinos que seguían el ejército del conde de Tolosa. Se llamaba Pedro Barthélemy, quien aunada a su baja extracción tenía mala reputación de disoluto y hombre sin carácter. Sin embargo había tenido la visita en varios sueños de san Andrés y del propio Cristo, quienes le ordenaron notificar a los cruzados sobre la cólera divina despertada por su conducta perversa y libertinaje, lo que Dios, en su misericordia, estaba dispuesto a perdonar enviando una señal manifiesta de su gracia. Les revelaba que la Sagrada Lanza que había atravesado el costado de Cristo se encontraba enterrada debajo de las lozas de una Iglesia de Antioquía.
Aunque pocos tomaron en serio la “revelación”, sin embargo el estado de sobreexcitación en que se encontraban por el asedio y su debilidad, amén de que los peregrinos suscitaban en todo momento fenómenos que podrían tomarse como mensajes divinos, conforme a la credulidad de la época avivada por las circunstancias, al poco algunos empezaron a oír voces y hasta tener visiones relacionadas con la preciosa reliquia, hasta que los jefes del ejército decidieron poner las cosas en claro. Así, el conde de Tolosa autorizó a Barthélemy para que acompañado por un séquito de sus sacerdotes efectuara excavaciones en la iglesia de San Jaime.
Luego de largas e infructuosas búsquedas, Barthélemy salió de un hoyo cavado en la tierra con la Sagrada Lanza –o lo que parecía, pues en realidad era un trozo de hierro enmohecido- que todos los asistentes tomaron como auténtica y enseguida se precipitaron sobre el metal aún cubierto de tierra para besarlo y cubrirlo de lágrimas. Inmediatamente la noticia se propagó por todo el campamento y la ciudad; la alegría del ejército fue tan grande que al obispo de Puy, representante del papa y máxima autoridad eclesiástica, no le quedó más remedio que reconocerla como auténtica. A su vez, los jefes de la Cruzada comprendieron en seguida lo mucho que podían sacar del providencial hallazgo.
A raíz de ello se produjo una súbita transformación en el ejército de Antioquía: de ser unos hombres desmoralizados y extenuados se tornaron de pronto en soldados resueltos y dispuestos a arrojarse sobre un enemigo muy superior en número y en plena posesión de sus fuerzas. El ejército cristiano volvía a encontrar la vocación de martirio, la energía y alegría de servir a Dios.
Los barones, con Bohemundo a la cabeza, acapararon la reliquia y la persona del visionario, cuyas revelaciones fueron dictadas a partir de entonces por santos bien entrenados acorde a las necesidades militares del momento. Se dispuso, pues, que el ejército franco dejara tan sólo una débil guarnición para defender la ciudad y el grueso del mismo saldría en masa para combatir en campo raso al ejército sitiador. La empresa parecía descabellada, sin embargo, organizada como lo fue por jefes con experiencia, estrategas avezados en toda clase de estratagemas, y portando como emblema la Sagrada Lanza, la empresa tuvo más éxito de lo que cabía esperar.
Contra el consejo de sus emires, Kurbuqa cometió la imprudencia de dejar que todo el ejército cruzado saliera de la ciudad, en lugar de combatirlos conforme iban saliendo del puente, confiado en que estaban muy débiles y agotados; esperó a que salieran todos para acabarlos de una sola vez en lugar de prolongar el sitio. Y como había grandes desacuerdos entre los jefes, una parte de sus emires se negó a intervenir cuando era debido. Entonces, bajo ataques bien concertados por parte de los cruzados pronto el ejército turco quedó envuelto y acorralado en dirección a un río hasta que se desbandó, y Kurbuqa, viéndose abandonado por sus aliados, tomó a su vez el camino de huida dejando el campamento con sus riquezas.
Las tropas cristianas persiguieron al adversario dando muerte o dispersando a los fugitivos, de tal manera que el temible jefe turco volvió a Mosul casi sin ejército, desesperado y desprestigiado para siempre a la vista del Islam. La suerte de la Primera Cruzada quedaba decidida en Antioquía: después de Nicea y de Dorilea, la noticia de la derrota del atabeg de Mosul se esparcía por los países musulmanes así como la fama de aquellos francos hasta entonces desconocidos y que se revelaban como los primeros guerreros del mundo.
Lo que siguió, la formación de un principado en Antioquía al mando de Bohemundo de Tarento, la toma de Jerusalén, y el establecimiento del reino franco de Siria bajo Godofredo de Bouillon, es tema para otro relato. Lo cierto es que a partir de entonces la Sagrada Lanza junto con la Vera Cruz, se convirtieron en las reliquias más preciadas y veneradas que acompañaron a los cruzados en sus principales batallas así como en las ceremonias más solemnes y sagradas hasta la caída definitiva del reino de Jerusalén.
Notas bibliográficas
(1) Eliade, Mircea, Tratado de historia de las religiones, Ediciones Era, México 2001, p. 25
(2) Eliade, Mirecea, Ibidem, pp. 25 y 26
(3) Eliade, Mircea, Opus cit., pp.31 y 32
(4) Annales regni Francorum, ed. Kurze, 1985. Recoge : R. Boutrouche, Señorío y feudalismo. I. Los vínculos de dependencia,
(5) Ademar De Chabannes, Chronique, París, 1897. Ed. Chavanon, pp. 152-154. Recoge: M. A. Ladero, Historia Universal de la Edad Media, Barcelona, 1987, pp. 363-364.
(6) Barber, Malcolm, Templarios –La Nueva Caballería- Ediciones Martínez Roca, Barcelona 2002.
(7) Los hechos relatados en este apartado han sido tomados de: Oldenbourg. Zoé, Las Cruzadas, Ediciones Destino, Barcelona, 1974.
(8) Los hechos relatados en este apartado han sido tomados de Oldenbourg, Zoé, Opus Cit.
Por: Federico Zertuche
Durante la Edad Media las reliquias fueron objeto de gran veneración y devoción en todos los estamentos de la sociedad; los príncipes de la Iglesia y de la realeza se convirtieron en ávidos coleccionistas. A fin de custodiarlas mandaban elaborar relicarios en finos metales, generalmente oro y plata, ornamentados con piedras preciosas, e incluso dedicaban una iglesia o capilla edificada en su honor.
Las reliquias son parte o partes del cuerpo de un santo o algún otro objeto que hubiese sido tocado por él o por el mismo Cristo. Toda catedral o iglesia respetable tenía entre sus tesoros más preciados una o varias reliquias que, en todo caso, constituían el mayor atractivo para las multitudes de fieles que acudían a adorarlas y a pedirles favores y milagros.
El Santo Sudario de Turín, es un ejemplo de una reliquia muy conocida y venerada hasta la actualidad, aunque tiene una historia documentada de más atrás, fue adquirido por el duque Luis de Saboya en 1453 a la viuda de Humberto de Villersexel, Conde de la Roche, Señor de Saint-Hippolyte-sur-Doubs, a cambio de un castillo en Varambon, Francia, y desde entonces perteneció a la Casa de Saboya hasta 1983 cuando lo donaron a la Santa Sede.
El culto a los santos y la veneración de las reliquias representan hierofanías (algo que manifiesta lo sagrado) de trasfondo precristiano, pagano, que lindan con el fetichismo y el totemismo, de las que el hombre no prescinde fácilmente sin detrimento de su fe.
Siguiendo al profesor rumano Mircea Eliade, considerado el experto más insigne en religiones comparadas, es difícil delimitar la esfera de la noción de lo “sagrado”. Sin embargo, “todas las definiciones dadas hasta ahora del fenómeno religioso presentan un rasgo común: cada definición opone, a su manera, lo sagrado y la vida religiosa a lo profano y a la vida secular.” (1)
Es inquietante atestiguar la enorme heterogeneidad de los hechos sagrados, “pues se trata de ritos, de mitos, de formas divinas, de objetos sagrados y venerados, de símbolos, de cosmologías, de teologúmenos, de hombres consagrados, de animales, de plantas, de lugares sagrados, etc. Y cada categoría tiene su propia morfología, de una riqueza exuberante y frondosa.” (2)
La hierofanías son hechos, objetos, personas o documentos –ritos, mitos, cosmogonías o dioses- que revelan una modalidad de lo sagrado. Constituyen manifestaciones de lo sagrado en el universo mental de los que lo recibieron. Así tenemos una multiplicidad de hierofanías que Eliade describe: cósmicas, “por la sacralidad que se revela en diferentes niveles cósmicos, el cielo, las aguas, la tierra, las piedras.” Hierofanías acuáticas y celestes, hierofanías biológicas (los ritmos lunares, el sol, la vegetación y la agricultura, la sexualidad, etc.), hierofanías tópicas (lugares consagrados, templos, etc.). Así, podemos hablar de hierofanías telúricas, vegetales, agrarias, celestes, atmosféricas, solares, lunares, acuáticas, líticas, etc., etc.
Eliade incluye los mitos, símbolos e ideogramas: “Las hierofanías vegetales (es decir lo sagrado revelado a través de la vegetación) se encuentran tanto en los símbolos (el árbol cósmico) o en los mitos metafísicos (el árbol de la vida) como en los ritos populares (la ‘procesión del árbol de mayo’, la combustión de leña, los ritos agrarios), en las creencias ligadas a la idea de un origen vegetal de la humanidad, en las relaciones místicas que existen entre ciertos árboles y ciertos individuos o sociedades humanas...” (3) Los vascos, por ejemplo, veneran el histórico árbol de Gernika (el tronco petrificado de un antiquísimo roble), símbolo de sus antiguas tradiciones.
He querido apoyarme en Mircea Eliade con el objeto de tener una guía de primer orden, confiable y segura, sobre el fenómeno religioso, así como para tratar de emular su enfoque y perspectivas al abordar el tema que me he propuesto ofrecer al lector, a saber, las reliquias en Edad Media, y en particular La Sagrada Lanza.
Primeras reliquias.
Pues bien, desde que la madre del emperador Constantino, santa Elena, visitó Jerusalén en el año 326, mandó restaurar algunos lugares sacros y hacer las primeras excavaciones arqueológicas tanto en el Santo Sepulcro como en el Monte de los Olivos, donde obtuvieron diversos objetos que fueron considerados como reliquias, principalmente trozos de madera o clavos adjudicados a la Santa o Vera Cruz, que, desde luego, adquirieron inmensa fama y veneración.
Veamos otros antiguos testimonios de reliquias como el siguiente del año 757: “El rey Pipino celebró asamblea en Compiègne con los Francos. Y hasta allí se llegó Tasilón, duque de Baviera, quien se encomendó en vasallaje mediante las manos. Prestó múltiples e innumerables juramentos, colocando sus manos sobre las reliquias de los santos. Y prometió fidelidad al rey Pipino y a sus hijos, los señores Carlos [Martell] y Carlomán [Carlomagno], tal como debe hacerlo un vasallo, con espíritu leal y devoción firme, como debe ser un vasallo para con sus señores.” (4)
Cuenta la crónica de la Reivindicación del prestigio de Carlomagno por Otón III en el año 1,000, que fallecido Otón II, su hijo Otón, tercero de este nombre, ocupó el Imperio. Amaba la filosofía y se preocupaba de los intereses de Cristo para poder devolver duplicado el talento cuando se presentara ante el tribunal del Juez supremo. Con la voluntad de Dios, consiguió convertir a la fe de Cristo a las poblaciones de Hungría, así como a su rey (...)
En aquel tiempo, el emperador Otón fue impulsado en un sueño a exhumar el cuerpo del emperador Carlomagno, que estaba enterrado en Aquisgrán. Con el tiempo había venido el olvido y se ignoraba el emplazamiento exacto donde reposaba. Después de cumplir un ayuno de tres días fue descubierto en el lugar que había sido revelado al emperador en su visión. Estaba sentado en un trono de oro, en el interior de una cripta abovedada debajo de la basílica de Nuestra Señora: llevaba una corona de oro y piedras preciosas y tenía un cetro y una espada de oro puro. El cuerpo fue hallado intacto y, una vez exhumado, se le expuso a la contemplación del pueblo.
“El cuerpo de Carlos fue enterrado en el lado derecho del crucero de la basílica, detrás del altar de San Juan Bautista y se construyó un magnífico altar subterráneo de oro sobre el sepulcro. Desde entonces ha comenzado a adquirir celebridad por los numerosos prodigios que ha realizado. No se ha instituido una fiesta solemne para él sino que se limitan a honrarle con el rito común del aniversario de difuntos. Su relicario de oro fue enviado por el emperador Otón al rey Boleslao para contener las reliquias del mártir San Adalberto. Cuando hubo recibido el donativo, el rey Boleslao lo agradeció al emperador haciéndole llegar un brazo del cuerpo de este santo. El emperador lo recibió con alegría, hizo construir en honor al santo mártir Adalberto una magnífica basílica en Aquisgrán e instaló en ella a una congregación de siervas de Dios. También hizo construir en Roma otro monasterio en honor de mismo mártir.” (5)
Las Cruzadas, iniciadas en 1096, fueron ocasión propicia para el resurgimiento entusiasta y vehemente del culto a las sagradas reliquias. La Orden del Temple (Los Templarios) fundada en 1119, se convierte además de “la nueva caballería” creada para proteger a los peregrinos en Tierra Santa, en gran coleccionista y custodio de reliquias.
“Los templarios –señala el profesor en Historia Medieval, Malcolm Barber- también sacaban sus reliquias durante períodos de crisis. Cuando el clima no se mostraba favorable, como por ejemplo durante una sequía prolongada, llevaban su reliquia más preciada, una cruz hecha de una bañera o abrevadero en el que supuestamente se había bañado Cristo, por las calles de Acre en procesión penitencial. Se creía que la cruz tenía propiedades curativas, y muchos enfermos acudían a la iglesia templaria de Acre por esa razón.
En 1247, sigue Barber, fue un templario quien llevó a Londres un frasquito cristalino que contenía sangre de Cristo, derramada en la Cruz, que le habían enviado los maestres del Temple y del Hospital y cuya autenticidad había sido certificada por los sellos del patriarca de Jerusalén y otros prelados de Tierra Santa, mientras que en el año de 1272 Tomás Bérard envió a Londres fragmentos de la Verdadera Cruz, junto con reliquias de los santos Felipe, Elena, Esteban, Lorenzo, Eufemia y Bárbara. En Castilla, los templarios mandaron construir la iglesia de Segovia en un emplazamiento nada habitual, en un campo abierto y fuera de la muralla norte de la ciudad, con el propósito específico de que albergara un fragmento de la Verdadera Cruz.” (6)
La Primera Cruzada. (7)
Como se sabe, quien tuvo la primera idea de una Cruzada, tal y como se comprendió entonces y luego se emprendiera, fue el papa Urbano II (1088-1099), motivado por una carta que le enviara Alejo Comneno, emperador de Bizancio, rogando su auxilio y apoyo contra la amenaza que significaba para el cristianismo entero la expansión del imperio turco y del Islam en el Medio Oriente. En su empresa el papa contó con el importante apoyo del conde de Tolosa, Raimundo de Saint-Gilles, principal propagandista y ejecutor de la guerra santa.
El papa Urbano quería aprovechar la situación para dar comienzo a una era de colaboración entre las dos iglesias, la griega (bizantina) y la latina, que se habían separado desde 1054 y se trataban mutuamente de cismáticas. Esperaba que con la ayuda militar de Occidente, Bizancio acabaría por aceptar la reconciliación y primacía de la Santa Sede.
Los ejércitos de la Primera Cruzada eran cinco: el de los lorenenses, el de los provenzales, el de los flamencos y los franceses, el de los normandos y el de los normandos de Sicilia. Se cuenta que no sólo en Constantinopla, gobernada por el rey bizantino cristiano Alejo Comneno, sino en ningún otro país de la región se había visto jamás igual concentración de hombres en armas. Según cálculos de historiadores, una vez comparadas distintas versiones, cifras de la época y posteriores, dichos ejércitos sumaban entre 6 mil o 7 mil caballeros y 60 mil soldados de infantería.
Tan poderosa fuerza bélica había desembarcado en las costas de Asia Menor (hoy Turquía), cerca de Constantinopla, capital del imperio Bizantino, luego de permanecer ahí varios meses marchó rumbo a Jerusalén pasando por Nicea, Dorilea, Tarso y Edesa, ciudades éstas últimas que, una vez capturadas, quedaron bajo el mando de Balduino de Bolonia, hermano menor del legendario Godofredo de Bouillon, duque de Baja Lorena, iniciándose así y paulatinamente lo que a la postre sería el reino franco de Siria.
Luego los cruzados se dirigieron hacía Antioquía, plaza fuertemente amurallada y defendida que los cristianos debían tomar si es que querían llegar a Palestina. El sitio duró siete meses y medio, luego los cruzados quedaron a su vez sitiados en esa misma ciudad durante tres semanas.
Como se ha dicho, al poco que los cristianos tomaron Antioquía fueron a su vez sitiados por un poderoso y fresco ejército musulmán muy superior en número, al mando del temible guerrero Kurbuqa, gobernador de Mosul, que aunque había llegado tarde para ayudar en la defensa de Antoquía se aprestaba a retomarla, valido de su superioridad y del agotamiento y debilidad de los cristianos luego del largo asedio.
Los sitiadores cristianos, pues, pasaron a ser sitiados en condiciones sumamente desfavorables: en la ciudad faltaban víveres y el ejército se hallaba diezmado y sin fuerzas, al tiempo que Kurbuqa y sus emires multiplicaban sus ataques. Fue tanta la miseria sufrida en aquellas semanas del sitio que los soldados, muertos de hambre, se negaban a salir de sus moradas; hubo deserciones en masa, el famoso y popular predicador Pedro el Ermitaño intentó huir, pero Bohemundo le alcanzó y reprendió vivamente.
Muy graves resultaron las deserciones de Esteban conde de Blois, que huyó acompañado de sus hombres y de Guillermo de Grandmesnill, tomando el camino de regreso para buscar refugio junto a Alejo Comneno, el emperador de Bizancio. A la sazón, éste se dirigía con su ejército hacia Antioquía para socorrer a los cruzados, sin embargo al encontrarlo en el camino aquellos barones le aseguraron que la Cruzada había concluido, que Kurbuqa había aplastado al ejército cristiano y tomado la plaza, por lo que era inútil, peligroso e impensable seguir su marcha, convenciendo a Conmeno de renunciar a la empresa y dejando a los sitiados sin la esperada y ansiada ayuda de refuerzos, tornando su situación sumamente precaria.
La Sagrada Lanza. (8)
Parecía entonces que sólo un milagro podía salvar al ejército de Dios, desmoralizado y abatido, sin fuerzas para resistir y muchos de ellos sin obedecer a sus jefes. Y el milagro efectivamente ocurrió salvando a los cruzados. Todos los historiadores coinciden en este punto, no obstante las distintas maneras de interpretar los hechos.
El autor o vehículo del milagro fue un simple criado que formaba parte de los peregrinos que seguían el ejército del conde de Tolosa. Se llamaba Pedro Barthélemy, quien aunada a su baja extracción tenía mala reputación de disoluto y hombre sin carácter. Sin embargo había tenido la visita en varios sueños de san Andrés y del propio Cristo, quienes le ordenaron notificar a los cruzados sobre la cólera divina despertada por su conducta perversa y libertinaje, lo que Dios, en su misericordia, estaba dispuesto a perdonar enviando una señal manifiesta de su gracia. Les revelaba que la Sagrada Lanza que había atravesado el costado de Cristo se encontraba enterrada debajo de las lozas de una Iglesia de Antioquía.
Aunque pocos tomaron en serio la “revelación”, sin embargo el estado de sobreexcitación en que se encontraban por el asedio y su debilidad, amén de que los peregrinos suscitaban en todo momento fenómenos que podrían tomarse como mensajes divinos, conforme a la credulidad de la época avivada por las circunstancias, al poco algunos empezaron a oír voces y hasta tener visiones relacionadas con la preciosa reliquia, hasta que los jefes del ejército decidieron poner las cosas en claro. Así, el conde de Tolosa autorizó a Barthélemy para que acompañado por un séquito de sus sacerdotes efectuara excavaciones en la iglesia de San Jaime.
Luego de largas e infructuosas búsquedas, Barthélemy salió de un hoyo cavado en la tierra con la Sagrada Lanza –o lo que parecía, pues en realidad era un trozo de hierro enmohecido- que todos los asistentes tomaron como auténtica y enseguida se precipitaron sobre el metal aún cubierto de tierra para besarlo y cubrirlo de lágrimas. Inmediatamente la noticia se propagó por todo el campamento y la ciudad; la alegría del ejército fue tan grande que al obispo de Puy, representante del papa y máxima autoridad eclesiástica, no le quedó más remedio que reconocerla como auténtica. A su vez, los jefes de la Cruzada comprendieron en seguida lo mucho que podían sacar del providencial hallazgo.
A raíz de ello se produjo una súbita transformación en el ejército de Antioquía: de ser unos hombres desmoralizados y extenuados se tornaron de pronto en soldados resueltos y dispuestos a arrojarse sobre un enemigo muy superior en número y en plena posesión de sus fuerzas. El ejército cristiano volvía a encontrar la vocación de martirio, la energía y alegría de servir a Dios.
Los barones, con Bohemundo a la cabeza, acapararon la reliquia y la persona del visionario, cuyas revelaciones fueron dictadas a partir de entonces por santos bien entrenados acorde a las necesidades militares del momento. Se dispuso, pues, que el ejército franco dejara tan sólo una débil guarnición para defender la ciudad y el grueso del mismo saldría en masa para combatir en campo raso al ejército sitiador. La empresa parecía descabellada, sin embargo, organizada como lo fue por jefes con experiencia, estrategas avezados en toda clase de estratagemas, y portando como emblema la Sagrada Lanza, la empresa tuvo más éxito de lo que cabía esperar.
Contra el consejo de sus emires, Kurbuqa cometió la imprudencia de dejar que todo el ejército cruzado saliera de la ciudad, en lugar de combatirlos conforme iban saliendo del puente, confiado en que estaban muy débiles y agotados; esperó a que salieran todos para acabarlos de una sola vez en lugar de prolongar el sitio. Y como había grandes desacuerdos entre los jefes, una parte de sus emires se negó a intervenir cuando era debido. Entonces, bajo ataques bien concertados por parte de los cruzados pronto el ejército turco quedó envuelto y acorralado en dirección a un río hasta que se desbandó, y Kurbuqa, viéndose abandonado por sus aliados, tomó a su vez el camino de huida dejando el campamento con sus riquezas.
Las tropas cristianas persiguieron al adversario dando muerte o dispersando a los fugitivos, de tal manera que el temible jefe turco volvió a Mosul casi sin ejército, desesperado y desprestigiado para siempre a la vista del Islam. La suerte de la Primera Cruzada quedaba decidida en Antioquía: después de Nicea y de Dorilea, la noticia de la derrota del atabeg de Mosul se esparcía por los países musulmanes así como la fama de aquellos francos hasta entonces desconocidos y que se revelaban como los primeros guerreros del mundo.
Lo que siguió, la formación de un principado en Antioquía al mando de Bohemundo de Tarento, la toma de Jerusalén, y el establecimiento del reino franco de Siria bajo Godofredo de Bouillon, es tema para otro relato. Lo cierto es que a partir de entonces la Sagrada Lanza junto con la Vera Cruz, se convirtieron en las reliquias más preciadas y veneradas que acompañaron a los cruzados en sus principales batallas así como en las ceremonias más solemnes y sagradas hasta la caída definitiva del reino de Jerusalén.
Notas bibliográficas
(1) Eliade, Mircea, Tratado de historia de las religiones, Ediciones Era, México 2001, p. 25
(2) Eliade, Mirecea, Ibidem, pp. 25 y 26
(3) Eliade, Mircea, Opus cit., pp.31 y 32
(4) Annales regni Francorum, ed. Kurze, 1985. Recoge : R. Boutrouche, Señorío y feudalismo. I. Los vínculos de dependencia,
(5) Ademar De Chabannes, Chronique, París, 1897. Ed. Chavanon, pp. 152-154. Recoge: M. A. Ladero, Historia Universal de la Edad Media, Barcelona, 1987, pp. 363-364.
(6) Barber, Malcolm, Templarios –La Nueva Caballería- Ediciones Martínez Roca, Barcelona 2002.
(7) Los hechos relatados en este apartado han sido tomados de: Oldenbourg. Zoé, Las Cruzadas, Ediciones Destino, Barcelona, 1974.
(8) Los hechos relatados en este apartado han sido tomados de Oldenbourg, Zoé, Opus Cit.
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